—Sí, claro —dijo el oficial riendo—; tóquelo usted mismo.
Cogió la mano del explorador, y se la hizo pasar por la Cama.
—Es un algodón especialmente preparado, por eso resulta tan irreconocible; ya le hablaré de su finalidad.
El explorador comenzaba a interesarse un poco por el aparato; protegiéndose los ojos con la mano, a causa del sol, contempló el conjunto. Era una construcción elevada. La Cama y el Diseñador tenían igual tamaño, y parecía dos oscuros cajones de madera. El Diseñador se elevaba unos dos metros sobre la Cama; los dos estaban unidos entre sí, en los ángulos, por cuatro barras de bronce, que casi resplandecían al sol. Entre los cajones, oscilaba sobre una cinta de acero la Rastra.
El oficial no había advertido la anterior indiferencia del explorador, pero sí notó su interés naciente; por lo tanto interrumpió las explicaciones, para que su interlocutor pudiera dedicarse sin inconvenientes al examen de los dispositivos. El condenado imitó al explorador; como no podría cubrirse los ojos con la mano, miraba hacia arriba, parpadeando.
—Entonces, aquí se coloca al hombre —dijo al explorador, echándose hacia atrás en su silla, y cruzando las piernas.
—Sí —dijo el oficial, corriéndose la gorra un poco hacia atrás, y pasándose la mano por el rostro acalorado—, y ahora escuche. Tanto la Cama como el Diseñador tienen baterías eléctricas propias; la Cama la requiere para sí, el Diseñador para la Rastra. En cuanto el hombre está bien asegurado con las correas, la Cama es puesta en movimiento. Oscila con vibradores diminutos y muy rápidos, tanto lateralmente como verticalmente. Usted habrá visto aparatos similares en los hospitales; pero en nuestra Cama todos los movimientos están exactamente calculados; en efecto, deben estar minuciosamente sincronizados con los movimientos de la Rastra. Sin embargo, la verdadera ejecución de la sentencia corresponde a la Rastra.
—¿Cómo es la sentencia? —preguntó el explorador.
—¿Tampoco sabe eso? —dijo el oficial, asombrado, y se mordió los labios—. Perdóneme si mis explicaciones son tal vez un poco desordenadas: le ruego realmente que me disculpe. En otros tiempos, correspondía en realidad al comandante dar las explicaciones, pero el nuevo comandante rehúye ese honroso deber; de todos modos, el hecho de que a una visita de semejante importancia —y aquí el explorador trató de restar importancia al elogio, con un ademán de las manos, pero el oficial insistió—, a una visita de semejante importancia ni siquiera se la ponga en conocimiento del carácter de nuestras sentencias, constituye también una insólita novedad, que... —Y con una maldición al borde de los labios se contuvo y prosiguió— ... Yo no sabía nada, la culpa no es mía. De todos modos, yo soy la persona más capacitada para explicar nuestros procedimientos, ya que tengo en mi poder —y se palmeó el bolsillo superior— los respectivos diseños preparados por la propia mano de nuestro antiguo comandante.
—¿Los diseños del comandante mismo? —preguntó el explorador—. ¿Reunía entonces todas las cualidades? ¿Era soldado, juez, constructor, químico y dibujante?
—Efectivamente —dijo el oficial, asintiendo con una mirada impenetrable y lejana.
Luego se examinó las manos; no le parecían suficientemente limpias para tocar los diseños; por lo tanto, se dirigió hacia el balde y se las lavó nuevamente. Luego sacó un pequeño portafolio de cuero, y dijo:
—Nuestra sentencia no es aparentemente severa. Consiste en escribir sobre el cuerpo del condenado, mediante la Rastra, la disposición que él mismo ha violado. Por ejemplo, las palabras inscriptas sobre el cuerpo de éste condenado —y el oficial señaló al individuo— serán: HONRA A TUS SUPERIORES.
El explorador miró rápidamente al hombre; en el momento en que el oficial lo señalaba, estaba cabizbajo y parecía prestar toda la atención de que sus oídos eran capaces, para tratar de entender algo. Pero los movimientos de sus labios gruesos y apretados demostraban evidentemente que no entendía nada. El explorador hubiera querido formular diversas preguntas, pero al ver al individuo sólo inquirió:
—¿Conoce él su sentencia?
