Franz Kafka: Obras completas. Franz Kafka. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Franz Kafka
Издательство: Ingram
Серия: biblioteca iberica
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789176377321
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se presentaba pálida y acongojada. En cambio allí estaba el señor Green, quizá un poco más grueso todavía que el señor Pollunder, pero ésta ya era una gordura proporcionada, conexa, que se sostenía en equilibrio; los pies permanecían juntos, en actitud militar, y llevaba la cabeza erguida y oscilante; parecía un gran gimnasta, un instructor de gimnastas.

      —Vaya usted, pues, primero —insistió el señor Green— a ver a la señorita Klara. Esto seguramente le causará a usted placer y además encaja perfectamente en mi horario. Pues, en efecto, antes de irse usted de aquí tengo que decirle algo, algo por cierto interesante, algo que probablemente podrá ser decisivo también en cuanto a su regreso se refiere. Sólo que, por desgracia, una orden superior me obliga a no revelarle nada antes de la medianoche. Puede usted imaginarse que yo mismo lo siento, ya que esto perturba mi descanso nocturno, pero cumplo así mi encargo. Ahora son las once y cuarto, por lo tanto podré concluir todavía mis conversaciones comerciales con el señor Pollunder, para lo cual su presencia sólo complicaría, y usted podrá pasar un buen ratito todavía junto a la señorita Klara. Luego, a las doce en punto preséntese usted aquí, y se enterará de lo necesario.

      ¿Acaso podía Karl rechazar semejante invitación que realmente exigía de él sólo un mínimo de cortesía y gratitud para con el señor Pollunder y que, por otra parte, le formulaba un hombre bastante bruto que no tomaba parte en el asunto, mientras que el señor Pollunder, a quien el asunto tocaba de cerca, se quedaba lo más reservado posible, tanto de palabras como de miradas? ¿Y qué sería aquella cosa interesante de la cual él podía enterarse sólo a medianoche? Si el asunto no iba a apresurar luego su regreso, al menos en esos tres cuartos de hora en que ya lo retrasaba, bien poco podía interesarle. Pero su duda mayor consistía en si podía él ir a ver a Klara, que era en verdad su enemigo. ¡Si al menos llevara consigo aquel puño de hierro que su tío le regaló como pisapapeles! El cuarto de Klara bien podía resultar una cueva bastante peligrosa. Pero ya era imposible del todo en aquel lugar decir la menor cosa contra Klara, puesto que era la hija de Pollunder y para colmo, según acababa de enterarse, la novia de Mack. Si ella sólo se hubiera conducido con él de otro modo, aunque la diferencia hubiera sido pequeñísima, gracias a sus relaciones la habría admirado francamente. Aún estaba reflexionando sobre todo esto cuando se dio cuenta de que no se le pedían reflexiones, pues Green abrió la puerta y, dirigiéndose al sirviente que saltó del pedestal, dijo:

      —Conduzca usted a este joven hasta la señorita Klara.

      «Esto sí que se llama ejecutar órdenes», pensó Karl al ver cómo lo arrastraba el sirviente a la habitación de Klara por un camino singularmente corto, casi corriendo, jadeante en su debilidad senil.

      Al pasar por su cuarto, cuya puerta aún se hallaba abierta, quiso entrar un instante, tal vez para tranquilizarse un poco. Pero el sirviente no lo consintió.

      —No —dijo—, usted debe ir a ver a la señorita Klara. Lo ha oído usted mismo.

      —Me quedaría sólo un momento ahí dentro —dijo Karl, y pensó echarse un rato en el sofá para lograr mayor variedad de situaciones y a fin de que el tiempo que faltaba para medianoche transcurriese así más rápidamente.

      —No dificulte usted la ejecución de mi cometido —dijo el sirviente.

      «Éste parece considerar que es un castigo el que yo tenga que ir a ver a la señorita Klara», pensó Karl y dio unos pasos; pero luego se detuvo nuevamente, por pura terquedad.

      —Pero venga usted, señorito —dijo el sirviente—, ya que está usted aquí. Yo sé que quería usted marcharse esta misma noche, pero no todo sucede de acuerdo con los deseos de uno; ya decía yo que esto seguramente no sería posible.

      —Sí, quiero marcharme y me marcharé —dijo Karl—; y ahora voy a despedirme de la señorita Klara, y nada más.

