En las noches claras, bajo el brillo sin calor de la luna sin vida, el barco taciturno revestía el aspecto falso de un reposo que ninguna pasión hubiera podido turbar, de un reposo semejante a aquél con que el invierno apacigua a la tierra. Una larga faja de oro cruzaba el negro disco del mar. Ecos de pasos turbaban el silencio de las cubiertas. El claro de luna cubría el aparejo de una niebla de escarcha, y las velas blancas figuraban como resplandecientes de nieve inmaculada. En la magnificencia de esos rayos fantasmales el barco aparecía puro como una visión de belleza ideal, ilusorio como un tierno sueño de paz y de serenidad. Y nada en él era real, nada era distinto ni sólido como no fuesen las sombras pesadas que se movían, incesantes y mudas, sobre sus cubiertas, más negras que la noche y más inquietas que los pensamientos de los hombres.
Herido y solitario, Donkin rondaba entre las sombras, pensando que Jimmy tardaba demasiado en morir. Aquella tarde, un momento antes de que se hiciera de noche, el vigía había señalado tierra, y el patrón, a tiempo que ajustaba los tubos de su anteojo de larga vista, había hecho observar con un tono de tranquila amargura a mister Baker que, después de haber luchado pulgada a pulgada contra los vientos contrarios para llegar hasta las Azores, ya no se podía esperar otra cosa distinta a un período de calma chicha. El cielo estaba claro, alto el barómetro. Con el sol cayó la brisa ligera y un enorme silencio, heraldo de una noche sin viento, descendió sobre las aguas recalentadas del océano. Mientras fue de día, la tripulación, reunida en la proa, contempló bajo el cielo oriental la isla de Flores, que levantaba sus contornos irregulares y rotos por encima del liso espacio del mar, como una ruina sombría dominando soledades desérticas. Era la primera tierra que veían desde hacía cerca de cuatro meses. Charley se hallaba muy excitado y, entre la indulgencia general, se tomaba libertades con sus superiores. Marineros gozosos sin saber por qué, hablaban en grupos, estirando los desnudos brazos. Por primera vez durante la travesía, la existencia ficticia de Jimmy pareció olvidada por un momento frente a la realidad palpable. ¡A pesar de todo, estábamos a vista de tierra! Belfast discurría, citando casos imaginarios de cortos viajes de regreso efectuados apenas se anunciaban las islas:
—Las pequeñas goletas fruteras lo hacen en cinco días —afirmaba—. ¿Qué se necesita? Un poco de buena brisa, y eso es todo.
Archie sostuvo que al menos se necesitaban siete días, y discutieron amistosamente con toda clase de injurias. Knowles declaró que ya olfateaba el puerto y, haciendo un pesado movimiento sobre su pierna demasiado corta, se echó a reír desaforadamente. Un grupo de canosos lobos de mar miró largo tiempo sin decir nada ni cambiar la impresión absorta de sus rasgos duros. Uno dijo de repente:
—Londres no está ya lejos.
—Apuesto que la primera noche que pase en tierra me regalaré de cena un bistec con cebollas…
—Y una pinta de cerveza.
—Un tonel, dirás —chilló alguno.
—Huevos y jamón tres veces al día. He aquí cómo comprendo la vida —gritó una voz alegre.
Hubo un tumulto, murmullos de aprobación, ojos encandilados, mandíbulas que chocaban sobre risitas nerviosas. Archie sonreía reservadamente a sus pensamientos. Singleton subió sobre cubierta, lanzó una mirada distraída y volvió a bajar sin pronunciar palabra, como hombre que ha visto Flores un número incalculable de veces. La noche que llegaba del Este borró del cielo límpido la mancha violeta de la isla montuosa.
—Calma chicha —dijo alguien tranquilamente.
El animado murmullo de los coloquios vaciló un momento y cesó; los grupos se deshicieron; los hombres se separaron uno a uno, cada cual por su lado, y bajaron las escalas con paso lento, grave el rostro, como desembriagados por ese recordatorio de su dependencia de lo invisible. Y cuando una gran luna amarilla subió dulcemente por encima de la línea claramente delineada del horizonte iluminado, encontró al barco envuelto en un silencio de alientos suspendidos, pareciendo dormir profundamente, sin sueños, sin temor, sobre el seno de un mar adormecido y terrible.