—No —dijo el oficial, tratando de proseguir inmediatamente con sus explicaciones, pero el explorador lo interrumpió:
—¿No conoce su sentencia?
—No —repitió el oficial, callando un instante como para permitir que el explorador ampliara su pregunta—. Sería inútil anunciársela. Ya lo sabrá en carne propia.
El explorador no quería preguntar más; pero sentía la mirada del condenado fija en él, como inquiriéndole si aprobaba el procedimiento descrito. En consecuencia, aunque se había repantigado en la silla, volvió a inclinarse hacia adelante y siguió preguntando:
—Pero, por lo menos ¿sabe que ha sido condenado?
—Tampoco —dijo el oficial, sonriendo como si esperara que le hiciera otra pregunta extraordinaria.
—¿No? —dijo el explorador y se pasó la mano por la frente—, entonces ¿el individuo tampoco sabe cómo fue conducida su defensa?
—No se le dio ninguna oportunidad de defenderse —dijo el oficial y volvió la mirada, como hablando consigo mismo, para evitar al explorador la vergüenza de oír una explicación de cosas tan evidentes.
—Pero debe de haber tenido alguna oportunidad de defenderse —insistió el explorador, y se levantó de su asiento.
El oficial comprendió que corría el peligro de ver demorada indefinidamente la descripción del aparato; por lo tanto, se acercó al explorador, lo tomó por el brazo, y señaló con la mano al condenado, que al ver tan evidentemente que toda la atención se dirigía hacia él, se puso en posición de firme, mientras el soldado daba un tirón a la cadena.
—Le explicaré cómo se desarrolla el proceso —dijo el oficial—. Yo he sido designado juez de la colonia penitenciaria. A pesar de mi juventud. Porque yo era el consejero del antiguo comandante en todas las cuestiones penales, y además conozco el aparato mejor que nadie. Mi principio fundamental es éste: la culpa es siempre indudable. Tal vez otros juzgados no siguen este principio fundamental, pero son multipersonales, y además dependen de otras cámaras superiores. Este no es nuestro caso, o por lo menos no lo era en la época de nuestro antiguo comandante. El nuevo ha demostrado, sin embargo, cierto deseo de inmiscuirse en mis juicios, pero hasta ahora he logrado mantenerlo a cierta distancia, y espero seguir lográndolo. Usted desea que le explique este caso particular; es muy simple, como todos los demás. Un capitán presentó esta mañana la acusación de que este individuo, que ha sido designado criado suyo, y que duerme frente a su puerta, se había dormido durante la guardia. En efecto, tiene la obligación de levantarse al sonar cada hora, y hacer la venia ante la puerta del capitán. Como se ve, no es una obligación excesiva, y sí muy necesaria, porque así se mantiene alerta en sus funciones, tanto de centinela como de criado. Anoche el capitán quiso comprobar si su criado cumplía con su deber. Abrió la puerta exactamente a las dos, y lo encontró dormido en el suelo. Cogió la fusta, y le cruzó la cara. En vez de levantarse y suplicar perdón a su superior por las piernas, lo sacudió y exclamó: “Arroja ese látigo, o te como vivo”. Estas son las pruebas. El capitán vino a verme hace una hora, tomé nota de su declaración y dicté inmediatamente la sentencia. Luego hice encadenar al culpable. Todo esto fue muy simple. Si primeramente lo hubiera hecho llamar, y lo hubiera interrogado, sólo habrían surgido confusiones. Habría mentido, y si yo hubiera querido desmentirlo, habría reforzado sus mentiras con nuevas mentiras y así sucesivamente. En cambio, así lo tengo en mi poder y no se escapará. ¿Está todo aclarado? Pero el tiempo pasa, ya debería comenzar la ejecución y todavía no terminé de explicarle el aparato.
Obligó al explorador a que se sentara nuevamente, se acercó otra vez al aparato, y comenzó:
—Como usted ve, la forma de la Rastra corresponde a la forma del cuerpo humano; aquí está la parte del torso, aquí están las rastras para las piernas. Para la cabeza, sólo hay esta agujita. ¿Le resulta claro?
Se