      —¡Ah!, ¿sí? —dijo el sirviente, y bien podía notar Karl en su semblante que no creía nada de esto—. ¿Por qué, entonces, vacila usted en despedirse? Venga, pues.

      —¿Quién anda por el pasillo? —resonó la voz de Klara, y se la vio asomarse por una puerta próxima sosteniendo en la mano una gran lámpara de mesa, de pantalla roja.

      El sirviente se le acercó presuroso y presentó su informe. Karl lo siguió lentamente.

      —Llega usted tarde —dijo Klara.

      Sin contestarle por lo pronto, dijo Karl al sirviente en voz baja pero, ahora que ya conocía su carácter, adoptando el tono de una orden severa:

      —¡Usted me esperará pegado a esta puerta!

      —Ya estaba para acostarme —dijo Klara colocando la lámpara sobre la mesa.

      Exactamente como allá abajo en el comedor, también aquí el sirviente cerró con gran cautela la puerta desde fuera.

      —Pues ya son las once y media pasadas.

      —¿Las once y media pasadas? —repitió Karl en un tono interrogante, como asustado por esas cifras—. Pero entonces debo despedirme en seguida —dijo Karl—, pues a las doce en punto debo encontrarme abajo, en el salón comedor.

      —¡Qué negocios urgentes tiene usted! —dijo Klara arreglándose distraída los pliegues de su bata de noche, que llevaba muy suelta. Le ardía la cara y sonreía sin cesar. Karl creyó reconocer que ya no había peligro alguno de trabarse en lucha nuevamente con Klara—. ¿No podría usted, con todo, tocar todavía algo en el piano, aunque fuese muy poca cosa, tal como ayer me lo prometió papá y hoy usted mismo?

      —¿Pero no es demasiado tarde ya?—preguntó Karl.

      Mucho le hubiese agradado complacerla, pues era muy distinta en ese momento, como si de alguna manera se hubiese elevado hasta las esferas de Pollunder y, más allá aún, hasta las de Mack.

      —Sí, claro, ya es tarde —dijo, y parecía que ya habían desaparecido sus ganas de escuchar música—. Además aquí cada sonido resuena en la casa entera; estoy convencida de que si toca usted se despertará hasta la servidumbre que duerme allá arriba, en el desván.

      —Pues entonces no tocaré. Además espero con seguridad volver; y por otra parte, si no es demasiada molestia, visite usted alguna vez a mi tío y en tal oportunidad venga por un momento también a mi habitación. Tengo un piano magnífico. Me lo ha regalado mi tío. Y entonces tocaré, si usted lo desea, todas las piezas que sé; no son muchas por desgracia, ni le cuadran a un instrumento tan grande, en el cual sólo virtuosos deberían de hacerse oír. Pero también este placer podrá usted tenerlo si me comunica con anticipación su visita, pues mi tío quiere contratar próximamente para mí a un maestro famoso —ya se imaginará usted cuánto me alegro por tal motivo—, y la ejecución de éste ciertamente valdrá la pena y usted podrá escucharla si viene a visitarme durante la clase. Si debo ser sincero, estoy realmente contento de que ya sea tarde para tocar, pues todavía no sé nada. Usted se asombraría de cuán poco sé. Y ahora permítame que me despida, al fin y al cabo ya es hora de dormir. —Y ya que Klara lo miraba bondadosamente y no parecía guardarle rencor alguno por la riña, añadió sonriendo mientras le tendía la mano—: En mi patria suele decirse: «Duerme bien y sueña dulcemente».

      —Espere usted —dijo ella sin tomar su mano—, quizá debería usted tocar, sin embargo. —Y desapareció a través de una pequeña puerta lateral junto a la cual estaba el piano.

      «Pero, ¿qué pasa aquí? —pensó Karl—. No puedo esperar mucho tiempo por más amable que ella sea.»

      Llamaron a la puerta del pasillo, y el sirviente, sin atreverse a abrir del todo, susurró a través de una pequeña rendija:

      —Perdone usted; acabo de recibir orden de regresar y no puedo seguir esperando.

      —Vaya usted, entonces —dijo Karl, quien ahora se animaba a encontrar solo el camino hasta el comedor—. Déjeme usted solamente el farol delante de la puerta. Y, a propósito, ¿qué hora es?

      —Faltan pocos minutos para las doce menos cuarto —dijo el sirviente.

      —Qué