Con todo, no me di por satisfecho con la explicación así alcanzada. No obstante ser harto plausible, echaba de menos en ella una razón admisible de que la serie de excitaciones experimentadas por la sujeto y el conflicto de los afectos hubiesen conducido precisamente a la histeria. Así, pues, me preguntaba por qué todo ello no se había desarrollado dentro de los límites de la vida psíquica normal o, dicho de otro modo, qué era lo que justificaba la conversión dada en este caso y cuál la razón de que, en lugar de recordar constantemente la escena misma de referencia, prefiriese la paciente rememorar, como símbolo de su recuerdo, la sensación de dicha escena enlazada. Estas preguntas hubieran sido impertinentes y superfluas si se hubiese tratado de una histérica antigua, en la que tal mecanismo de conversión fuese habitual; pero nuestra paciente no había adquirido la histeria sino con ocasión de este trauma o, por lo menos, de este pequeño historial patológico.
Ahora bien: por el análisis de casos análogos sabíamos ya que en los casos de adquisición de la histeria es indispensable la existencia de una previa condición: la de que una representación sea expulsada voluntariamente de la consciencia (reprimida) y excluida de la elaboración asociativa .
En esta representación voluntaria veo también el fundamento de la conversión de la magnitud de excitación, sea parcial o total dicha conversión. La magnitud de excitación que no puede entrar en asociación psíquica encuentra, con tanto mayor facilidad, el camino equivocado, que conduce a una inervación somática. El motivo de la represión misma no podía ser sino una sensación displaciente, la incompatibilidad de una idea destinada a la represión con el acervo de representaciones dominantes en el yo. Pero la representación reprimida se venga haciéndose patógena.
Del hecho de que miss Lucy R. sucumbiese en el momento de referencia a la conversión histérica deduje, pues, la conclusión de que entre las premisas del trauma debía de existir una que la sujeto silenciaba o dejaba en la oscuridad voluntariamente, esforzándose por olvidarla. Enlazando su cariño a las niñas con su susceptibilidad con respecto a las demás personas de la casa, no cabía sino una sola interpretación, que tuve el valor de comunicar a la enferma: «No creo -le dije- que todas esas razones que me ha dado sean suficientes para justificar su cariño a las niñas. Sospecho más bien que está usted enamorada del padre, quizá sin darse cuenta exacta de ello, y que alimenta usted la esperanza de ocupar de hecho el puesto de la madre fallecida. De esto dependería también el haberse usted vuelto de repente tan susceptible con respecto a las demás personas de la casa, después de haber convivido pacíficamente con ellas varios años. Teme usted que descubran sus esperanzas y se burlen de ellas.»
A estas palabras mías respondió la sujeto con su habitual concisión: «Sí; creo que tiene usted razón.» «Y si sabía usted que amaba al padre de las niñas, ¿por qué no me lo ha dicho hasta ahora?» «No lo sabía hasta ahora, o, mejor dicho, no quería saberlo; quería quitármelo de la imaginación; no volver a pensar en ello, y creo que en estos últimos tiempos había llegado a conseguirlo».
«¿Por qué no quería usted confesar su inclinación amorosa? ¿Es que se avergonzaba usted de querer a un hombre?» «No; no soy tan ñoña como para eso, y sé muy bien que no somos responsables de nuestros sentimientos. Si algo me resulta penoso, era que se tratase de la persona que me tiene a su servicio, en cuya casa vivo y con respecto a la cual no me siento con tan plena independencia como ante cualquier otra. Y siendo yo una muchacha pobre y él un hombre rico y de familia distinguida, todo el mundo se reiría de mí si sospechase algo.»
