Durante ese largo discurso escuchó el señor Pollunder atentamente y a menudo, en especial cuando era mencionado el tío, estrechó a Karl, si bien en forma imperceptible, y algunas veces miró con seriedad y como lleno de expectación hacia Green, el cual seguía ocupándose de su billetera. Y Karl, con la mayor claridad que cobraba durante su discurso la conciencia de su posición frente a su tío, se ponía cada vez más intranquilo e involuntariamente intentaba librarse del brazo de Pollunder. Todo allí lo aprisionaba; el camino hacia su tío, a través de la puerta de cristal, por la escalera, por la avenida de árboles, y por las carreteras a través de los suburbios, hasta la gran arteria que desembocaba en la casa de su tío, aparecía ante él como algo rigurosamente unido que estaba preparado para él, vacío y liso, y lo llamaba con voz potente. Confundíanse vagamente la bondad del señor Pollunder y la asquerosidad del señor Green, y de ese cuarto lleno de humo ya no quería para sí sino el permiso de despedirse. Si bien se sentía acabado frente al señor Pollunder, frente al señor Green estaba dispuesto a luchar. Lo llenaba, sin embargo, en derredor un miedo indefinido, cuyos accesos le enturbiaban los ojos.
Retrocedió un paso y quedó a igual distancia del señor Pollunder y del señor Green.
—¿No quería usted decirle algo? —preguntó el señor Pollunder al señor Green, y tomó la mano de éste como rogándole.
—No sé qué podría yo decirle —dijo el señor Green, que finalmente había extraído de su billetera una carta que colocó delante de sí sobre la mesa.
—Es sumamente loable que quiera volver al lado de su tío y, de acuerdo con toda previsión humana, habría que creer que le causaría con ello una gran alegría. A no ser que su tío ya se hubiera enojado con exceso por su desobediencia, cosa que también es posible. Entonces ciertamente, sería mejor que se quedara. No es, pues, fácil decir nada cierto y definido. Aunque los dos somos amigos de su tío y costaría un gran esfuerzo descubrir diferencias de grado entre la amistad mía y la del señor Pollunder, nada podemos ver de lo que sucede en el corazón de su tío, y mucho menos aún a través de los muchos kilómetros que ahora nos separan de Nueva York.
—Por favor, señor Green —dijo Karl acercándose a él y venciendo así sus impulsos más íntimos—, según me parece, se desprende de sus palabras que también usted considera que lo mejor para mí sería volver inmediatamente.
—No he dicho tal cosa, de ninguna manera —repuso el señor Green abismándose en la contemplación de la carta cuyos márgenes recorría con los dedos, de un lado para otro. Parecía querer insinuar así que él había sido preguntado por el señor Pollunder y que a éste le había contestado, mientras que nada tenía que ver en realidad con Karl.
Entretanto el señor Pollunder se había aproximado a Karl, y alejándolo suavemente del señor Green lo llevó hasta una de las grandes ventanas.
—Querido señor Rossmann —dijo inclinándose al oído de Karl y, como para apercibirse, enjugóse la cara con el pañuelo y, deteniéndose en la nariz, se sonó—, no vaya usted a creer que yo quiero retenerlo aquí contra su voluntad. Ni que pensarlo. Eso sí, no puedo poner a su disposición el automóvil, pues está guardado en un garaje público ya que todavía no he tenido tiempo de instalar uno propio aquí, donde todo está formándose todavía. El chófer por su parte no duerme en esta casa, sino cerca del garaje, realmente ni yo mismo sé dónde. Por otra parte ni siquiera es su deber estar ahora en su casa; su deber es sólo presentarse aquí a tiempo, por la mañana temprano, con el coche; pero todo esto no sería obstáculo para su regreso inmediato, pues si usted se empeña en ello, le acompañaré en seguida hasta la próxima estación del tren suburbano, que por cierto queda tan lejos que usted no ha de llegar a su casa mucho antes que si mañana temprano —puesto que a las siete ya partimos— viene usted conmigo en mi automóvil.
—Sí, señor Pollunder, yo preferiría irme en el tren de cercanías —dijo Karl—. Ni siquiera se me había ocurrido pensar en el tren suburbano. Usted mismo afirma que llegaré antes con él que por la mañana con el automóvil.
—Pero es sólo una diferencia pequeñísima.
—No obstante, no obstante, señor Pollunder —dijo Karl—. En recuerdo de su amabilidad vendré a visitarlo siempre, con mucho gusto, en el supuesto caso, naturalmente, de que usted, a pesar de mi conducta de hoy, aún quiera invitarme; y quizá la próxima vez pueda yo expresarle mejor por qué es hoy tan importante para mí cada minuto en que pueda yo adelantar esa entrevista con mi tío. —Y como si ya hubiera recibido el permiso de partir añadió:— Pero usted no debe acompañarme, de ninguna manera. Es por lo demás absolutamente innecesario. Allá afuera espera un sirviente que con gusto me acompañará hasta la estación. Sólo me falta ahora encontrar mi sombrero. —Y al decir las últimas palabras ya atravesaba el cuarto, apresurado, en una última tentativa de encontrar su sombrero a pesar de todo.
—¿No podría yo facilitarle una gorra? —dijo el señor Green sacando una del bolsillo—. Tal vez casualmente le quede bien.
Karl se detuvo consternado y dijo:
—No voy a quitarle yo su gorra. Además puedo marcharme perfectamente con la cabeza descubierta. No necesito nada.
—Esta gorra no es mía. ¡Tómela usted!
—Bueno, pues, se lo agradezco —dijo Karl para no entretenerse y tomó la gorra.
Se la puso y al pronto se echó a reír, pues era perfectamente de su medida; la tomó de nuevo entre sus manos y la contempló: buscaba en ella alguna cosa especial mas no pudo descubrirla; era una gorra completamente nueva.
—¡Qué bien me va! —dijo.
—Ya lo ve usted, ¡le va bien! —exclamó el señor Green golpeando sobre la mesa.
Karl ya se dirigía a la puerta en busca del sirviente, cuando se levantó el señor Green y, estirándose después de la cena abundante y del largo descanso, se dio unos puñetazos en el pecho y en un tono entre consejo y orden dijo:
—Antes de marcharse, debe usted despedirse de la señorita Klara.
—Sí, tiene usted que hacerlo —dijo también el señor Pollunder que asimismo se había levantado. Pero por el tono de sus palabras se advertía claramente que no le salían del corazón; dejaba caer las manos y éstas golpeaban levemente contra la costura de su pantalón, y abotonaba y desabotonaba una y otra vez su chaqueta que, de acuerdo con la moda del momento, era muy corta y le llegaba apenas hasta las caderas, cosa que no convenía al vestir de personas tan gruesas como el