Un estudio de la gracia de Dios es un estudio del contraste entre la situación desesperada de la humanidad y el abundante remedio que, mediante la gracia, Dios provee para nosotros a través de Jesucristo. Este contraste es hermosamente descrito en las palabras de un antiguo himno:
Somos Culpables, viles e indefensos,
Él es el Cordero sin mancha de Dios;
¡Expiación completa! ¡Aleluya, qué Salvador!7
En el capítulo 2, vimos que todos somos realmente culpables, viles e incapaces de ayudarnos. Reconocimos que todos estamos igualmente necesitados de la gracia de Dios. En este capítulo, consideraremos la divina provisión de gracia para nuestra desesperada situación.
Cuando una pareja comprometida acude a una tienda de joyería para comprar ese diamante especial, el joyero a menudo coloca una almohadilla oscura de terciopelo y sobre ella pone cuidadosamente cada diamante. El contraste del terciopelo oscuro provee el fondo que realza el brillo y la belleza de cada diamante.
Nuestra condición pecaminosa difícilmente califica como una carpeta de terciopelo, pero en contraste con la oscura culpa y la corrupción moral, la gracia de Dios en la salvación resplandece como un diamante hermoso y puro.
Nuestra ruina, el remedio de Dios
El apóstol Pablo utilizó un fondo contrastante cuando describió el remedio de Dios para nuestra ruina en una serie de textos de la Escritura, a los que me gusta llamar los hermosos “peros” de Dios.
Ya hemos visto el oscuro trasfondo que Pablo presentó en su crítica contra la humanidad, tanto de los religiosos como de los irreligiosos, en Romanos 3:10-12. En los versículos 13-20 ahondó en esa crítica, concluyendo finalmente en el versículo 20, “ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado”.
Habiendo presentado el oscuro trasfondo de nuestra ruina, Pablo procede a mostrarnos el brillante diamante del remedio de Dios. Notemos como inicia: “Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas” (versículo 21). Todos nos encontramos en la ruina, pero ahora Dios ha provisto un remedio: una justicia que viene de parte de Dios por medio de la fe en Jesucristo. Esta justicia es “aparte de la ley”, es decir, no considera qué tan bien o qué tan mal hemos obedecido la ley de Dios.
Bajo la gracia de Dios, la extensión o calidad de nuestra obediencia a la ley no es relevante. En lugar de ello, aquellos que tienen fe en Jesucristo son “justificados gratuitamente por su gracia” (versículo 24). Ser justificados significa más que el solo ser declarados “no culpables”. Realmente significa ser declarado justo delante de Dios. Significa que Dios ha imputado la culpa de nuestro pecado en su Hijo, Jesucristo, y nos ha imputado o acreditado la justicia de Dios.
Notemos, sin embargo, que somos justificados por su gracia. Es por la gracia de Dios que somos declarados justos delante de él. Todos somos culpables delante de Dios, condenados, viles e incapaces de ayudarnos. No tenemos argumentos ante Dios; el desenlace de nuestro caso estaba completamente de su lado. Él podía, con total justicia, habernos sentenciado como culpables, porque eso es lo que éramos, y consignarnos a la condenación eterna. Eso es lo que hizo a los ángeles que pecaron (ver 2 Pedro 2:4) y él pudo haber hecho eso con nosotros y habría sido perfectamente justo. Él no nos debía nada; nosotros le debíamos todo.
Pero, debido a su gracia, Dios no nos envió a todos al infierno; en lugar de ello, proveyó un remedio para nosotros a través de Jesucristo. Romanos 3:25 dice, “a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia”. ¿Qué es un sacrificio de propiciación? Una nota al pie de página de la NIV proporciona una traducción alternativa a este texto: “aquel que desviaría su ira, quitando el pecado”.
El significado de Cristo como el sacrificio de expiación, entonces, es que Jesús, mediante su muerte, desvió la ira de Dios al ponerla sobre sí mismo. Mientras colgaba de la cruz, él cargó nuestros pecados en su cuerpo y recibió toda la ira de Dios en lugar nuestro. Como dijo Pedro, “Él mismo, en su cuerpo, llevó al madero nuestros pecados”, y sufrió, “el justo por los injustos” (1 Pedro 2:24; 3:18). En su muerte, Jesús satisfizo por completo la justicia de Dios, que requería muerte eterna como la paga del pecado.
Es importante que notemos quién presentó a Cristo como este sacrificio de expiación. Romanos 3:25 dice que Dios lo presentó. El plan de redención era el plan de Dios y fue llevado a cabo por iniciativa de él. ¿Por qué hizo esto? Solo hay una respuesta: por su gracia. La expiación fue el favor de Dios extendido a las personas que solo merecían su ira. La expiación de Dios fue poner un puente sobre el terrible “Gran Cañón” del pecado, para llegar a las personas que estaban en rebeldía contra él. Y él hizo esto a un costo infinito para él, enviando a Jesús a morir en lugar nuestro.
Otro de los maravillosos “peros” de Dios se encuentra en Efesios 2:1-5:
Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia, entre los cuales también todos nosotros vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás.
Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos).
Nuevamente vemos el contraste entre nuestra ruina y el remedio de Dios. En los versículos 1-3, Pablo nos describió como muertos en nuestros pecados, bajo la influencia de Satanás, cautivados por el mundo, prisioneros de nuestros deseos pecaminosos y objetos de la ira de Dios. ¿Podría presentársenos una imagen más oscura, un trasfondo más contrastante? Pero contra este oscuro trasfondo, Pablo, una vez más, presenta el diamante de la gracia de Dios.
¡Pero Dios intervino! Estábamos muertos en nuestras transgresiones, pero Dios intervino. Éramos esclavos del pecado, pero Dios intervino. Éramos objetos de la ira, pero Dios intervino. Dios, que es rico en misericordia, intervino. Por su gran amor a nosotros, Dios intervino y nos dio vida en Cristo, incluso cuando estábamos muertos en nuestros delitos y pecados. Todo esto se resume en una breve declaración: “Por gracia sois salvos”. Nuestra condición era devastadora, no teníamos esperanza, pero Dios intervino por gracia.
Una tercera instancia de los maravillosos “peros” de Dios se presenta en Tito 3:3-5:
Porque nosotros también éramos en otro tiempo insensatos, rebeldes, extraviados, esclavos de concupiscencias y deleites diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles, y aborreciéndonos unos a otros.
Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo.
Nuevamente Pablo establece un contraste entre nuestra ruina y el remedio de Dios. El contraste no podría ser más audaz y completo. Nuestra necedad, desobediencia y esclavitud hacia toda clase de deseos pecaminosos son contrastadas con la bondad, la misericordia y el amor de Dios. Los injustos son declarados justos (justificados) por su gracia (ver Tito 3:7). ¡La gracia de Dios es realmente sublime!
Por tanto, la gracia de Dios no complementa nuestras buenas obras. En lugar de ello, su gracia vence nuestras malas obras, que son nuestros pecados. Dios hizo esto al poner nuestros pecados sobre Cristo y al dejar caer sobre él la ira que nosotros merecíamos. Debido a que Jesús pagó completamente el terrible castigo de nuestros pecados, Dios pudo extender su gracia a nosotros mediante el perdón total de nuestros pecados.