—¡El timón al viento! —ordenó el capitán—. Corra usted, mister Creighton, a ver qué le sucede a ese imbécil.
—¡Bordead los foques a raso! ¡Preparaos a derivar del lado del viento! —gritó mister Baker.
Sorprendidos, los hombres corrían prestamente repitiendo las órdenes. El cuarto relevado, abandonado por el cuarto de servicio, derivó hacia el castillo de proa en grupos de dos y tres, entre una gritería de discusiones ruidosas.
—Mañana lo veremos —gritó una voz gruesa como para cubrir con una insinuación de amenaza una retirada sin gloria.
Luego sólo se oyeron las órdenes, la caída de los pesados rollos de cuerdas, el choque de las poleas. La cabeza de Singleton parecía revolotear en la noche, por encima de la cubierta, como un pájaro fantasma.
—Ya marcha, sir —gritó mister Creighton desde la popa.
—Pleno de nuevo.
—Perfectamente…
—Largad lentamente las escotas de foque. Arrollad los cordajes —gruñó mister Baker atareado.
Poco a poco se extinguieron los ruidos de pasos, los coloquios de voces confusas, y los oficiales, reunidos en la popa, discutieron los acontecimientos. Mister Baker gruñía en el desorden de sus pensamientos. Mister Creighton rabiaba a pesar de su sangre fría aparente; pero el capitán Allistoun continuaba tranquilo y reflexivo. Escuchaba la dialéctica mezclada de gruñidos de mister Baker, las intervenciones y severas observaciones de Creighton, en tanto que, fijos los ojos en la cubierta, sopesaba la cabilla de hierro que un momento antes pasara a dos dedos de su cabeza, como si viese en ella el único hecho tangible de todo el asunto. Era el capitán Allistoun uno de esos capitanes que hablan poco, que parecen no oír nada ni mirar a nadie, y que lo saben todo, oyen el menor murmullo y ven cada sombra fugitiva de la vida de su barco. La alta estatura de sus dos oficiales dominaba su silueta, corta y delgada; mostraban su confusión, su sorpresa, su cólera, en tanto que, entre ambos, el hombrecito tranquilo parecía extraer su serenidad taciturna de las profundidades de una más vasta experiencia. En el castillo de proa ardían algunas luces; de vez en cuando, una ruidosa ráfaga de discusiones y garlas barría las cubiertas, disipándose prontamente como si en su inconsciencia el barco, deslizándose dulcemente a través de la gran paz marina, hubiera dejado para siempre tras de sí toda la locura y rencor de la turbulenta humanidad. Pero eso se repetía de rato en rato. Brazos gesticulantes, perfiles de rostros boquiabiertos, aparecían por instantes en los marcos iluminados de las puertas; y negros puños cerrados que avanzaban un momento para retroceder en seguida…
—Sí, es insufrible tener que sufrir semejante escándalo sin haberlo provocado —convino el patrón.
Un tumulto de aullidos subió a la luz y cesó de repente… No creía que aquello se agravase por el momento… Tocaron una campana a popa; otra le respondió a proa con un tono más grave y el clamor del metal sonoro se difundió en torno del barco en un círculo de amplias vibraciones que se perdieron en la sombra y el vacío inconmensurables del mar… ¡Qué bien los conocía él! ¡Claro! En el curso de tantos años… Hombres mejores eran aquéllos… Verdaderos hombres con los que podía contarse en los peores momentos. Peores que demonios también algunas veces… peores que todos los diablos cornudos del infierno. ¡Puah! ¿Éstos? Nada… Erraron el tiro más de una, milla…
El timonel fue relevado como de costumbre.
—Cerca y pleno —dijo en voz muy alta el hombre que partía.
—Cerca y pleno —repitió el otro empuñando las cabillas.
—Viento contrario he dicho —gritó el patrón, pateando a impulso de una cólera súbita—. ¡Viento contrario! Todo lo demás no es nada.
Un momento después había recobrado su serenidad.
