Después de algún tiempo, se vio aparecer a los gavieros al extremo del castillo de proa, uno a uno, en posturas peligrosas; suspendidos de la batayola, trepando por encima de las anclas, abrazando la cabeza del molinete o anudando los brazos en torno del cabrestante. Sin detenerse, con extrañas contorsiones, agitaban los brazos, se arrodillaban, se tendían sobre el vientre, luego se levantaban tambaleantes, como si se aplicasen con todas sus fuerzas a arrojarse por la borda. De repente, un pequeño trozo de tela blanca ondeó entre ellos, creció palpitando al viento. Su estrecha punta subió a sacudidas, y por fin se irguió triangular y henchida bajo el sol.
—¡Ya está! —gritaron a popa.
El capitán desató la cuerda anudada a su muñeca y se precipitó de cabeza a sotavento. Se le vio alargando los brazos hacia atrás, en tanto que la resaca de las olas lo inundaba.
—¡Bracead en cuadro la verga mayor! —Nos gritó desde abajo, mientras le mirábamos sorprendidos.
Vacilamos.
—¡La gran braza, vosotros! ¡Halad, halad de cualquier modo! Tendeos de espaldas y halad —aulló, casi sumergido debajo de nosotros.
No creíamos posible maniobrar la gran verga, pero los más fuertes y los menos desalentados procuraron obedecer. Los demás miraban tímidamente. Al empuñar de nuevo las cabillas de la rueda, los ojos de Singleton llamearon de repente. El capitán Allistoun regresó, luchando contra el viento.
—¡Halad, muchachos! Tratad de moverla. ¡Halad, ayudemos al barco!
Los músculos se estremecían en su rostro duro, encendido de cólera.
—¿Se mueve, Singleton?
—Todavía no, sir —chilló la voz horriblemente ronca del viejo marinero.
—Atención al timón, Singleton —gritó el patrón, escupiendo el agua salada—. ¡Halad, muchachos! ¿No tenéis más fuerzas que una nidada de ratas? ¡Halad, ganaos el pan!
Mister Creighton, tendido de espaldas, la pierna hinchada y el rostro blanco como una hoja de papel, entrecerró los ojos, crispando los labios, azulencos. En su loca precipitación, los hombres agarraban sus vestidos, hollaban su pierna herida, se arrodillaban sobre su pecho. Él permanecía perfectamente inmóvil, apretando los dientes sin un gemido, sin un suspiro. El ardor del capitán, los gritos de este mudo nos contagiaron su valor. Halamos, agarrados en racimo a la cuerda. Oímos al patrón declarar violentamente a Donkin, que yacía, abyecto, tendido de bruces:
—Si no agarras la cuerda, te rompo la cabeza con esta cabilla.
Y aquella víctima de la injusticia humana, descarada y cobarde, gimió, en tanto que con un impulso desesperado se agarraba de la cuerda:
—¿Es que nos van a asesinar ahora?
Los hombres jadeaban, gritaban, silbaban palabras sin ilación, gemían.
Las vergas se movieron, salieron lentamente cuadradas contra el viento que cantaba sonoro en sus puntas.
—Nos movemos, sir —gritó Singleton—, el barco marcha.
—¡Una vuelta a esa braza! —clamó el patrón.
Mister Creighton, sofocado casi e incapaz de un movimiento, hizo un esfuerzo inmenso y consiguió fijar la cuerda con la mano izquierda.
—¡Amarrada! —gritó alguien.
Mister Creighton cerró los ojos como si desfalleciese, en tanto que, agrupados en torno de la gran braza, acechábamos con ojos espantados lo que iba a hacer el barco.
