Así, pues, tomé por modelo este singular e instructivo experimento y decidí adoptar como punto de partida la hipótesis de que mi paciente sabía todo lo que había podido poseer una importancia patógena, tratándose tan sólo de obligarla a comunicarlo. De este modo, cuando llegábamos a un punto en el que a mis preguntas: «¿Desde cuándo padece usted este síntoma?», o «¿De dónde procede?», contestaba la sujeto: «No lo sé», adopté el procedimiento de colocar una mano sobre la frente de la enferma, o tomar su cabeza entre mis dos manos, y decirle: «La presión de mi mano despertará en usted el recuerdo buscado. En el momento en que las aparte de su cabeza verá usted algo o surgirá en usted una idea. Reténgalo usted bien, porque será lo que buscamos. Bien; ahora dígame lo que ha visto o se le ha ocurrido.»
Las primeras veces que empleé este procedimiento (no fue con miss Lucy R.) quedé yo mismo sorprendido de comprobar que me proporcionaba, realmente, lo buscado; y debo hacer constar que desde entonces no me ha fallado casi nunca, mostrándome siempre el camino que debía seguir mi investigación y haciéndome posible llevar a término todo análisis de este género sin necesidad de recurrir al sonambulismo. Poco a poco llegué a adquirir una tal seguridad, que cuando un paciente me manifestaba no haber visto nada ni habérsele ocurrido cosa alguna, le afirmaba rotundamente que no era posible. Seguramente habían tenido conocimiento de lo buscado, pero lo habían rechazado, no reconociéndolo como tal. Repetiríamos el procedimiento cuantas veces quisiesen y verían cómo siempre se les ocurriría la misma cosa. Los hechos me dieron siempre la razón. Lo que sucedía en estos casos es que los enfermos no habían aprendido aún a dejar en reposo su facultad crítica y habían rechazado el recuerdo emergente a la ocurrencia, considerándolos inaprovechables y creyendo se trataba de elementos extraños al tema tratado; pero en cuanto llegaban a comunicarlos, revelaban ser lo que se buscaba. Algunas veces, cuando la comunicación tenía efecto a la tercera o cuarta tentativa, manifestaba el sujeto que aquello se le había ya ocurrido la primera vez, pero que no había querido decirlo.
Este procedimiento de ampliar la consciencia supuestamente restringida resultaba harto penoso y, desde luego, mucho más que la investigación en el estado de sonambulismo, pero me hacía independiente de dicho estado y me permitía penetrar un tanto en los motivos de los que depende muchas veces el «olvido» de recuerdos. Puedo afirmar que este «olvido» es, con frecuencia, voluntario, pero que nunca se consigue sino aparentemente.
Más singular aún que este hecho me ha parecido el de que cifras y fechas aparentemente olvidadas hace mucho tiempo pueden también ser despertadas de nuevo por medio de un procedimiento análogo, demostrándose así una insospechada fidelidad de la memoria.
La limitación del campo en el que ha de llevarse a cabo la elección tratándose de cifras y fechas, nos permite apoyarnos en el conocido principio de la teoría de la afasia, de que el conocimiento es, como función de la memoria, menos importante que el recordar espontáneamente.
Así, pues, al paciente que no puede recordar en qué año, mes y día se desarrolló determinado suceso, le vamos diciendo sucesivamente los años de que puede tratarse, los nombres de los doce meses del año y las treinta y una cifras de los días del mes, asegurándole que al llegar la cifra verdadera se abrirán sus ojos automáticamente o sentirán que se trata de lo buscado. En la mayoría de los casos se deciden realmente los pacientes por una fecha determinada, y con gran frecuencia se ha podido comprobar, por notas tomadas en la época correspondiente, que la fecha de referencia había sido acertadamente reconocida. Otras veces, y con otros enfermos, la conexión de los hechos recordados demostró que la fecha hallada por el procedimiento descrito era, indiscutiblemente, la buscada. El paciente recordaba, por ejemplo, que la tal fecha correspondía al cumpleaños de su padre, y agregaba luego: «Claro, y precisamente porque ese día era el cumpleaños de mi padre esperaba yo que sucediese tal y tal cosa (el suceso sobre el que recaía en aquellos momentos el análisis). »
No puedo aquí sino rozar este tema. La conclusión que de todo esto deduje fue que los sucesos importantes, desde el punto de vista patógeno, con todas sus circunstancias accesorias, son fielmente conservados por la memoria, aun en aquellos casos en los que parecen olvidados y carece el enfermo de la facultad de recordarlos.