Donkin maldecía la paz, el barco, el mar que, extendiéndose por todas partes, se perdía en el silencio ilimitable de toda la creación. Se sentía bruscamente requerido por agravios no mitigados. Habían podido domeñarlo por la fuerza bruta, pero su dignidad herida continuaba siendo indomable y nada podía cicatrizar las heridas de su amor propio lacerado. He aquí la tierra ya, el puerto próximo, una mísera paga que cobrar, sin ropas… sería menester volver de nuevo al trabajo duro. ¡Qué ofensivo era todo! La tierra. La tierra que toma y bebe la vida de los marineros enfermos. Y ese negro provisto de dinero, de ropas, con tiempo de sobra… y que no quería morir. La tierra bebía la vida… ¿Era eso verdad? La tentación de ir a verlo le mordió de repente. Puede que ya… ¡Qué suerte sería! En el cofre del pobre diablo había dinero. Surgió alerta de las sombras al claro de luna y, al mismo tiempo, su rostro, hambriento, de amarillo que era se volvió lívido. Abrió la puerta del camarote y sintió una conmoción. Seguramente Jimmy estaba muerto. No se movía más que una efigie yacente con las manos unidas sobre la tapa de un sepulcro de piedra. Donkin abrió desmesuradamente sus ojos, que quemaban. Entonces Jimmy, sin moverse, parpadeó y Donkin sintió una nueva conmoción. Aquellos ojos lo impresionaban a pesar de todo. Cerró la puerta tras de sí, con minucioso cuidado, sin apartar de James Wait su mirada intensamente fija, como si hubiese entrado allí desafiando un gran peligro para confiar un secreto de sorprendente valor. Jimmy no hizo un movimiento, pero deslizó con el rabillo del ojo una mirada lánguida.
—¿Calma? —preguntó.
—Sí —dijo Donkin profundamente decepcionado, y se sentó sobre el cofre.
Jimmy respiraba con calma. Estaba acostumbrado a visitas semejantes a todas horas del día y de la noche. Los hombres se sucedían en su camarote. Elevaban sus voces claras, pronunciaban palabras de contento, repetían viejas bromas, lo escuchaban al hablar; y cada uno, al salir parecía dejar tras de sí un poco de su propia vitalidad, abandonar un poco de su propia fuerza en prenda de la renovada seguridad de vida que llevaba consigo, de vida indestructible. A nuestro enfermo no le gustaba quedarse solo en su camarote, porque, a solas, le parecía no estar del todo allí. No tenía nada. No sufría. Estaba perfectamente. Pero no gozaba de ese bienestar apaciguado mientras no hubiese allí un testigo que se diese cuenta. Ése serviría tan bien como otro cualquiera. Donkin lo observaba solapadamente.
—Bien pronto estaremos en casita —observó Wait.
—¿Por qué te tragas las palabras? —preguntó Donkin con interés—. ¿No puedes hablar fuerte?
Jimmy pareció contrariado y durante un rato no dijo nada; luego, con una voz neutra, inanimada, sin timbre:
—No tengo necesidad de gritar; tú no eres sordo por lo que sé.
—Seguro que oigo tan bien como cualquier otro —contestó Donkin en voz baja, fija la mirada en el suelo; pensaba tristemente en retirarse cuando Jimmy habló de nuevo.
—Ya es tiempo de llegar… de comer a la medida del hambre… Yo siempre tengo mucha hambre…
Donkin sintió crecer su cólera repentinamente:
—¿Qué diré yo? —Silbó—. También yo tengo hambre y obligación de trabajar. ¡Hambre tú!
—Tu trabajo no te matará —comentó Wait débilmente—. En la litera de abajo hay un par de galletas. Ahí debajo. Coge una. Yo no puedo comerlas.
Donkin se sumergió entre las dos literas, buscó en un rincón y reapareció con la boca llena. Sus mandíbulas funcionaban con ardor. Jimmy parecía dormir con los ojos abiertos. Donkin terminó su galleta