–Sí, imagino que eso debe ser un problema –se burló con sarcasmo.
–No para alguien como usted –replicó él, acercándose.
–¿Perdón?
–Usted entendería el arreglo perfectamente bien y tengo la impresión de que lo último que desearía sería un final feliz conmigo.
Demasiado sorprendida y dolida por sus palabras, respondió:
–No me imagino que eso pueda ser posible.
–¿Con alguien en particular o solo conmigo?
De pronto cayó en la cuenta de a quién acababa de insultar.
–Lo siento –dijo, y apretó los labios.
–No lo sienta. Tiene razón –contestó él, riendo de nuevo–. Lo difícil es encontrar a alguien que comprenda la situación y sus limitaciones, y que tenga la discreción necesaria para lograrlo.
–Una ardua tarea.
Ojalá se marchara. O la dejase marcharse a ella, porque aquello estaba empezando a ser peligroso. Él era peligroso.
La miró un momento antes de volverse a examinar de nuevo su mesa.
–Es usted la viva imagen de la discreción.
–¿Porque tengo la mesa ordenada?
–Porque es lo bastante lista como para comprender cómo sería un acuerdo semejante –se irguió para mirarla con arrogancia–. Y no tendríamos historia romántica que viniera a complicar las cosas. De hecho, creo que usted podría ser mi esposa perfecta.
Parecía estar disfrutando con aquello, desafiándola a sonreír y a que se uniera al chiste, pero a ella no le estaba resultando divertido en absoluto.
–No.
–¿Por qué no?
El humor desapareció de sus facciones, dejando solo fría especulación.
Peligroso, sin duda. Mucho más implacable de lo que su fachada relajada sugería.
–No habla en serio.
–Yo creo que sí.
–No –repitió, cruzándose de brazos a la altura de la cintura para no empezar a moverse con nerviosismo, para impedir que la tentación escapase a su control.
Porque ella nunca sentía tentaciones. En realidad, nunca sentía. Había estado muy ocupada intentando sobrevivir durante… durante mucho tiempo.
–¿Por qué no se toma un momento para pensarlo? –sugirió él sin dejar de mirarla.
–¿Qué es lo que tengo que pensar? Esto es absurdo.
–Yo creo que no –replicó con toda tranquilidad–. Creo que podría funcionar perfectamente.
–¿De verdad no le parece que debería tomárselo un poco más en serio, en lugar de proponérselo a la primera mujer con la que se ha encontrado hoy?
–¿Por qué no debería proponérselo a usted?
Hester respiró hondo.
–Nadie se creería que deseaba casarse conmigo.
–¿Por qué?
–Porque no me parezco en nada a las mujeres con las que suele salir.
Él volvió a mirarla de arriba abajo.
–No estoy de acuerdo. Es solo cuestión de ropa y maquillaje. De hacer un paquete atractivo.
–¿Humo y espejos? –se tragó la bilis que le había subido por el esófago porque sabía lo poco que al mundo le gustaba su envoltorio–. Yo no pertenezco a su mundo. No soy una princesa.
–¿Y? Eso no importa.
–Ni siquiera soy de su país –continuó–. No es lo que se espera de usted.
Él miró más allá, como si hubiera algo interesante en la pared.
–Haré lo que me obligan a hacer, pero no pueden dirigirlo todo. No quiero casarme con nadie, y menos aún con una princesa. Elegiré a quien yo quiera –sentenció y volvió a mirarla con arrogancia–. Será como un cuento de hadas.
–Lo que sería es increíble –replicó. No podía creerse que estuviesen teniendo aquella conversación.
–¿Por qué? ¿Cuánto tiempo lleva trabajando para Fi?
–Doce meses.
–Pero la conocía de antes.
–Sí. Tres meses antes.
Hester había sido asignada como compañera de habitación de la princesa Fiorella cuando se trasladó a Estados Unidos a estudiar. Hester era cuatro años mayor que ella y ya estaba cursando sus estudios de posgrado, de modo que su papel era más de apoyo. Resultó que Fiorella era una joven inteligente y no necesitó mucha tutoría, pero Hester no tardó en empezar a ayudarla con la montaña de correspondencia que recibía, hasta el punto de que Fiorella le pidió que empezase a trabajar para ella. A Hester ese trabajo le había permitido dejar otras tutorías que llevaba, había podido terminar su tesis y ahora estaba centrada en su trabajo como voluntaria en el centro social de la ciudad.
Organizaba la agenda de Fiorella, respondía a mensajes y correos y organizaba casi todo sin tener que salir del apartamento que ocupaban en el campus. Era perfecto.
–Entonces ha pasado todos los controles de seguridad y ha demostrado ser capaz de satisfacer las demandas de mi familia.
Dio otro paso hacia ella.
Hester lo miró sin poder dar crédito.
–Además, es perfectamente plausible que nos hayamos conocido detrás de los muros de palacio –añadió–. Nadie puede saber lo que ha estado ocurriendo en la intimidad.
–Siento ser yo la que señale los fallos de su narrativa, pero nunca he estado en el palacio –puntualizó. No había ido a Triscari. De hecho, jamás había salido del país–. Y además, hemos compartido el mismo aire solo en otra ocasión, aparte de esta.
El príncipe Alek había acompañado a Fiorella a la universidad en lugar de su padre.
–Y esta es la primera vez que hemos hablado –concluyó, lo que en su opinión demostraba la imposibilidad de su proposición.
–Me halaga que haya llevado la cuenta –respondió con su sonrisa lobuna–, pero no es necesario que lo sepan los demás. Para la galería bien podría ser que las veces que he llamado, o venido a ver a Fi, haya sido una tapadera para venir a verla a usted –asintió despacio y se acercó todavía más–. Podría funcionar muy bien.
El enfado de Hester comenzó a crecer como la espuma. ¿Cómo podía creer ni por un segundo que aquello podía resultarle tan fácil? ¿Acaso estaba convencido de que se iba a plegar a sus deseos al instante? ¿Que incluso iba a sentirse halagada? Era un príncipe, sin duda acostumbrado a que la gente hiciera reverencias ante él y que se desviviera por satisfacer todos sus deseos. ¿Alguna vez le habrían dicho que no? Pues iba a ser interesante ver su reacción.
–Le agradezco la proposición, Alteza, pero la respuesta es no. ¿Le digo a su hermana que la esperará en su hotel de costumbre?
–No, porque no estoy allí sino aquí, y no se va a deshacer de mí… –frunció el ceño–. Discúlpeme, pero he olvidado su nombre.
¿En serio? ¿Le hablaba de casarse y ni siquiera sabía cómo se llamaba?
–Creo que nunca lo ha sabido. Hester Moss.
–Hester –dijo, y lo repitió un par de veces más, como si le estuviera dando vueltas en la boca para decidir su sabor–. Muy bien –otra sonrisa–. Yo soy Alek.
–Sé muy bien quién es, Alteza.