— Oye, viejo, pero tú promovías un escándalo de mil demonios aquí dentro —observó Archie pensativamente.
—¡Toma, con el condenado bullicio que hacíais vosotros encima!… Lo bastante para espantar a cualquiera… Yo no sabía lo que os proponíais hacer… Hundir las condenadas tablas…, mi cabeza… Precisamente lo que hubiera hecho un trabajo de imbéciles y cobardes… ¡Para lo que me ha servido! Tanto hubiera valido… ahogarse… ¡Puah!
Gimió, castañetearon sus anchos dientes blancos y miró ante sí con desdén. Belfast levantó los ojos, doloridos, con una sonrisa llena de ternura desgarrada, y crispó los puños a escondidas; Archie, el de los ojos azules, acarició sus patillas rojas con mano vacilante; el contramaestre echó un vistazo desde la puerta y bruscamente se retrajo soltando una sonora carcajada. Wamibo soñaba… Donkin palpó su mentón en busca de los raros pelos que lo adornaban y dijo triunfalmente, deslizando una mirada oblicua en dirección a Jimmy:
—Miradle. Quisiera estar la mitad de bien que él, palabra.
Levantando su corto pulgar por encima del hombro, señaló la parte posterior del barco.
—He ahí un bonito modo de meter en cintura a aquéllos —chilló con tono forzado de buen humor.
—No seas idiota —dijo Jimmy con voz afable.
Knowles, frotándose el hombro, observó finamente:
—No podemos hacernos pasar todos por enfermos. Eso seria la rebelión.
—¡La rebelión! Vamos —dijo Donkin sarcástico—. No hay reglamento que prohíba estar enfermo.
—Seis semanas de lo duro le atizan al que se niegue a obedecer —replicó Knowles—. Recuerdo una vez, en Cardiff, la tripulación de un barco demasiado cargado. Digo demasiado cargado… pero resulta que un viejo gentleman con aires de papá, una barba blanca y un paraguas llegó a lo largo del muelle y habló a los hombres. Les dijo que era una crueldad, un acto de barbarie el exponerlos a ahogarse en invierno por unas cuantas libras de más que se ganaría el armador, eso les dijo. Lloraba casi, sin bromas, aparejado como estaba con su levita como un barco con su vela mayor y con un sombrero más alto que las gavias de botavara, correctísimo. Y los muchachos dijeron que no querían ahogarse en invierno, contando con que aquel buen señor testimoniaría en su favor. Pensaban correr una bonita juerga y dos o tres días de jarana. Y lo que ganaron fueron seis semanas, visto que el barco no estaba cargado con exceso. Al menos, eso fue lo que les hicieron creer a los jueces. No había un solo barco demasiado cargado, ni uno solo, en los docks de Penarth. Parece que ese viejo marrullero estaba a sueldo de algunas buenas personas, con encargo de buscar por todas partes barcos demasiado cargados. Pero no veía más allá de la contera de su paraguas. Algunos de los muchachos que viven en la pensión a la que voy cuando estoy en Cardiff esperando embarcarme, querían darle un baño en el dock al viejo llorón. Le preparamos bien la emboscada, pero apenas salía del tribunal desaparecía a velas desplegadas… Sí, sí, seis semanas de lo duro…
Los hombres escuchaban llenos de curiosidad, meneando, durante las pausas, sus rudas caras soñadoras.
En una o dos ocasiones, Donkin abrió la boca, pero se contuvo.
Jimmy continuaba extendido, abiertos los ojos y sin interesarse lo más mínimo. Un marinero dio su parecer de que, después de un veredicto manchado por la más atroz parcialidad, «los condenados jueces van a beberse una copa a cuenta del patrón». Otros confirmaron el aserto. Aquello, naturalmente, estaba claro.
Donkin dijo:
—Bien, ¿y qué? Seis semanas no es nada del otro mundo. Arrestado, sabe uno al menos que duerme toda la noche. Sus seis semanas las aguantaría yo de cabeza.
