—¡Cochino negro!
La lengua de Wamibo colgaba de excitación, en tanto que Archie, intrépido y sereno, ponía en cada probabilidad de avance toda la clarividencia de su sangre fría.
Una vez encima de la camareta, soltáronse uno tras otro y cayeron pesadamente, boca abajo, con las palmas de las manos apoyadas contra la lisa superficie del suelo de teca. En torno, la resaca hervía espumeante y silbando. Naturalmente, todas las puertas se habían convertido en escotillones. La primera era la de la cocina. Ésta se extendía de lado a lado y dentro se oía chapotear el agua en notas repercutidas, y huecas. La puerta siguiente era la del taller de carpintería. La levantaron y miraron dentro. La habitación parecía haber sufrido los estragos de un temblor de tierra. Todo cuanto había en ella se había derrumbado contra el tabique frontero a la puerta y, al otro lado de aquel tabique, debía de hallarse Jimmy vivo o muerto. El banco de carpintero, una caja a medio acabar, sierras, tijeras, alambres, hachas, pinzas, se amontonaban bajo una capa de clavos. Una azuela afilada levantaba su claro filo, que brillaba peligrosamente en el fondo como una sonrisa maligna. Los hombres, agarrados unos a otros, sondeaban la penumbra. Un bandazo nauseabundo y solapado del barco estuvo a punto de arrojarlos a todos en racimo por la borda. Belfast aulló:
—¡Vamos allá! —Y saltó.
Archie le siguió ligeramente, agarrándose de unos estantes que cedieron bajo su peso, viniéndose abajo con gran estrépito de maderas rotas. Apenas había allí sitio para tres hombres. Y en el cuadro de soleado azul de la puerta, el rostro del contramaestre, sombrío y barbudo y el de Wamibo, extraviado y lívido, se inclinaban, acechando.
A un mismo tiempo gritaron:
—¡Jimmy! ¡Eh! ¡Jim!
Arriba, la gruesa voz del contramaestre gruñó por su parte:
—¡Wait!
En una pausa imploró Belfast:
—Jimmy querido, ¿estás vivo?
Y el contramaestre:
—Otra vez. Todos al tiempo, muchachos.
Gritaron todos frenéticamente. Wamibo dejaba oír sonidos semejantes a ladridos sonoros. Belfast tamboreaba sobre el tabique con un trozo de hierro. Todo cesó repentinamente, pero un ruido de gritos y de golpes continuó oyéndose, débil y distinto, como un solo que siguiese a un coro. Vivía. Con la energía de la desesperación atacamos el abominable amontonamiento de cosas pesadas, de cosas cortantes, de cosas difíciles de manejar. El contramaestre se alejó a rastras en busca de un trozo de cuerda, y Wamibo, retenido por gritos de: «¡No saltes…! ¡No vengas aquí, cabeza de palo!», giraba sus desorbitados ojos encima de nuestras cabezas, reducida su fisonomía a sus ojos en blanco, a sus relucientes colmillos y a la maraña de sus cabellos; semejante a un demonio a medias bruto que se deleitase contemplando maravillado la extraordinaria agitación de los condenados. El contramaestre nos rogaba: «daos prisa», a tiempo que nos echaba un cabo de cuerda, al que atamos toda suerte de objetos que se elevaron dando vueltas y que el ojo del hombre no debía volver a ver. Un deseo furioso de arrojarlo todo por la borda se apoderó de nosotros. Trabajábamos frenéticamente, cortándonos los dedos, dirigiéndonos unos a otros palabras brutales. Jimmy continuaba su concierto enloquecedor: gritos penetrantes de mujer torturada lanzados sin tomar aliento, golpes redoblados de pies y manos. El exceso de su terror hería tan cruelmente nuestros corazones, que deseábamos abandonarlo, salir pronto de aquel lugar profundo como un pozo y vacilante como un árbol, no oír más, regresar por fin a la toldilla, donde podríamos esperar pasivamente la muerte en un reposo incomparable.
—¡Cállate, cállate por Dios! —le gritamos.
Y él redobló sus gritos. Debía imaginarse que no le oíamos. Sin duda su propio clamor sólo alcanzaba débilmente a sus oídos. Nos lo imaginábamos acurrucado en el borde de la litera superior, golpeando con los puños las maderas en la oscuridad, con la boca enormemente abierta en ese grito incesante. Horribles minutos. Una nube pasando sobre el sol, oscureció amenazadoramente la abertura de la puerta. Cada movimiento del barco era un sufrimiento. Trabajábamos al azar, sofocados por la falta de aire y presa del más horrible malestar. El contramaestre nos conjuraba desde arriba:
—¡Daos prisa! ¡Daos prisa! El mar dará cuenta de nosotros dos si no os dais prisa.
