Así comentamos, pero esta impresión, como he dicho inevitable, es sin embargo fugaz, y rápidamente desaparece. Pronto, también nosotros nos sumergimos en el sentimiento de la multitud, que en cálida proximidad escucha, conteniendo el aliento.
Y para reunir en torno a ella esta multitud de gente de nuestro pueblo, un pueblo casi siempre móvil, que corre de un lado para otro por motivos no muy claros, le basta a Josefina generalmente echar la cabecita hacia atrás, entreabrir la boca, volver los ojos hacia lo alto, y adoptar en general la posición que anuncia su intención de cantar. Puede hacer esto donde se le ocurra, no hace falta que sea un lugar visible desde lejos, cualquier rincón escondido y escogido al azar según el capricho del instante, le sirve. La noticia de que va a cantar se difunde de inmediato, y pronto acuden procesiones enteras.
Claro que a veces surgen inconvenientes, porque Josefina canta con preferencia en tiempos de agitación; múltiples preocupaciones y peligros nos obligan a seguir caminos divergentes, a pesar de la mejor voluntad no podemos reunirnos tan rápidamente como Josefina desearía, y se ve obligada a esperar algún tiempo, sin abandonar su actitud grandilocuente, y sin auditorio suficiente; entonces se pone francamente furiosa, patalea, maldice de manera muy poco casta; hasta llega a morder. Pero ni siquiera semejante conducta perjudica su reputación; en vez de contener sus exageradas pretensiones, todos se esfuerzan por satisfacerlas; se envían mensajeros para convocar más público; se le oculta esta circunstancia; en todos los caminos de los alrededores hay centinelas apostados que hacen señales a los concurrentes para que se apresuren; y continúa hasta reunir un auditorio tolerable. ¿Qué impulsa a la gente a molestarse tanto por Josefina? Problema tan difícil de resolver como el del canto de Josefina, y muy relacionado con él.
Se podría suprimirlo, e incluirlo totalmente en el segundo problema mencionado, si fuera posible asegurar que por su canto la gente es incondicionalmente adicta a Josefina. Pero no es éste el caso; nuestro pueblo desconoce casi la adhesión incondicional; nuestro pueblo, que ama sobre todo la astucia inocua, el susurro infantil y la charla inocente y superficial, ese pueblo no puede en ningún caso entregarse incondicionalmente, y Josefina lo sabe muy bien, y justamente contra eso combate con todo el vigor de su débil garganta.
En verdad, no debemos exagerar las consecuencias de estas consideraciones tan generales; el pueblo es adicto a Josefina, pero no lo es en forma incondicional. Por ejemplo, no serían capaces de reírse de ella. Llega a admitir que muchos aspectos de Josefina son risibles; y la risa es de por sí una de nuestras características constantes; a pesar de todas las miserias de nuestra existencia, la risa moderada es en cierto modo nuestra compañera habitual; pero de Josefina no nos reímos. A menudo tengo la impresión de que el pueblo concibe su relación con Josefina como si este ser frágil, indefenso, y en cierto modo notable (según ella notable por su poder lírico), le estuviera confiado y debiera cuidar de ella; el motivo no es claro para nadie, pero el hecho parece indiscutible. Pero nadie se ríe de lo que le han confiado; reírse sería faltar al deber; la máxima maldad de que a veces son capaces los mezquinos al hablar de ella es ésta: “La risa se nos acaba cuando vemos a Josefina.”
Así cuida el pueblo a Josefina, como un padre cuida a la criatura que le tiende su manecita, no se sabe bien si para pedir o para exigir. Podría pensarse que nuestro pueblo no es capaz de desempeñar esas funciones paternales, pero en realidad, y por lo menos en este caso, las desempeña admirablemente, ningún individuo podría hacer lo que hace la totalidad del pueblo. Desde luego, la diferencia de fuerzas entre el pueblo y el individuo es tan extraordinaria, que basta que atraiga al protegido al calor de su proximidad, para que éste se encuentre suficientemente protegido. Pero nadie se atreve a hablar de esto con Josefina. “Me burlo de vuestra protección”, dice en esos casos. Sí, sí, búrlate, pensamos. Y en realidad, su rebelión no implica nuestra resistencia, más bien es mera puerilidad y gratitud infantil, y el deber de un padre es obviarlas.
