—Sí, señor—interrumpió la marquesa de Vegallana, que no toleraba los discursos de Glocester—; sí señor, su madre era una perdida, corriente; pero la chica se presenta bien, según dicen sus tías; es muy dócil y muy callada.
—Ya lo creo que calla; como que no puede hablar aún de pura debilidad.
Esto lo dijo el médico de la aristocracia, don Robustiano, que asistía a Anita.
Aquella noche se acordó en la tertulia acoger a la hija de don Carlos como una Ozores, descendiente de la mejor nobleza. No se hablaría para nada de su madre; esto quedaba prohibido, pero ella sería considerada como sobrina de quien tantos elogios merecía.
Gran consuelo recibieron doña Anuncia y doña Águeda al saber por el médico esta resolución de la nobleza vetustense.
Ana estaba muchas horas sola. Sus tías tenían costumbre de trabajar—hacer calceta y colcha—en el comedor; la alcoba de la sobrina estaba al otro extremo de la casa.
Además, las ilustres damas pasaban mucho tiempo fuera del triste caserón de sus mayores. Visitaban a lo mejor de Vetusta, sin contar la visita al Santísimo y la Vela, que les tocaba una vez por semana. Asistían a todas las novenas, a todos los sermones, a todas las cofradías, y a todas las tertulias de buen tono. Comían dos o tres veces por semana fuera de casa. Lo más del tiempo lo empleaban en pagar visitas. Esta era la ocupación a que daban más importancia entre todas las de su atareada existencia. No pagar una visita de clase , les parecía el mayor crimen que se podía cometer en una sociedad civilizada. Amaban la religión, porque éste era un timbre de su nobleza, pero no eran muy devotas; en su corazón el culto principal era el de la clase, y si hubieran sido incompatibles la Visita a la Corte de María y la tertulia de Vegallana, María Santísima, en su inmensa bondad, hubiera perdonado, pero ellas hubieran asistido a la tertulia.
La etiqueta, según se entendía en Vetusta, era la ley por que se gobernaba el mundo; a ella se debía la armonía celeste.
Suprimida la etiqueta, las estrellas chocarían y se aplastarían probablemente. ¿Qué sabía de estas cosas la sobrinita? Esta era la cuestión. Las miradas de doña Águeda, algo más gruesa, más joven y más bondadosa que su hermana, iban cargadas de estas preguntas cuando se clavaban en Anita al darle un caldo.
La huérfana sonreía siempre; daba las gracias siempre. Estaba conforme con todo. Las tías veían con impaciencia que se prolongaba aquel estado. La niña no acababa de sanar, ni recaía; no se presentaba ninguna solución. Además, así no se podía conocer su verdadero carácter. Aquella sumisión absoluta podía ser efecto de la enfermedad. Don Robustiano dijo que eso era.
Una tarde, tal vez creyendo que dormía la sobrinilla o sin recordar que estaba cerca, en el gabinete contiguo a su alcoba hablaron las dos hermanas de un asunto muy importante.
—Estoy temblando, ¿a qué no sabes por qué?—decía doña Anuncia.
—¿Si será por lo mismo que a mí me preocupa?
—¿Qué es?—Si esa chica...—Si aquella vergüenza...—¡Eso!—¿Te acuerdas de la carta del aya?
—Como que yo la conservo.—Tenía la chiquilla doce o catorce años, ¿verdad?
—Algo menos, pero peor todavía.
—Y tú crees... que...—¡Bah! Pues claro.—¿Si será una Obdulita?
—O una Tarsilita. ¿Te acuerdas de Tarsila que tuvo aquel lance con aquel cadete, y después con Alvarito Mesía no sé qué amoríos?
—Todo era inocencia—decían los bobalicones de aquí.
—Pues mira la inocencia; creo que en Madrid tiene así los amantes (juntando y separando los dedos.)
