Doña Águeda agradecía este triunfo como Fidias pudiera haber agradecido la admiración que el mundo tributó a su Minerva.
—¡Es una estatua griega!—había dicho la marquesa de Vegallana, que se figuraba las estatuas griegas según la idea que le había dado un adorador suyo, amante de las formas abultadas.
—¡Es la Venus del Nilo !—decía con embeleso un pollastre llamado Ronzal, alias el Estudiante.
—Más bien que la de Milo la de Médicis—rectificaba el joven y ya sabio Saturnino Bermúdez, que sabía lo que quería decir, o poco menos.
—¡Es un Fidias!—exclamaba el marqués de Vegallana, que había viajado y recordaba que se decía: «un Zurbarán», «un Murillo», etc., etc., tratándose de cuadros.
Y Bermúdez se atrevía a rectificar también:
—En mi opinión más parece de Praxíteles.
El marqués se encogía de hombros.
—Sea Praxíteles. Las señoras eran las que podían juzgar mejor, porque muchas de ellas habían conseguido ver a Anita como se ven las estatuas. No sabían si era un Fidias o un Praxíteles, pero sí que era una real moza; un bijou , decía la baronesa tronada que había estado ocho días en la Exposición de París.
Su belleza salvó a la huérfana. Se la admitió sin reparo en la clase , en la intimidad de la clase por su hermosura. Nadie se acordaba de la modista italiana.—Tampoco Ana debía mentarla siquiera, según orden expresa de las tías—. Se había olvidado todo, incluso el republicanismo del padre, todo: era un perdón general. Ana era de la clase; la honraba con su hermosura, como un caballo de sangre y de piel de seda honra la caballeriza y hasta la casa de un potentado.
Las señoritas nobles no envidiaban mucho a Anita, porque era pobre. Para ellas la hermosura era cosa secundaria; daban más valor a la dote y a los vestidos, y creían que las proporciones—los novios aceptables—harían lo mismo. Sabían a qué atenerse. En las tertulias, en los bailes, en las excursiones campestres no le faltarían a la sobrina adoradores; los muchachos de la aristocracia eran casi todos libertinos más o menos disimulados; les atraería la hermosura de Ana, pero no se casarían con ella. Cada niña aristócrata no necesitaba más cuidado que prohibir a su novio formal—el futuro esposo— hacer el amor a la huérfana, a lo menos en presencia de su futura. Si Anita se descuidaba, pensaban las herederas, podía verse comprometida sin ninguna utilidad. Dentro de la nobleza no era probable que se casara. Los nobles ricos buscaban a las aristócratas ricas, sus iguales; los nobles pobres buscaban su acomodo en la parte nueva de Vetusta, en la Colonia india, como llamaban al barrio de los americanos los aristócratas. Un indiano plebeyo, un vespucio —como también los apellidaban—pagaba caro el placer de verse suegro de un título, o de un caballero linajudo por lo menos.
El cálculo de las tías respecto al matrimonio de Ana no se había modificado a pesar de la gran hermosura de su sobrina. Por guapa no se casaría con un noble; era preciso abdicar, dejarla casarse con un ricacho plebeyo. Entre tanto, se necesitaba mucha vigilancia y tener advertida a la niña.
—En el gran mundo de Vetusta—decía doña Anuncia—es preciso un ten con ten muy difícil de aprender.
Aunque la explicación de este equilibrio o ten con ten era un poco embarazosa, y más para una señorita que oficialmente debía ignorarlo todo, y en este caso estaba doña Anuncia, convinieron las hermanas en que era indispensable dar instrucciones a la chica.
Pocas veces se permitía Ana manifestar deseos, gustos o repugnancias, y menos estas, tratándose de los gustos y predilecciones de sus tías; pero una noche no pudo menos de expresar su opinión al volver sola de la tertulia íntima de Vegallana.
—¿Te has divertido mucho?—preguntó doña Anuncia, que se había quedado en el comedor, junto a la gran chimenea, leyendo el folletín de Las Novedades . (Era liberal en materia de folletines.)
—No, señora; no me he divertido. Y no quisiera volver allá sin alguna de ustedes. Cuando voy sola....
—¿Qué?—exclamó doña Anuncia, invitando a su sobrina con el tono áspero de aquel monosílabo a que no profiriese censura de ningún género contra la tertulia de su predilección.
—Cuando voy sola... me aburren demasiado aquellos caballeritos.
No era esto lo que quería decir. Bien lo comprendió su tía; pero quería más claridad y replicó:
—¡Aburren!¡Aburren! Explíquese usted, señorita. ¿Es que le parece poco fina la sociedad de Vetusta?
Por el usted y la ironía comprendió Ana que doña Anuncia se había disgustado.
—No es eso, tía; es que hay algunos... muy atrevidos.... No sé qué se figuran. Ustedes no quieren que yo sea obscura, seria, huraña....
—Claro que no...—Pues que no sean ellos atrevidos. Si Obdulia les consiente ciertas cosas... yo no quiero, yo no quiero.
—Ni yo quiero tampoco que tú te compares con Obdulia. Ella es... una cualquier cosa, que no sé cómo la admiten en la tertulia; y por darse tono, por decir que es íntima de la marquesa y de sus hijas, pasa por todo. Tú eres de la clase.
—Es que no sólo Obdulia es la que tolera... lo que yo no quiero tolerar. Las mismas Emma, Pilar y Lola consienten confianzas....
—¡No me toques a las hijas del marqués!—gritó la tía, poniéndose en pie y dejando caer el Werther sobre la raída alfombra.
—«Soy una bestia, pensó; debí haber callado». Cada vez que faltaba a su propósito de no contradecir a las tías, sentía una especie de remordimiento, como el del artista que se equivoca.
Entró doña Águeda. Había oído la conversación desde el gabinete. Las dos hermanas se miraron. Era llegada la ocasión de explicar lo del ten con ten.
—Oye, Anita—dijo con voz meliflua la perfecta cocinera—; tú eres una niña; y aunque nosotras poco sabemos del mundo, tenemos alguna experiencia, por lo que se observa.
—Eso es; por lo que observamos en los demás.
—En el mundo en que has entrado, y al que perteneces de derecho, es necesario... un ten con ten especial.
—Un ten con ten, eso.—Sobre todo en el trato con los hombres. Tú habrás notado que en público los de la clase jamás faltan a la más estricta y meticulosa... eso, decencia.
—Que es lo principal—dijo doña Anuncia, como quien recita el decálogo.
—Nunca habrás visto a Manolito, ni a Paquito, ni al baroncito, ni al vizconde, ni a Mesía, que no es noble, pero anda con ellos, propasarse en lo más mínimo.... Pero en el trato íntimo, el que no es más que de la clase, ya es otra cosa.
—Otra cosa muy distinta—dijo doña Anuncia, comprendiendo que a ella, por mayor en edad, le tocaba seguir explicando el ten con ten.
—Como todos somos parientes—continuó—de cerca o de lejos, nos tratamos como tales; y ni porque se te acerquen mucho para hablarte, ni porque hagan alusiones picarescas, y siempre llenas de