Sin ninguna resistencia, me relata después el nacimiento de aquella inclinación. Durante el primer año de su estancia en la casa había vivido tranquilamente en ella dedicada al cumplimiento de sus deberes y exenta de todo deseo irrealizable. Pero una vez, el padre de sus educandas, hombre muy serio, constantemente ocupado en sus funciones de director de fábrica y que siempre había observado una gran reserva, inició con ella una conversación sobre las exigencias de la educación infantil, durante la cual se mostró más abierto y cordial que de costumbre, diciéndole cuánto contaba con ella para mitigar la orfandad de sus hijas mientras que en sus ojos se reflejaba un singular enternecimiento…
En este momento comenzó a amarle y a acariciar la esperanza que tal conversación había despertado en ella. Sólo al ver que aquel diálogo no tenía consecuencia alguna y que, contra sus esperanzas, no llegaba otro momento de igual carácter íntimo y cordial, decidió expulsar de su pensamiento sus amorosas imaginaciones. En la actualidad coincide conmigo en la hipótesis de que la ternura que observó en la mirada de su interlocutor durante la conversación mencionada era provocada por el recuerdo de su esposa muerta. Asimismo se da perfecta cuenta de que sus deseosamorosos son totalmente irrealizables.
Este mi diálogo analítico con la paciente no produjo en el estado de la misma la inmediata modificación fundamental de su estado que yo esperaba. Miss Lucy continuó quejándose de mal humor y depresión continuos. Sólo por las mañanas se sentía algo tonificada por una cura hidroterápica que hube de prescribirle. El olor a harina quemada, si bien no había desaparecido por completo, era ya más débil y menos frecuente, presentándose únicamente cuando la enferma se excitaba.
La persistencia de este símbolo mnémico me hizo suponer que integraba no sólo la representación de la escena principal relatada, sino la de otros pequeños traumas secundarios, y, por tanto, me dediqué a investigar todo aquello que pudiera hallarse en relación con la escena de la harina quemada, revisando los temas referentes a los disgustos domésticos de la sujeto, la conducta del abuelo de las niñas, etc.; investigación durante la cual fue haciéndose cada vez más rara la sensación olfativa de carácter subjetivo. Por esta época sufrió el tratamiento una larga interrupción, motivada por un recrudecimiento de la afección nasal de miss Lucy, siendo entonces cuando se descubrió que padecía una carie del etmoides.
Al volver a mi consulta me contó que, con ocasión de las fiestas de Navidad, había recibido numerosos regalos, y no sólo por parte del abuelo y el padre de las niñas, sino también del personal doméstico de la casa, como si todos quisieran reconciliarse con ella y borrar de su memoria los conflictos de los pasados meses. Pero esta pública muestra de afecto no le había causado impresión ninguna.
Habiéndole preguntado por el olor a harina quemada, me comunicó que había desaparecido por completo, pero sólo para ser sustituido por un olor a humo de tabaco, olor que ya antes percibía; pero que, mientras existió el de harina quemada, estaba dominado y casi oculto por él. Ahora surgía sin mezcla alguna y muy intenso .
No podía, pues, satisfacerme mucho el resultado de mi terapia. Tropezaba con aquel inconveniente que siempre se atribuye a toda terapia puramente sintomática, o sea el de no hacer desaparecer un síntoma sino para que otro ocupe su lugar. Sin embargo, emprendí con empeño la labor analítica encaminada a conseguir la supresión de este nuevo símbolo mnémico.
Pero esta vez no sabía la paciente de dónde podía provenir su sensación olfativa de carácter subjetivo, ni en qué ocasión importante había sido antes objetiva. «Todos los días fuman los señores en casa -me dijo-, y no puedo recordar ahora si en alguna ocasión importante para mí reinaba verdaderamente este olor que ahora me persigue.» No obstante, persistí en mi propósito e invité a la enferma a hacer un esfuerzo de memoria, auxiliándola yo por medio de la presión de mis manos sobre su frente. Ya indiqué antes que la sujeto pertenecía al tipo «visual», presentando así sus recuerdos una gran plasticidad. Bajo la presión de mi mano surgió, efectivamente, en la sujeto una imagen mnémica, vacilante y fragmentaria al principio. Tratábase del comedor de su casa, en el que esperaba, con las niñas, que los señores vinieran a almorzar. «Ahora estamos sentados todos en derredor de la mesa: los señores,la institutriz francesa, la gouvernante, las niñas y yo. Pero esto pasa todos los días.» «Siga usted mirando la imagen y la verá usted desarrollarse y detallarse.» «Es cierto; hay, además, un convidado: el jefe de contabilidad, un señor ya viejo, que quiere a las niñas como si fueran de su familia. Pero este señor viene muchas veces a almorzar