En la Grecia del siglo VIII a. C. la medicina se arrogó un carácter religioso al lado de los remedios empíricos. Las prácticas curativas llevadas a cabo en los templos de la salud erigidos en honor del dios Asclepios comprendían diversos métodos que, entre otros, incluían adivinación, medidas higiénico-dietéticas, rezos y plegarias a los dioses. Una vez finalizada la peregrinación al santuario, la costumbre establecía la entrega de un tipo de ofrenda votiva que expresaba la materialización de una petición o un favor, constituyéndose en un material cargado de información visual y textual.
Siglos después, en medio del contexto cristiano, el exvoto se interpretó como una contraprestación material y perdurable que se ofrecía a la representación de un santo, lo que generó una división que se mantiene hasta nuestros días: la imagen beatífica, fortalecida como objeto sagrado, se convirtió luego en pieza museística; y el exvoto, arraigado en la tradición popular, conservó su esencia como objeto íntimo de culto.
En la actualidad, los exvotos constituyen una manifestación de las gentes sencillas que utilizan la narrativa escultórica, pictórica o escrita para expresar un sentir, un agradecimiento, solicitar una mediación o implorar protección a un ser considerado espiritualmente superior (Luna, 2000, p. 71). En lo que concierne al papel de protección, el exvoto adquiría también un carácter apotropaico, un elemento de salvaguardia, mágico o sobrenatural exteriorizado en actos, gestos, objetos o frases rituales, cuyo propósito consistía en alejarse o protegerse del mal, de los malos espíritus, hechizos y maleficios o de una enfermedad, en particular:
Normalmente en el exvoto se representa solo la parte del cuerpo que necesita curación. El cuerpo de este modo no está verdaderamente fragmentado, sino que, por el contrario, las partes representan la necesidad de alcanzar a estar reunidas. Las partes engendran la posibilidad del todo, de la salvación de la unidad perdida. (Ramírez, 2013, p. 186)
El medievalista Michel Mollat, en 1973, introdujo la expresión exvoto suscepto,1 empleada tradicionalmente en este tipo de objetos, como distintivo del vínculo material creado por el fiel o por petición suya para unirse con la divinidad (Littman, 1996, p. 31). Una relación que hace posible anticipar el don divino que se espera a cambio. Una forma de acto propiciatorio que pide la intervención de fuerzas celestiales en “circunstancias precisas, por ejemplo, un peligro que acecha, o cuando la debilidad humana se hace más obvia y la protección divina se suplica con angustia” (Littman, 1996, p. 33).
En concordancia, teniendo en cuenta el origen de las imágenes de los santos que cumplen el papel de mediadores tanto en la súplica como en el agradecimiento, es posible incluirlos en el ámbito de las ofrendas votivas, una afirmación que desbordaría el propósito de la presente investigación; sin embargo, esa tesis apoyaría, entre otros argumentos, la posible transferencia de atributos en la historia de la iconografía religiosa. Para la muestra, los senos cercenados de santa Águeda en la representación neogranadina de santa Bárbara.
Tanto la imagen canónica como el exvoto han cumplido funciones análogas desde orillas opuestas: la primera, desde el estamento eclesiástico, con narrativas que desempeñan una doble función como ornamento y como intermediación, cuya “principal pretensión es de índole moral y abstracta, ya sea suplicando protección material, alcanzar el reino de los cielos o la paz de espíritu. Regularmente su expresión es indeterminada como favor o gracia concedida” (González, 1986, p. 21). El exvoto, por su parte, muestra y socializa los temores, las carencias, las penurias y los posibles modos de solución, con sus aspiraciones y utopías concretas, por ejemplo, curar males corporales o solucionar problemas del diario vivir que ninguna estructura civil o política les puede ofrecer (González, 1986). “La enfermedad de un pariente congregaba a la familia alrededor de un altar doméstico, y un difícil parto movilizaba a las mujeres de la casa en busca de reliquias, estampas y alimentos o bebidas dotadas de poder sobrenatural” (Littman, 1996, p. 48).
En tal sentido, se puede recurrir al concepto de fabricación de los santos como producto de un acto espontáneo de las comunidades cristianas locales, que crearon en antaño un culto alrededor de personajes venerados por sus vidas ejemplares, muchas veces representadas sin fundamentos históricos reales, y también por su poder, sobre todo, a través de sus restos mortales, valorados como reliquias auténticas (Woodward, 1992).