Después de esta larga pero indispensable digresión, volvemos al historial de miss Lucy R. Las tentativas de hipnotizarla no llegaban a provocar en ella el estado de sonambulismo, sino un simple estado de influjo más o menos ligero, en el que permanecía tranquilamente echada sobre un diván, con los ojos cerrados, expresión algo rígida e inmovilidad casi completa. Preguntada si sabía en qué ocasión advirtió por vez primera el olor a harina quemada, respondió: «IYa lo creo! Fue, aproximadamente, hace dos meses, dos días antes de mi cumpleaños. Me hallaba con las dos niñas de las que soy institutriz en su cuarto de estudio y jugábamos a hacer una comidita en un hornillo preparado al efecto, cuando me entregaron una carta que el cartero acababa de traer. Por el sello y la letra del sobre reconocí que la carta era de mi madre, residente en Glasgow, y me dispuse a abrirla y leerla. Pero las niñas me la arrebataron, gritando que seguramente era una felicitación por mi cumpleaños y que me la reservarían para ese día. Mientras jugaban así, dando vueltas en derredor mío, se difundió por la habitación un fuerte olor a harina quemada. Las niñas habían abandonado su cocinita, y una pasta de harina, que estaba al fuego, había comenzado a achicharrarse. Desde entonces me persigue este olor sin dejarme un solo instante y haciéndose más intenso cuando estoy excitada.» «¿Ve usted ahora claramente ante sí esa escena que me acaba de contar?» «Con toda claridad, tal y como se desarrolló.» «¿Y cómo explica usted que la impresionase tanto?» «Me impresionó el cariño que las niñas me demostraban en aquella ocasión.» «¿No se mostraban siempre así con usted?» «Sí; pero precisamente en aquel momento en que recibía carta de mi madre…» «No comprendo por qué la carta de su madre y el cariño de las niñas habían de formar un contraste, como parece usted indicar con sus palabras.» «Es que tenía intención de volverme a Inglaterra con mi madre, y me costaba trabajo abandonar a las niñas, a las que quiero mucho.» «¿Por qué pensaba usted irse con su madre? ¿Es que vive sola y la había llamado a su lado? ¿O estaba enferma por entonces y esperaba usted noticias suyas?» «No; está delicada, pero no precisamente enferma, vive con otra señora.» «Entonces, ¿por qué pensaba usted dejar a las niñas?» «Porque mi posición en la casa era un tanto difícil. El ama de llaves, la cocinera y la institutriz francesa, suponiendo que yo trataba de salirme de mi puesto, tramaron en contra mía una pequeña conjura, yendo a contar al abuelo de las niñas toda clase de chismes en perjuicio mío, y cuando, por mi parte, acudí a él y al padre de mis educandas en queja contra tales maquinaciones, no encontré en ellos el apoyo que esperaba. Viendo esto, presenté mi dimisión al padre, el cual me rogó afectuosamente que reflexionara sobre tal extremo un par de semanas y le comunicara entonces mi resolución definitiva. En estas vacilaciones, pero casi decidida a abandonar la casa, me hallaba cuando sucedió la escena relatada. Después he resuelto quedarme.» «Y aparte de su cariño a las niñas, ¿no había algo más que la retuviese a su lado?» «Sí; su madre era pariente lejana de la mía, y en su lecho de muerte me hizo prometerle que velaría por sus hijas, no separándome jamás de su lado y sustituyéndola cerca de ellas. Al despedirme de la casa habría, pues, faltado a mi promesa.»
Con esto parecía quedar terminado el análisis de la sensación olfativa de carácter subjetivo. Esta sensación había sido, pues, en un principio, objetiva, como yo había supuesto, hallándose íntimamente enlazada con un suceso, una pequeña escena en la cual habían entrado en conflicto afectos contrarios, el sentimiento de abandonar a las niñas y los disgustos que a ello la impulsaban. La carta de su madre hubo de recordarle los motivos de tal resolución, puesto que al dejar la casa pensaba irse con ella. El conflicto de los afectos había elevado el momento a la categoría de trauma, y la sensación olfativa con él enlazada había perdurado como símbolo de dicho trauma. Quedaba aún por aclarar por qué razón había elegido la enferma para símbolo de trauma, y entre