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América
«El fogonero» o «El desaparecido»
7
Capítulo Primero
El fogonero
Cuando Karl Rossmann —muchacho de dieciséis años de edad a quien sus pobres padres enviaban a América porque lo había seducido una sirvienta que luego tuvo de él un hijo— entraba en el puerto de Nueva York a bordo de ese vapor que ya había aminorado su marcha, vio de pronto la estatua de la diosa de la Libertad, que desde hacía rato venía observando, como si ahora estuviese iluminada por un rayo de sol más intenso. Su brazo con la espada se irguió como con un renovado movimiento, y en torno a su figura soplaron los aires libres.
«¡Qué alta!», se dijo, y como ni siquiera se le ocurría retirarse, la creciente multitud de los mozos de cuerda que junto a él desfilaba fue desplazándolo, poco a poco, hasta la borda.
Un joven con el cual había trabado fugaz relación durante la travesía le dijo al pasar:
—Pero, ¿no tiene usted ganas de bajar?
—Claro que sí; ya estoy pronto —dijo Karl, riéndose al mirarlo; y lleno de alegría, alzó su baúl y lo cargó sobre un hombro, pues era un muchacho fuerte. Pero al seguir con la vista a ese desconocido suyo que agitando ligeramente su bastón ya se alejaba con los demás, notó consternado que había olvidado su propio paraguas abajo, en el interior del barco. Sin demora, rogó a su conocido —quien no pareció alegrarse mucho— que aguardara un instante junto a su baúl; recorrió con una mirada el lugar para poder encontrarlo a su regreso, y se alejó presuroso.
Abajo, se sorprendió desagradablemente al ver que el pasillo que hubiera acortado en forma considerable su camino estaba condenado —cosa que probablemente se relacionaba con el desembarco de la totalidad de los pasajeros—, y así tuvo que buscar penosamente, a través de corredores que doblaban sin cesar y de un cuarto vacío donde había un escritorio abandonado, escaleras que se sucedían sin fin unas a otras, hasta que terminó por extraviarse completamente, pues sólo en una o dos oportunidades había tomado por ese camino, y siempre acompañado de otras personas. En su desconcierto, y además porque no topaba con ningún ser humano, y porque sólo oía incesantemente el arrastrarse de los mil pies humanos por encima de su cabeza, y percibía, a lo lejos, como un apagado jadeo, las últimas operaciones de las máquinas ya paradas, se puso a golpear, sin pensarlo, en una puertecilla cualquiera, junto a la cual se había detenido de pronto, interrumpiendo su andar errátil.
—Pero si está abierto —oyóse una voz desde adentro; y Karl, con verdadero alivio, abrió la puerta.
—¿Por qué golpea la puerta como un loco? —preguntó un hombre gigantesco, dirigiéndole a Karl apenas una mirada. Por una claraboya, una luz turbia que llegaba ya muy gastada desde arriba, caía en el mísero camarote, donde muy apretujados, como estibados, había una cama, un ropero, una silla y el hombre.
—Me he extraviado —dijo Karl—; durante el viaje no me di cuenta, pero es el caso que éste es un barco tremendamente grande.
—Sí, en eso tiene usted razón —dijo con cierto orgullo el hombre, sin cesar de manipular con la cerradura de un pequeño baúl, a la que apretaba con ambas manos, una y otra vez, tratando de escuchar el ruido del pestillo al cerrarse.
—¡Pero entre usted de una vez! —siguió diciendo el hombre—, ¡no querrá usted quedarse afuera!
—¿No molesto? —preguntó Karl.
—¡Oh, cómo va a molestar usted!
—¿Es usted alemán? —intentó todavía asegurarse Karl, pues había oído muchas cosas acerca de los peligros que en América amenazan a los recién llegados, sobre todo de parte de los irlandeses.
—Lo soy, sí; lo soy —dijo el hombre.
Karl vacilaba todavía. Pero entonces, de improviso cogió el hombre el picaporte, y cerrando rápidamente la puerta, dejó a Karl en el interior del camarote.
—No soporto que me estén mirando desde el pasillo —dijo el hombre, volviendo a afanarse con su baúl—; todos los que pasan por ahí miran adentro, ¡cualquiera lo soporta!
—Pero el pasillo está completamente desierto —dijo Karl, incómodamente apretado contra un barrote de la cama.
—Sí, ahora —dijo el hombre.
«Es que de ahora se trata —pensó Karl—, con este hombre es difícil entenderse.»
—¿Por qué no se echa usted en la cama?; ahí tendrá más lugar —dijo el hombre.
Karl, como pudo, se arrastró hacia adentro y se echó a reír ruidosamente, después de su primer intento vano de ganar la cama de un salto. Pero apenas estuvo en ella exclamó:
—¡Por Dios, me he olvidado completamente de mi baúl!
—¡Ah!, ¿y dónde está?
—Arriba, en la cubierta, un conocido mío lo cuida; pero... ¿cómo se llamaba? —Y de un bolsillo secreto que su madre le había confeccionado para el viaje en el forro de la chaqueta, extrajo una tarjeta de visita—. Butterbaum, Franz Butterbaum.
—¿Le hace a usted mucha falta ese baúl?
—Claro.
—¿Por qué, entonces, se lo confió usted a una persona extraña?
—Había olvidado abajo mi paraguas y vine corriendo a buscarlo, pero no quise arrastrar conmigo el baúl. Y luego, para colmo, me extravié.
—¿Viene usted solo? ¿Nadie lo acompaña?
—Sí, solo.
«Quién sabe si no debería yo quedarme cerca de este hombre —tal idea cruzó de pronto por la cabeza de Karl—; ¿dónde hallaría yo en estos momentos un amigo mejor?»
—Y ahora, como si fuera poco, perdió usted el baúl; del paraguas, ya ni qué hablar. —Y el hombre se sentó en la silla, como si ahora el asunto de Karl hubiera cobrado cierto interés para él.
—Creo, sin embargo, que el baúl no está perdido todavía.
—Bienaventurados los que creen —dijo el hombre rascándose vigorosamente sus cabellos oscuros, cortos, tupidos—; en un barco, con los puertos cambian también las costumbres. En Hamburgo, su Butterbaum tal vez hubiera vigilado el baúl, pero aquí es muy probable que ya no haya rastros ni de uno ni de otro.
—Si es así, debo ir en seguida a ver qué pasa allá arriba —dijo Karl mirando en derredor para buscar una salida.
—¿Qué es eso? ¡Quédese usted! —dijo el hombre poniéndole una mano en el pecho y empujándolo otra vez a la cama, casi con rudeza.
—Pero, ¿por qué? —preguntó Karl disgustado.
—Porque la cosa no tiene sentido —dijo el hombre—, dentro de unos momentos me iré yo también, y entonces iremos juntos. O bien el baúl ha sido robado, y ya nada cabe hacer; o bien el hombre lo ha dejado allí, y entonces lo encontraremos mucho más fácilmente, lo mismo que su paraguas, una vez que el barco esté desocupado del todo.
—Verdaderamente, ¿sabe usted orientarse en este barco? —preguntó Karl receloso, y le pareció que había gato encerrado en aquella sugestión, convincente por otra parte, de que la mejor manera de hallar esas cosas sería buscándolas en el barco ya desocupado.
—¡Si soy fogonero del barco! —dijo el hombre.
—¡Es