“El dinero va de un lado a otro como un río invisible, nadie se entera de nada y los que se enteran no se dan por enterados.”
“¿Y Hitler?” dijo Meyer.
“Hitler es el dueño de Alemania y está soñando con ser el dueño del mundo y no podría importarle menos lo que hacen sus lacayos en sus horas libres. Los deja atracar y abusar porque el dinero es el mejor cemento de la lealtad.”
Al llegar a la Kantstrasse se hizo un nudo de tráfico y unos segundos después oyeron la sirena de una patrulla que iba escoltada por seis camiones de las SS y dos camiones de las Juventudes Hitlerianas.
“Van a joder a alguien —dijo Ritter— No perdemos nada con asomarnos.”
Meyer distinguió una humareda y un rayo de luz que se iba moviendo con la regularidad de un metrónomo, pero no logró ver a la multitud hasta que llegaron a las inmediaciones de la Glorieta Westfalia.
“El maletín, Bruno, y no te despegues de mí.”
Dejaron el automóvil frente a un lote baldío y Ritter lo llevó a la azotea de un edificio donde se encontraron con un grupo de vecinos que habían subido para observar lo que estaba sucediendo en la glorieta.
“¡Kripo! —gritó Ritter— Todo mundo a sus casas.”
Hubo un momento de calma, un silencio extraño y luego volvieron a oírse las sirenas de los orpos y Meyer sintió que estaba por ocurrir una cosa terrible.
“¿Qué fue eso? —dijo Ritter— ¿Una ametralladora?”
Meyer lo había oído muchas veces en los pasillos de la Facultad de Derecho y en alguna ocasión participó en una junta a puerta cerrada para discutir con sus compañeros la posibilidad de organizar una protesta y exigirle al gobierno que cesara la persecución de los judíos y los comunistas.
El proyecto se murió antes de nacer y nadie se atrevió a alzar la voz ni a dar la cara, lo mismo que la prensa y la radio, que seguían entregadas a sus funciones rutinarias de propaganda y diversión, pero todos sabían que los batallones de Hitler no descansaban ni de día ni de noche para exterminar a los enemigos de la sociedad alemana.
La represión había sido tan feroz que terminó por convertirse en un episodio habitual de la vida cotidiana, pero Meyer no la vio en su magnitud verdadera sino en el momento en que Ritter oyó la ametralladora y se dieron cuenta de que la Glorieta Westfalia se había llenado de orpos y escuadras de las SS.
Las primeras descargas fueron secas y espaciadas, pero un instante después se oyó un estallido que llenó la calle de humo y marcó el principio de una tormenta de fuego cruzado que parecía estar coordinada con el movimiento furioso de los que estaban tratando de ponerse a salvo. A través del humo y la confusión Meyer distinguió a un grupo de mujeres que habían formado un anillo a un lado de la glorieta y desaparecieron sin dejar rastro cuando los reflectores volvieron al punto de partida.
“Es muy simple —dijo Ritter— las SS y las Juventudes Hitlerianas jalan el gatillo y los orpos recogen los cadáveres. Lo están haciendo así desde hace mucho y estos imbéciles no entran en razón. ¿Qué quieren? ¿Convertirnos en una sucursal de la Unión Soviética? No se cargaron a menos de sesenta.”
Meyer, que estaba temblando, había contado ochenta y siete y estaba seguro de que al otro lado de la glorieta había más muertos y heridos, porque los orpos no habían dejado de avanzar a medida que las escuadras de las SS y los cachorros de Hitler seguían disparando con la misma saña que al principio.
“Heydrich le prometió a Hitler que iba a fumigar el país en menos de dos años, lleva cuatro y está lejos de haber terminado. Vámonos, Bruno. No podemos quedarnos aquí hasta la consumación de los siglos.”
Durante unos minutos, mientras se alejaban de la Glorieta Westfalia, no dijeron una palabra, hasta que vieron el resplandor difuso de la Opernplatz, donde el estruendo de la masacre se había desvanecido bajo el follaje de los árboles.