—Estás acostumbrado, ¿verdad? —preguntó alguien.
Jimmy condescendió a sonreír, cosa que puso a todo el mundo de buen humor. Con sorprendente agilidad de espíritu, Knowles cambió de terreno.
—Y si nos hiciésemos pasar todos por enfermos, ¿qué sería del barco, eh?
Planteó el problema y rió a la redonda.
—Que se vaya al diablo —gruñó Donkin—. No es nuestro.
—¿Qué? ¿Dejarlo a la deriva? —insistió Knowles con tono incrédulo.
—Sí, a la deriva ¡y que se hunda! —afirmó Donkin con magnífica displicencia.
El otro, sin pensar en su respuesta, seguía meditando.
—Los víveres desaparecerían… —murmuraba—. Jamás se llegaría a ninguna parte… Y lo que es peor, ¿qué haríamos los días de paga?
Con estas últimas palabras su voz recobró la seguridad.
—Qué, Jack, te gusta un buen día de paga, ¿verdad? —exclamó un oyente sentado en el umbral.
—Claro, como que entonces las chicas le echan un brazo al cuello y el otro a la bolsa, y lo llaman «patito mío». ¿No es así, Jack?
—Jack, eres la perdición de las chicas.
—Coge a tres a un tiempo a remolque como uno de esos grandes remolcadores de Watkins con tres goletas a la vez.
—Jack, eres un patizambo de la peor especie.
—Jack, cuéntanos la historia de aquella que tenía un ojo negro y otro azul.
—Pues no es lo que menos abunda por esas calles, chicas con un ojo negro…
—No, ésta es una aparte, desembucha, Jack…
Donkin miraba severamente, disgustado: Jimmy bostezaba; un lobo de mar canoso movió la cabeza ligeramente y sonrió a la cazoleta de su pipa, discretamente divertido. Knowles, aturdido, no sabiendo con quién entendérselas, balbuceaba a derecha e izquierda:
—No… ¡Nunca…! Con vosotros no se puede hablar sensatamente… Siempre de broma…
Se retiró púdicamente, refunfuñando y satisfecho. Los hombres reían estruendosamente bajo la luz cruda, en torno del lecho de Jimmy, donde, sobre la almohada blanca, su rostro, negro y hundido, se movía sin cesar. Una racha de viento llegó, hizo chisporrotear la llama de la lámpara, y fuera, en lo alto, se agitaron las velas en tanto que, muy cerca, la polea de mesana chocaba con un golpe sonoro contra el pavés de hierro.
Una voz lejana gritó: «¡El timón al viento!». Otra voz menos distinta respondió: «¡Al viento toda!». Los hombres callaron, esperando. El marinero del pelo gris golpeó su pipa contra el umbral de la puerta y se puso en pie. El barco se inclinó blandamente y el mar, como si despertase, se quejó con un suspiro amodorrado. «Se levanta un poco de viento», dijo alguien quedamente. Jimmy se volvió con lentitud para hacer frente a la brisa. En la noche, la voz alta e imperiosa ordenó: «Bordead la cangreja». El grupo reunido ante la puerta desapareció de la zona de luz. No se oyó más que el ruido de sus botas alejándose hacia la popa, en tanto que repetían con diversas entonaciones: «¡Bordead la cangreja…! ¡Bordead…!».
Donkin se quedó solo con Jimmy. Hubo un silencio. Jimmy abrió y cerró los labios varias veces como para tragar bocanadas de aire fresco; Donkin, moviendo los dedos de su pie desnudo, los examinaba absorto.
— ¿No irás a echarles una mano allá arriba? —preguntó Jimmy.
—No, si no son capaces seis de bordear su maldita y podrida cangreja, no valen el pan que comen —respondió Donkin con voz de distracción y fastidio que parecía subir del fondo de un pozo.
Jimmy consideró aquel perfil cónico, de pico de pájaro, con una especie de interés