Lentamente se puso en movimiento, cual si se hallase tan fatigado y desalentado como los hombres que llevaba a bordo. Se dejó llevar muy gradualmente —nos sofocábamos a fuerza de contener la respiración—, y tan pronto como el viento lo cogió de popa, se decidió y partió entre el palpitar de nuestros corazones. Espantaba verlo, hundido a medias, comenzando a andar y a arrastrar a través del agua su flanco sumergido. La mitad inferior de la cubierta se llenó de remolinos y de torbellinos locos; y la larga línea de la batayola hundida aparecía por intervalos, dibujada en negro entre el aborregamiento de un campo de espuma, tan deslumbrante y pálido como un campo de nieve. También el viento susurraba en las berlingas; y al menor balanceo esperábamos que el barco se escapase bajo nuestros cuerpos yacentes, deslizándose oblicuamente al abismo. Una vez el viento a su costado, el barco esbozó su primera tentativa por enderezarse y nosotros lo estimulamos con un aullido débil y discordante. Una ola enorme, llegando por la popa, curvó por un momento sobre nosotros su cresta suspendida antes de derrumbarse sobre la bóveda y de extenderse de un extremo a otro en una vasta sábana de espuma bullente. Dominando su feroz silbido, oímos la ronca voz de Singleton que anunciaba:
—Obedece al timón.
Tenía los pies firmemente clavados y la rueda volteaba rápida a medida que él aflojaba la barra para aliviar al barco.
—¡Viento al anca de babor, y a la vía! —ordenó el patrón, irguiéndose sobre sus piernas vacilantes, el primero en pie del grupo postrado que formábamos.
Una o dos voces gritaron animadamente:
—¡El barco se endereza!
Hacia proa, muy lejos, mister Baker y otros tres hombres recortaban sus siluetas erguidas y negras sobre el cielo claro, levantados los brazos y abiertas las bocas como si gritasen todos al mismo tiempo. El barco retembló tratando de levantar su flanco, volvió a caer, pareció renunciar hundiéndose flojamente, y luego de repente, con un salto inesperado, se arrojó violentamente a barlovento como si se arrancase de una atadura mortal. Todo el enorme volumen de agua levantado por la cubierta se precipitó de un solo golpe hacia estribor. Se oyeron crujidos sonoros. Las portas de hierro hundidas retumbaron bajo golpes estruendosos. El agua se precipitó por encima de la batayola de estribor con el impulso de un río franqueando un dique. El mar de la cubierta y las olas de uno y otro lado se mezclaron con un clamor ensordecedor. El barco se bamboleaba violentamente. Nos levantamos para ser bamboleados inmediatamente y abatidos como pingajos impotentes. Rodando sobre sí mismos, los hombres se desgañitaban.
—¡La camareta va a salir por la borda! ¡El barco se desprende!
Levantado por una montaña líquida, el barco se dejó llevar un momento, en tanto que el agua brotaba a borbotones por todas las aberturas de sus flancos maltrechos. Habían sido arrebatadas o arrancadas de sus cabillas las brazas de sotavento, todas las pesadas vergas de proa oscilaban de banda a banda con una espantable velocidad a cada balanceo. Los hombres que se hallaban allí, aparecían agazapados aquí y allá, dirigiendo miradas de terror a las temibles berlingas que volteaban encima de ellos. A través del claro sol, sobre el resplandeciente tumulto de las olas, el barco corría ciego, desgreñado, en línea recta, como si huyese para salvar su vida; y sobre la toldilla, nosotros girábamos, vacilábamos, extraviados y bulliciosos. Hablábamos todos a la vez, con una cháchara débil, con rostros de enfermos y ademanes de maniáticos. Los ojos brillaban, grandes y turbios, encima de la sonrisa de los rostros flacos que parecían espolvoreados con tiza. Pateábamos, aplaudíamos, sintiéndonos dispuestos a saltar, a hacer cualquier maniobra, apenas capaces, en realidad, de tenernos en pie. El capitán Allistoun, duro y delgado, gesticulaba locamente hacia mister Baker desde lo alto de la toldilla.
—¡Asegurad las vergas de mesana! ¡Aseguradlas lo mejor que podáis!
Sobre cubierta, los hombres, excitados por esos gritos, se precipitaban al azar, con la espuma hasta las caderas. Apartado, en la popa y solo cerca del timón, el viejo Singleton había recogido deliberadamente su blanca barba bajo el botón de arriba de su impermeable reluciente. Balanceado sobre el estruendo y el tumulto de las olas, con toda la longitud devastada del barco proyectada en el balanceo de una huida desesperada ante sus viejos ojos fijos, permanecía rígidamente inmóvil, olvidado de todos, atento el rostro.