El oficial cogió al explorador por ambos brazos, y lo miró en los ojos, respirando agitadamente. Había gritado con tal fuerza las últimas frases, que hasta el soldado y el condenado se habían puesto a escuchar; aunque no podían entender nada, habían dejado de comer y dirigían la mirada hacia el explorador, masticando todavía.
Desde el primer momento el explorador no había dudado de cuál debía ser su respuesta. Durante su vida había reunido demasiada experiencia para dudar en este caso; era un persona fundamentalmente honrada y no conocía el temor. Sin embargo, contemplando al soldado y al condenado, vaciló un instante. Por fin dijo lo que debía decir:
—No.
El oficial parpadeó varias veces, pero no desvió la mirada.
—¿Desea usted una explicación? —preguntó el explorador.
El oficial asintió, sin hablar.
—Desapruebo este procedimiento —dijo entonces el explorador—, aun desde antes que usted me hiciera estas confidencias (por supuesto que bajo ninguna circunstancia traicionaré la confianza que ha puesto en mí); ya me había preguntado si sería mi deber intervenir, y si mi intervención tendría después de todo alguna posibilidad de éxito. Pero sabía perfectamente a quién debía dirigirme en primera instancia: naturalmente al comandante. Usted lo ha hecho más indudable aún, aunque confieso que no sólo no ha fortalecido mi decisión, sino que su honrada convicción ha llegado a conmoverme mucho, por más que no logre modificar mi opinión.
El oficial callaba; se volvió hacia la máquina, se tomó de una de las barras de bronce, y contempló, un poco echado hacia atrás, el Diseñador, como para comprobar que todo estaba en orden. El soldado y el condenado parecían haberse hecho amigos; el condenado hacía señales al soldado, aunque sus sólidas ligaduras dificultaban notablemente la operación; el soldado se inclinó hacia él; el condenado le susurró algo, y el soldado asintió.
El explorador se acercó al oficial, y dijo:
—Todavía no sabe usted lo que pienso hacer. Comunicaré al comandante, en efecto, lo que opino del procedimiento, pero no en una asamblea, sino en privado; además, no me quedaré aquí lo suficiente para asistir a ninguna conferencia; mañana por la mañana me voy, o por lo menos me embarco.
No parecía que el oficial lo hubiera escuchado.
—Así que el procedimiento no lo convence —dijo éste para sí, y sonrió, como un anciano que se ríe de la insensatez de un niño, y a pesar de la sonrisa prosigue sus propias meditaciones—. Entonces, llegó el momento —dijo por fin, y miró de pronto al explorador con clara mirada, en la que se veía cierto desafío, cierto vago pedido de cooperación.
—¿Cuál momento? —preguntó inquieto el explorador, sin obtener respuesta.
—Eres libre —dijo el oficial al condenado, en su idioma; el hombre no quería creerlo—. Vamos, eres libre —repitió el oficial.
Por primera vez, el rostro del condenado parecía realmente animarse. ¿Sería verdad? ¿No sería un simple capricho del oficial, que no duraría ni un instante? ¿Tal vez el explorador extranjero había suplicado que lo perdonaran? ¿Qué ocurría? Su cara parecía formular estas preguntas. Pero por poco tiempo. Fuera lo que fuese, deseaba ante todo sentirse realmente libre, y comenzó a retorcerse en la medida que la Rastra se lo permitía.
—Me romperás las correas —gritó el oficial—, quédate quieto. Ya te desataremos.
Y después de hacer una señal al soldado, pusieron manos a la obra. El condenado sonreía sin hablar, para sí mismo, volviendo la cabeza ora hacia la izquierda, hacia el oficial, ora hacia el soldado, a la derecha; y tampoco olvidó al explorador.
—Sácalo de allí —ordenó el oficial al soldado.
A causa de la Rastra. esta operación exigía cierto cuidado. Ya el condenado, por culpa de su impaciencia, se habla provocado una pequeña herida desgarrante en la espalda.
Desde este momento, el oficial no le prestó la menor atención. Se acercó al explorador, volvió a sacar el pequeño portafolio de cuero, buscó en él un papel, encontró por fin la hoja que buscaba, y la mostró al explorador.
—Lea esto —dijo.
—No puedo —dijo el explorador —, ya le dije que no puedo leer esos planos.
—Mírelo con más atención, entonces —insistió el oficial, y se acercó más al explorador, para que leyeran juntos.
Como tampoco esto resultó de ninguna utilidad, el oficial trató de ayudarlo, siguiendo la inscripción con el dedo meñique, a gran altura, como si en ningún caso debiera tocar el plano. El explorador hizo un esfuerzo para mostrarse amable con el oficial, por lo menos en algo, pero sin éxito. Entonces el oficial comenzó a deletrear la inscripción, y luego la leyó entera.
—”Sé justo”, dice —explicó—; ahora puede leerla.
El explorador se agachó sobre el papel, que el oficial, temiendo que lo tocara, alejó un poco; el explorador no dijo absolutamente nada, pero era evidente que todavía no había conseguido leer una letra.
—”Se justo”, dice —repitió el oficial.
—Puede ser —dijo el explorador—, estoy dispuesto a creer que así es.
—Muy bien —dijo el oficial, por lo menos en parte satisfecho—, y trepó la escalera con el papel en la mano; con gran cuidado lo colocó dentro del Diseñador, y pareció cambiar toda la disposición