Tres veces saltó una ola por encima del flanco más alto, dejando caer sobre nuestras cabezas cubos de agua. Entonces Jimmy, asustado por el choque, se detenía un momento —esperando tal vez que se hundiera el barco—, y luego reanudaba con más fuerza el grito de su angustia, como estimulado por una ráfaga de miedo. En el fondo, los clavos formaban una capa de varias pulgadas de espesor. Era horrible. Todos los clavos del universo no clavados en alguna parte parecían haberse reunido en aquel taller de carpintería. Los había de todas clases, pues formaban los restos de las provisiones de siete travesías. Tachuelas de estaño; tachuelas de cobre, puntiagudas como agujas; clavos de bomba, semejantes, con su gruesa cabeza, a pequeños hongos de hierro; clavos sin cabeza, horribles; clavos franceses, esbeltos y pulidos. Yacían en una masa compacta, más inabordable que un erizo de hierro. Vacilamos, deseando una pala, en tanto que debajo de nosotros Jimmy chillaba como si lo desollasen vivo. Gimiendo hundimos nuestros dedos entre los clavos, levantándonos inmediatamente para sacudir de nuestras manos puntas y gotas bermejas. Nuestros gorros, llenos de clavos, pasaban de mano en mano hasta llegar al contramaestre que, como el sacerdote de un rito apaciguador y misterioso, los arrojaba por el aire a la desencadenada furia de las aguas.
Por fin alcanzamos el tabique. Estaba construido con recias planchas. Nuestro barco, nuestro Narcissus , era un barco bien construido hasta en el último detalle. Nunca tabique alguno marinero reunió en sí más resistentes tablas de roble —o, al menos, así nos lo pareció—. Entonces nos dimos cuenta de que en nuestra precipitación habíamos arrojado por la borda todas las herramientas. El pequeño y absurdo Belfast quiso hundir el suelo con su propio peso y comenzó a saltar a pie juntillas como un antílope, maldiciendo a los constructores de Clyde por su obra demasiado bien hecha. Incidentalmente, injurió a toda la Gran Bretaña del Norte, al resto de la tierra, al mar y a todos sus compañeros. A tiempo que se dejaba caer pesadamente sobre los talones, juraba que nunca más volvería a tener nada de común con ningún imbécil «incapaz de la malicia suficiente para distinguir su rodilla de su codo». A fuerza de patear, logró desterrar los últimos restos de sangre fría que aún pudiera conservar Jimmy. Y entonces pudimos oír al objeto de nuestra solicitud exasperada, precipitarse de un lado a otro bajo el tabique. Su voz, forzada, se había roto por fin y sólo salían de su garganta lamentables chirridos. Su espalda —a no ser que fuese su cabeza—, rozaba las maderas, tan pronto aquí, tan pronto allá, de una manera grotesca. Chillaba como si esquivase los invisibles golpes, y eso era más insoportable aún que sus gritos. De repente, Archie exhibió una palanca de hierro, que había reservado junto con un hacha pequeña. Al verlas, lanzamos un rugido de satisfacción. Asestando un fortísimo golpe, nos hizo saltar a la cara menudas astillas de madera. El contramaestre nos gritó desde arriba:
—¡Cuidado, no le vayáis a matar! Poco a poco.
Wamibo, loco de excitación, caminaba con la cabeza caída, nos estimulaba con voz demente:
—¡Ho, ho! ¡Fuerte! ¡Ho, ho! ¡Golpead fuerte!
Temerosos de que se viniese abajo, matando a algunos de nosotros en su caída, conjuramos al contramaestre a que «tirase agua a ese condenado finlandés». Luego, todos a la vez gritamos contra el tabique:
—¡Quítate de debajo! ¡Hazte hacia la proa!
En seguida nos callamos.
Sólo se oía el zumbido profundo del mar que gemía sobre nuestras cabezas, con el retumbar de las olas mezclado al silbido de la resaca. Como abrumado por la desesperación, el barco se bamboleaba sin vida y el vértigo de este insólito balanceo resonaba en nuestros cráneos. Belfast clamó:
—Por