“No fue la guerra. Tu padre se quedó huérfano a los ocho años y no volvió a conocer otra familia hasta que se encontró con Ritter.”
“Mi padre se quedó huérfano a los quince años, dirás, y tenía dos hermanos mayores y no necesitaba una figura paterna, si es lo que estás insinuando.”
Vera Meyer se puso una mano en el pecho.
“Tengo miedo. No debiste ingresar a la Kripo, que es un nido de víboras. Pero es más grave que te hayas dejado convencer por Hugo Ritter.”
“No me dejé convencer, me vi obligado. Ritter es un oficial de alto rango y tiene mucho poder en la institución.”
Vera Meyer se asomó a la escalera para saber si los gemelos se habían agazapado entre los barandales para oír la conversación.
“Ritter conoce todos los secretos de tu padre, cosas que se remontan a la prehistoria y de las que no sabemos nada. Es terrible que un hombre conozca las intimidades de la vida de uno mejor que uno mismo. ¿Sabes lo que significa?”
Meyer permaneció en silencio.
“Significa, hijo, que nos tiene en sus manos y nos puede hacer pedazos en el momento en que le dé la gana. Habla con él y dile que lo pensaste con detenimiento y prefieres quedarte en el archivo. Te lo ruego.”
Meyer se puso de pie.
“¿Me estás ocultando algo?”
“Te estoy diciendo la verdad.”
“Es evidente que me estás ocultando algo, porque de otra manera no estarías tan nerviosa.”
“¿Sería posible que hables con él y le digas que prefieres seguir en el archivo?”
Meyer recogió su portafolios y se dirigió a la escalera.
“No.”
“¿Por qué?”
“Porque voy a ganar más dinero.”
La calle estaba desierta, salvo por la patrulla de los orpos y cuatro mujeres que se habían reunido en la puerta del edificio para esperar a los oficiales de la Kripo. Meyer llevaba la credencial en el bolsillo derecho de la gabardina y la Luger en la funda de cuero negro que había utilizado su padre durante los últimos años y que Ritter le dio esa mañana con la misma solemnidad con que le entregó la pistola en las frondas de Grunewald.
“Señor —dijo uno de los orpos— Soy Schwartz. ¿Se acuerda de mí? Nos conocimos en Tempelhof, la noche que mataron al doctor Kast.”
Ritter lo miró con un aire de ausencia total.
“Seguro. ¿Qué pasó?”
“Cuarto piso —dijo Schwartz— departamento quince. Aquí tengo el nombre…”
“Después —respondió Ritter— dile a las vecinas que se queden donde están y llama al servicio forense y al Palacio de Justicia para que manden un juez instructor. Por cierto, Schwartz, te presento a Bruno Meyer, mi asistente a partir de ayer en la mañana.”
“Mucho gusto” sonrió Schwartz.
“Lo mismo digo” respondió Meyer.
“Las cortesías para otra ocasión —dijo Ritter— Vamos subiendo.”
El edificio, que era grande y vetusto, se encontraba en el sector más desvalido de Friedenau y tenía el aire melancólico de un hotel abandonado. La escalera olía a humedad y legumbres hervidas y en todos los rellanos había un letrero del partido convocando a una reunión de vecinos el lunes siguiente a las seis de la tarde: Llega puntual, la Patria no admite Ausencias ni Retrasos.
“Señor —dijo el orpo que se encontraba en la puerta del departamento— ¿Quiere que lo acompañe?”
“Quédate aquí y cuando llegue el forense le enseñas el camino. Te estás poniendo verde, Bruno, tranquilo. No es el fin del mundo.”
El departamento estaba hundido en la penumbra y Meyer se tardó unos segundos en distinguir los muebles de la sala y las marinas que adornaban el comedor. Ritter abrió una puerta, echó un vistazo y la cerró, abrió otra puerta y se acercó para revisar la ventana y el ropero, que tenía dos espejos ovalados.
“¿Te das cuenta? Todo en orden. No hay ningún signo de violencia. Estos departamentos son una mierda, pero no los rentan por menos de cincuenta marcos. Por allá, la última puerta. Asómate y dame tu opinión.”
Meyer se dirigió al extremo del pasillo.
“Envuelve el picaporte con un pañuelo y no toques nada o las hormigas del laboratorio van a decir que tú eres el responsable del estropicio.”
La mujer, que estaba desnuda, lo miró sin verlo desde una mortaja de sábanas revueltas y almohadas cubiertas de sangre. Era joven y exuberante y tenía la expresión resentida de los muertos que había visto en las fotografías del archivo.
“¿Tú crees que se la cogieron?”
Meyer se tardó un momento en dominar la repugnancia que le causaron las heridas del cuello, donde la sangre se había coagulado formando dos líneas onduladas a lo largo de las costillas del lado izquierdo.
“Es factible. No parece que se hayan llevado nada ni hay signos de resistencia.”
“¿Qué edad tenía?”
“¿Treinta?”
“Treinta y cinco más bien. Buenas piernas, nalgas y tetas. Tirando a fea pero con gran temperamento sexual. Es obvio. Invitó a un desconocido para desahogarse y eligió al tipo menos indicado. ¿Qué hay en el baño?”
Meyer abrió la puerta que se encontraba junto al ropero.
“Una bata, unas toallas, unas pantuflas, frascos de perfume y una caja de jabón aromático.”
“Un homicidio limpio —dijo Ritter— sin odio, sin amor ni pasión. Son los más difíciles. No me asombraría que nadie reclame el cuerpo y lo tengamos que arrojar en la fosa de Oranienburg. Cada vez se tardan más. ¿Por qué no habían llegado? ¿Se les pegaron las sábanas o estaban desayunando en la cancillería?”
El forense se acercó a la cama sin decir una palabra. El juez instructor, que iba de traje gris y corbata negra, se dejó caer en el sillón de la ventana, abrió su portafolios y sacó una libreta de tapas verdes. Meyer, que había logrado mantenerse firme durante la primera fase de la diligencia, entró al baño y vomitó en el escusado.
“Échate agua en la cara —gritó Ritter— y no me hagas quedar mal con los señores. ¿Estabas diciendo algo?”
“Sí —respondió el forense, un hombre bajito y cenizo que llevaba el gafete del partido en la solapa del guardapolvo— Tengo la impresión de que la mataron con un cuchillo de montañista. Tres puñaladas. Una en la carótida interna y dos en la externa. Lleva diez horas sin respirar y se la cogieron antes y después de darle el pasaporte. Tengo que abrirla.”
“¿Se puede?” dijo un muchacho que llevaba una cámara fotográfica colgada de un hombro.
“Una tanda completa” le ordenó el forense.
La habitación se iluminó con una ráfaga de destellos.
“Servidos —dijo el fotógrafo— ¿Algo más?”
“Nada” respondió el forense.
Ritter encendió un cigarro.
“¿Hablamos aquí o prefiere que vayamos a la sala?”
“Me da lo mismo —dijo el juez instructor— Va a ser una cosa breve.”
“Magnífico. Hablamos aquí y si hay algo que aclarar le preguntamos a la muerta. ¡Bruno!”
“Señor.”
“Baja