Pero hay algo en las relaciones entre el pueblo y Josefina que es aún más difícil de explicar. Josefina no sólo descree de la protección del pueblo, cree que es ella quien protege al pueblo. Piensa que su canto nos salva en las crisis políticas o económicas, nada menos, y cuando no aleja la desgracia, por lo menos nos da fuerzas para soportarla. No lo dice, ni explícita ni implícitamente, pues en verdad habla poco, calla entre charlatanes, pero lo dice el brillo de sus ojos, y lo proclama su boca cerrada (en nuestro pueblo, pocos pueden tenerla cerrada; ella puede).
A cada mala noticia —y hay días en que las malas noticias abundan, incluyendo las falsas y dudosas— ella se yergue, porque por lo general yace en el suelo, fatigada; se yergue, estira el cuello y trata de abarcar con la mirada a su rebaño, como un pastor ante la tormenta. Se sabe que también los niños suelen aducir pretensiones análogas, en su irreprimible e impetuosa puerilidad, pero en Josefina no son tan infundadas como en ellos. Es verdad que no nos salva, ni nos infunde ninguna fuerza especial; es fácil adoptar el papel de salvador de nuestro pueblo, habituado al sufrimiento, temerario, de rápidas decisiones, conocedor del rostro de la muerte, sólo aparentemente tímido en esa atmósfera de audacia que lo rodea sin cesar, y además tan fecundo como arriesgado; es fácil, digo, considerarse a posteriori el salvador de este pueblo que siempre ha sabido de algún modo salvarse a sí mismo, aun a costa de sacrificios que estremecen de espanto al historiador (aunque en general descuidamos casi por completo el estudio de la historia). Y sin embargo también es verdad que en las situaciones de angustia escuchamos mejor que en otras la voz de Josefina. Las amenazas en suspenso sobre nosotros nos vuelven más silenciosos, más humildes, más dóciles a la dominación de Josefina; con gusto nos reunimos, con gusto nos apiñamos, especialmente porque la ocasión tiene tan poco que ver con nuestra apremiante preocupación; es como si bebiéramos con apresuramiento —sí, hay que darse prisa, demasiado a menudo Josefina olvida esta circunstancia— una copa común de paz antes de la batalla. Es menos un concierto de canto que una asamblea popular, y en verdad, una asamblea donde, exceptuando el débil chillido de Josefina, impera un silencio absoluto; la hora es demasiado seria para desperdiciarla en charlas.
Una relación de este tipo, como es natural, no satisface a Josefina. A pesar de su inquietud y nerviosismo, consecuencias de lo indefinido de su posición, hay muchas cosas que no ve, cegada por su engreimiento, y sin mayor esfuerzo puede lograrse que pase por alto muchas otras; un enjambre de aduladores se ocupa constantemente de esto, rindiendo un verdadero servicio público; pero no consentiría jamás cantar en un rincón de una asamblea popular, inadvertida, secundaria, aun sin que eso fuera deshonroso, y preferiría negarnos el don de su canto.
Pero esto no es necesario, porque su arte no pasa inadvertido. Aunque en el fondo estamos preocupados por cosas muy diferentes, y el silencio reina no sólo porque ella canta, y muchos acaso ni miran, prefiriendo hundir el rostro en el cuello del vecino, y Josefina parece por lo tanto esforzarse inútilmente en el escenario, hay algo sin embargo en su canto —y esto no puede negarse— que nos conmueve. Esos chillidos que lanza mientras todos están entregados al silencio, nos llegan como un mensaje de todo el pueblo a cada uno de nosotros; el suave chillido de Josefina en medio de esos momentos de graves decisiones es casi como la miserable existencia de nuestro pueblo ante el tumulto del mundo hostil. Josefina se impone, con su carencia de voz, con su carencia de técnica se impone y nos llega al alma; nos hace bien pensar en eso. En esos momentos, no soportaríamos a una verdadera artista del canto, suponiendo que hubiera alguna entre nosotros, y unánimemente nos alejaríamos de la insensatez de semejante concierto. Que Josefina no descubra jamás que la escuchamos justo porque no es una gran cantante. Algún presentimiento de esto ha de tener, porque si no ¿con qué motivo negaría tan apasionadamente que la escuchamos?; pero igual sigue cantando, tratando de alejar a chillidos ese presentimiento.
Pero hay otras cosas que deberían consolarla: a pesar de todo, es probable que la escuchemos igual que se escucha a una artista del canto; provoca emociones que una artista famosa trataría en vano de lograr, y que sólo son posibles justamente por la pobreza de sus medios. Esto se relaciona sobre todo con nuestro modo de vivir.
Si bien nuestro pueblo desconoce la juventud, apenas conoce una mínima infancia. Es cierto que regularmente aparecen proyectos en los que se