—Si es claro, si genio y figura...—Cuando falta una base firme... —¡Si sabrá una!...—¿Pues, Obdulita? Ya ves lo que se dijo el año pasado; después se negó, se aseguró que era una calumnia...—¡A mí, que soy tambor de marina!
—¡Si sabrá una!—¡Si una hubiera querido! Y suspiró esta señorita de Ozores. Suspiró su hermana también.
Ana que descansaba, vestida, sobre su pobre lecho, saltó de él a las primeras palabras de aquella conversación. Pálida como una muerta, con dos lágrimas heladas en los párpados, con las manos flacas en cruz, oyó todo el diálogo de sus tías.
No hablaban a solas como delante de los señores de clase ; no eran prudentes, no eran comedidas, no rebuscaban las frases. Doña Anuncia decía palabras que la hubieran escandalizado en labios ajenos. La conversación tardó en volver al pecado de Ana, a la vergüenza de que les hablaba la carta de doña Camila. La huérfana oía, desde su alcoba, historias que sublevaban su pudor, que le enseñaban mil desnudeces que no había visto en los libros de Mitología. Pero aquellas mujeres ya se habían olvidado de ella. Tarsila, Obdulia, Visitación, otro pimpollo que se escapaba por el balcón en compañía de su novio, la misma marquesa de Vegallana, sus hijas, sus sobrinas de la aldea, todo Vetusta, la de clase inclusive, salía allí a la vergüenza, en aquella venganza solitaria de las dos señoritas incasables de Ozores. En aquel mundo de flaquezas, de escándalos, ¿quién recordaba ya la aventura, poco conocida al cabo, de la sobrinilla enferma?
Volvieron sin embargo las solteronas al punto de partida; según ellas, se trataba de un marinero que había abusado de la inocencia o de la precocidad de la niña. Se discutió, como en el casino de Loreto, la verosimilitud del delito desde el punto de vista fisiológico. Hablaron aquellas señoritas como dos comadronas matriculadas. ¡Qué riqueza de datos! ¡Qué empirismo tan provisto de documentos! Doña Anuncia tenía la boca llena de agua. Buscaba a cada momento el recipiente de porcelana que estaba a los pies de su butaca.
«En cuanto a la moral, tampoco era el caso grave, porque en Vetusta nadie debía de saber nada. Lo malo sería que aquella muchacha hubiera seguido con vida tan disoluta. Pero no había motivo para creerlo. Nada más habían sabido que la condenase. Sobre todo, pronto se había de ver».
Ana, que tuvo valor para sufrir hasta la última palabra, comprendió que sus tías lo perdonaban todo menos las apariencias: que con tal de ser en adelante como ellas, se olvidaba lo pasado, fuese como fuese. Cómo eran ellas ya lo iba conociendo. Pero estudiaría más.
Había habido algunos minutos de silencio.
Doña Águeda lo rompió diciendo:
—Y yo creo que la chica, si se repone, va a ser guapa.
—Creo que era algo raquítica, por lo menos estaba poco desarrollada....
—Eso no importa; así fuí yo, y después que...—Ana sintió brasas en las mejillas—empecé a engordar, a comer bien y me puse como un rollo de manteca.
Y suspiró otra vez doña Águeda, acordándose del rollo que había sido.
Doña Anuncia había tenido sus motivos para no engordar: unos amores románticos rabiosos. De aquellos amores le habían quedado varias canciones a la luna, en una especie de canto llano que ella misma acompañaba con la guitarra. Una de las canciones comenzaba diciendo:
Esa luna que brilla en el cielo
melancólicamente me inspira:
es el último son de mi lira
que por última vez resonó.
Se trataba de un condenado a muerte.
El bello ideal de doña Anuncia había sido siempre un viaje a Venecia con un amante; pero una vez que el siglo estaba metalizado y las muchachas no sabían enamorarse, ella quería utilizar, si era posible, la hermosura de Ana, que si se alimentaba bien sería guapa como su padre y todos los Ozores, pues