—Señores, ténganlos ustedes esta noche en movimiento constante; que sientan que los tenemos a todo momento en nuestras manos; suavemente, claro está. Usted, Creighton, cuidado con los juegos de manos. Mañana les hablaré como un «tío de Holanda». ¡Cochino hato de caldereros! Podría contar los buenos marineros que hay entre ellos con los dedos de una mano.
Se detuvo.
—Apuesto, mister Baker, a que usted creyó que yo me mandaba mudar.
Se golpeó la frente con el dedo, riendo brevemente.
—Cuando le vi allí de pie, más que medio muerto, con las tripas retorcidas por el miedo, todo negro en medio del corro de boquiabiertos que le contemplaban, sin valor para enfrentarse a lo que nos espera a todos, se me vino la idea de repente a la cabeza, antes de tener tiempo para reflexionar. Lo compadezco como se compadece a una bestia enferma. ¡Difícilmente criatura alguna tuvo más mortal terror a la muerte…! Pensé que era mejor dejarlo seguir su juego. Fue una especie de impulso. Jamás me pasó por la cabeza la idea de que esos idiotas… ¡Hum! Naturalmente, ahora no voy a volver a lo mismo.
Guardó en el bolsillo la cabilla, pareciendo avergonzarse de aquella súbita expansión, y agregó luego perentoriamente:
—Si volvéis a pescar a Podmore en trance evangélico, decidle que le haré dar una ducha con las bombas. Ya una vez tuve que hacerlo. El buen hombre sufre de cuando en cuando estas crisis. Buen cocinero, a pesar de todo.
Se alejó rápidamente, regresando a la lumbrera. Bajo la luz de las estrellas, los dos oficiales le seguían con sus ojos estupefactos. Descendió tres escalones y, cambiando de tono, habló con la cabeza casi a ras de la cubierta.
—No me acostaré esta noche en caso de que suceda algo más; llamadme si… ¿Vio usted los ojos de ese negro enfermo, mister Baker? Creo que me suplicaba. ¿Qué? Ya nada se puede hacer. Ese pobre diablo negro, absolutamente solo en medio de todos nosotros, me miraba como si hubiese visto el infierno y todos sus demonios a mi espalda. ¡Miserable Podmore! Al menos que muera en paz. Después de todo, soy el amo aquí. Digo lo que me da la gana. Que se quede donde está. Creo que alguna vez fue la mitad de un hombre… Vigilad bien.
Desapareció en las profundidades del barco, dejando a los dos oficiales, que se miraban uno a otro, más impresionados que si hubiesen visto a una estatua de piedra verter una lágrima de compasión milagrosa sobre las incertidumbres de la vida y de la muerte.
Bajo la neblina azul en que se confundían las espirales de humo despedidas por los hornillos de las pipas, el castillo de proa parecía más vasto que un gran salón. Entre las vigas del techo se había estancado una nube densa; y las lámparas nimbadas por halos brillaban —llama muerta, privada de rayos—, en el centro de una aureola violeta. En más densas nubes ondulaban coronas de humo. Los hombres se hallaban tirados por el suelo, sentados en posturas negligentes o, doblada la rodilla y apoyado un hombro en el muro, se mantenían en pie. Los labios se movían, brillaban los ojos, los brazos agitados formaban remolinos en las capas de humo. El cuarto relevado, en camisa, midiendo de lado a lado la habitación con sus largas piernas blancas, parecía un rebaño de sonámbulos frenéticos; entretanto, de rato en rato, uno de los hombres del cuarto de guardia entraba bruscamente, pareciendo extrañamente recargado de ropas, escuchaba un momento, arrojaba la luz una frase rápida y se precipitaba fuera de nuevo; pero algunos permanecían cerca de la puerta, fascinados, con un oído tendido hacia la cubierta.
—¡Hay que resistir, muchachos! —rugía Davis.
Belfast trataba de hacerse oír. Knowles se reía sarcástica y lentamente, con una expresión atontada. Un hombrecillo de espesa barba bien afeitada aullaba periódicamente:
—¿Quién tiene miedo? ¿Quién tiene miedo?
Otro saltó, fuera de