De manera oficial, el género literario de las vidas de los santos en el cristianismo surge solo hasta el siglo V, apartándose definitivamente de la tradición mosaica,2 que prohibía la adoración de todo ser distinto a Yahvé, así como su representación en imágenes. Desde los primeros tiempos de la nueva religión ya existían crónicas aisladas apropiadas de la épica grecorromana, que introducían en el imaginario del pueblo contenidos religiosos y de las Sagradas Escrituras. Los héroes míticos de la Antigüedad clásica fueron retomados y adoptados como héroes cristianos que enriquecieron la piedad popular (Quevedo, 2007). Los ejemplos son numerosos: desde esta perspectiva es posible relacionar a Orfeo con Cristo, a Isis con María, a los héroes de mitos cosmogónico-heroicos con san Jorge en su lucha contra el dragón; adicionalmente, a santa Bárbara con Dánae, figura icónica de la mitología griega, encerrada en una torre por su padre Acrisio y comúnmente representada exhibiendo uno de sus senos. Para completar esta lista, una asociación hipotética: santa Águeda con las amazonas de la épica griega.
En medio de la estructuración de la doctrina cristiana, es posible que la imagen de templanza y sacrificio propia de la leyenda de las mujeres guerreras que se cortaban o se quemaban el seno derecho, con el fin de tensar el arco con mayor facilidad, haya sido inspiradora para moldear figuraciones de mártires de la nueva religión. Según el relato de Plinio el Viejo, los fieles presentaban exvotos a las amazonas en el templo de Artemisa, en Éfeso, cerca al siglo II a. C. En la mitología griega, los senos alojaban a la vez la potencia y la vulnerabilidad femenina. “Una fuerza destructora era liberada cuando las mujeres abandonaban su papel de criadoras de los hombres y se concedían los atributos viriles […] convirtiéndose en poderosas criaturas que imponían miedo y respeto” (Yalom, 1997, p. 39). Esa misma saga sería introducida a través de la conquista española a comienzos de 1540, cuando los expedicionarios al mando de Francisco de Orellana dieron su nombre al río Amazonas tras una lucha con los indígenas, en la que las mujeres tomaron parte activa. Como si se tratara de una doble vía, la imagen de los indígenas se concebiría después en Europa bajo el rasgo de gentes desnudas y bárbaras.
Una vez se realizaba la apropiación del conjunto heroico al culto del santo, el relato se engrandecía por la passio, una narración de la muerte de aquel, que exaltaba las condiciones y detalles del martirio. Comúnmente, el episodio comprendía una declaración de renuncia a la vida propia antes que traicionar a la fe. Su carácter edificante impulsaba la fidelidad a la religión y el fervor a las reliquias. Después de esto, se procedía a la escritura de sus vidas, enriquecidas por leyendas creadas o apropiadas en épocas posteriores a las muertes que narraban. “Estos materiales literarios fueron tomados por algunos poetas latinos, quienes fusionarían el género de las vidas con la passio, dando origen así al contenido tradicional de lo que se conoce como hagiografía” (Quevedo, 2007, p. 50).
El culto a los mártires hacía parte de la vida cotidiana de los habitantes de las ciudades medievales, y los templos dedicados a sus memorias eran visitados a diario por los fieles. Los lugares de veneración eran ornamentados con sus efigies y los actos piadosos incluían, entre otros, la adquisición de las representaciones de su devoción particular, de acuerdo con una tradición vigente desde el Concilio de Nicea, en el año 787, cuando se determinaron los cimientos del culto a las imágenes propios de la estética cristiana y la licitud de ellas, y además, se consolidó la veneración de las “obras artísticas sensibles por las que ascendemos a la contemplación espiritual. El arte es como un lazarillo que nos lleva de la mano hacia Dios” (Plazaola, 1999, p. 52).
El poder taumatúrgico de la imagen de culto fue sin duda, y sigue siendo, uno de los fines prioritarios de su posesión y veneración, porque sus representaciones no solo son modelos ético-religiosos sino también instancias divinas dispensadoras de auxilio en momentos difíciles. Muchas debieron de ser las personas