“Hans Kasper —dijo Ritter— es un hijo de puta. Edmund Hoffmann es el criado de Heydrich y Scheller me ha tratado siempre con la punta del pie y está convencido de que me estoy llevando más dinero del que me corresponde, pero los tres ocupan lugares relevantes en las SS, la Gestapo y la Kripo y no tengo más remedio que servirles de correo y brazo armado. ¿Sabes cuánto dinero les he dado durante los últimos años? Millones de marcos.”
Meyer abrió la ventanilla para refrescarse.
“El secreto, Bruno, es que todos cumplamos nuestras obligaciones en tiempo y forma. El país estaba sumido en un torbellino que se aplacó la noche en que los jefes de la policía se reunieron con las cabezas de las familias en el Hotel Bristol y firmaron un pacto de auxilio recíproco. Dame el maletín.”
Ritter dejó el automóvil a unos metros del edificio de la Gestapo y le pidió que lo acompañara.
“Te quedas afuera de la oficina y si Hoffmann me autoriza te haré entrar para que lo conozcas.”
Lo mismo ocurrió en la Rilkestrasse y en la Werderscher Markt, donde Meyer se quedó fumando en los patios y las antesalas llenas de agentes y ordenanzas hasta que Ritter lo llamó para presentarlo con Hans Kasper, el director regional de las SS, y con Jürgen Scheller, el subdirector de la Kripo, que le dio una palmada en el hombro después de decirle que le daba mucho gusto conocer al hijo de uno de los detectives más intrépidos que hubiera tenido la corporación.
“Listo —dijo Ritter— a partir de hoy quedas integrado por derecho propio a las fuerzas policiales de Alemania.”
Meyer había visto entrar y salir el maletín de las oficinas de los tres funcionarios, pero en el momento en que se acercó para saludarlos no quedaba vestigio de los billetes que habían recibido en la mansión de Vittorio Galeotti.
“El Pacto del Bristol, que no se te olvide. Tu alma de jurista desaprueba lo que has visto y aborrece lo que significa, pero te juro que le estamos haciendo un servicio invaluable a los ciudadanos. Sonríe, muchacho, pon otra cara, ya llegamos.”
El departamento estaba situado en la parte más floreciente de Neukölln, el barrio bohemio de la ciudad, y la señora Kristi lo había llenado de muebles franceses y lámparas chinas y en todos los rincones se respiraba un aroma de flores y perfumes exóticos.
“Saluda, Bruno, no me hagas quedar en ridículo.”
Meyer saludó a la señora Kristi, que era una cincuentona frondosa, y a cuatro muchachas que se lo comieron con los ojos. El departamento se inundó de música y charlas cruzadas y en unos minutos se generó un ambiente de fiesta familiar que lo rescató del sentimiento incómodo de haber entrado por primera vez a una casa de putas.
Meyer tomó un sorbo de vino y se dejó besar y acariciar por una rubia artificial que llevaba un vestido entallado y le dijo que la semana anterior la habían ascendido en los Almacenes Dulac para encargarla de la sección de joyería.
“Eres muy joven —le dijo— para ser agente de la Kripo.”
“La que te guste, mi amor —gritó la señora Kristi— le prometí a Hugo que te iba a organizar una fiesta con las gallinas más bonitas de la granja y cumplí mi palabra. Tu papá, Dios lo bendiga, me visitó muchas veces y era un hombre extraordinario.”
“¡Bruno, por el amor de Dios! —exclamó Ritter— no me digas que te estás muriendo de vergüenza.”
Era verdad: se estaba muriendo de vergüenza, pero Meyer no se lo dijo hasta que abandonaron el burdel y se pusieron a circular por la Byronstrasse, que estaba llena de luz y restoranes atestados.
“¿Te gustó? —dijo Ritter— Kristi es una mujer excepcional y es una aliada de la Kripo y la Gestapo. Es la gerenta general de los burdeles del señor Leclerc y durante los últimos años nos ha dado más información que la mayor parte de los espías que tenemos colocados en los hoteles y las tiendas de la ciudad. Romy, la muchacha que te acabas de coger, fue una alumna destacada