–Sí, Chloe –respondió con rigidez–. Ben tiene algo de pelo, y te agradará saber que es de un precioso tono rubio cobrizo.
–¿Has dicho rojizo…?
–No, rubio cobrizo.
–Excelente –repuso Chloe con alivio–. Ah, tía Tess, y por lo que más quieras, ponle algo decente. ¿Qué tal ese bonito conjunto que le envié desde Milán?
Las visitas fugaces de Chloe nunca habían sido frecuentes, pero en los últimos meses, en los que había despegado en su profesión de actriz gracias a varios papeles pequeños pero bien acogidos, las visitas eran casi inexistentes.
Tess sintió una punzada de culpabilidad por no haber lamentado su ausencia, pero la vida era mucho más sencilla sin el estrés y el revuelo producidos por las visitas de Chloe. El problema era que su sobrina quería ser el centro de atención, y no le agradaba compartirla con nadie… ni siquiera con un bebé.
–Se le ha quedado pequeño.
–Vaya, qué lástima… Al menos, asegúrate de que no se ha pringado de mermelada o algo así –a Chloe le costaba trabajo aceptar que los niños no olían a limpio y a jabón en su estado normal–. Quiero que Ian se lleve una buena impresión.
«Si la tuviera aquí delante, la estrangularía», pensó Tess, y la voz le tembló de indignación contenida al responder:
–Esto no va a ser una audición, Chloe.
–No, será el comienzo del resto de mi vida –fue la respuesta melodramática y vibrante, como si estuviera ensayando una frase de su último papel. El tono de Chloe cambió con brusquedad–. Tengo que dejarte, tía Tess… Tengo clase de yoga dentro de media hora, y no puedo perdérmela. Deberías probarlo… Es increíble la armonía interior que he desarrollado. Hasta pronto –y colgó.
Tess pensó que jamás volvería a sentir harmonía, ni interior ni de ninguna otra clase, cuando las náuseas que sentía la impulsaron a subir las escaleras de dos en dos hasta el baño. Llegó justo a tiempo. Cuando su estómago se vació, se lavó la cara con agua fría. El rostro que la miraba desde el espejo tenía una palidez cerosa, y estaba dominado por unos enormes ojos verdes. La desesperación y el pánico que sentía se reflejaban claramente en las profundidades esmeralda y, aunque siempre que hablaba con Chloe se sentía mucho más vieja, ni siquiera aparentaba tener sus casi treinta años.
Sus pies la llevaron automáticamente a la puerta entreabierta de uno de los dos dormitorios de la casa. Entró sin hacer ruido. Había corrido las cortinas para resguardar la estancia del sol de la tarde, y se acercó en silencio a la cuna en la que una pequeña figura dormía la siesta. Llevaba puesto un peto… y estaba profundamente dormido.
El alborotado pelo rubio cubría su cabeza con mechones terminados en punta. Tenía el rostro sonrosado y sus largas pestañas reposaban sobre la pronunciada curva de su mejilla de bebé.
Tess cerró los ojos y una lágrima resbaló por su mejilla. Si, meses atrás, alguien le hubiera dicho que era posible amar tanto a una persona que incluso causaba dolor, ella, que había vivido tan entregada a su profesión, se habría reído. Pero así era. Amaba a aquel niño con toda su alma. Sintió el deseo de tomarlo en brazos y huir con él a algún lugar seguro, a algún lugar en el que Chloe no pudiera encontrarlos.
La figura dormida abrió los ojos, vio a Tess y, con una somnolienta sonrisa, volvió a cerrarlos. Tess reprimió los sollozos hasta que salió a trompicones de la habitación.
En las calles reinaba una total oscuridad cuando Rafe Farrar se dirigía hacia la mansión de piedra resguardada tras sus altos muros de las afueras de aquella pintoresca aldea. Una aldea lo bastante alejada del tramo conocido de costa para evitar la explotación y permanecer relativamente intacta y dormida.
Había pasado allí lo que la mayoría de las personas consideraría una infancia idílica. Desde la muerte de su hermano mayor, Alec, y la obligada estancia de su padre en la Riviera, el único habitante permanente de la residencia familiar de los Farrar era su abuelo, un hombre anciano, aunque en absoluto frágil, que no se adaptaba bien a su tardía retirada del mundo de la banca internacional. Dado que Rafe era la oveja negra de la familia, no esperaba una bienvenida muy calurosa.
Al realizar los preparativos para aquella visita obligada, Rafe pensó en ir acompañado: una tercera persona siempre era aconsejable para suavizar la tensión entre el viejo y él. En aquella ocasión, había confiado en poder presentar a esa tercera persona como su futura esposa. Desde el principio, supo que la situación resultaría explosiva, sobre todo cuando su abuelo se enterara de que la futura esposa de su nieto tenía que deshacerse de un marido antes de hacer su segundo viaje al altar. Al menos, Rafe ya no tenía ese problema.
Pensar en el motivo de aquella visita en solitario lo incitaba a apretar sus sensuales labios. Nunca había sentido inclinación por la reflexión o la autocompasión, pero estaba aprendiendo deprisa. Solía conducir con cautela, pero su mirada sombría y amargada no se desvió en aquella ocasión al velocímetro mientras el poderoso motor de su vehículo recorría la estrecha y silenciosa calle a gran velocidad.
–¡Maldita sea! –su lenguaje siguió degenerando cuando, con unos reflejos que rayaban en lo sobrenatural, rozó apenas al perro que había cruzado la calle delante de él.
Todavía maldiciendo, saltó del coche con la fluidez de atleta que caracterizaba todos sus movimientos, y enseguida advirtió que su faro delantero no había salido tan bien librado como el animal. Apartó con el pie los cristales rotos que rodeaban el árbol con el que había chocado, y el faro indemne iluminó al chucho que yacía, tembloroso, sobre la hierba.
–Calma, chico –le dijo en voz firme, pero tranquilizadora. Con la despreocupación y la confianza de una persona que no había experimentado ni un solo instante de nerviosismo con ningún animal, y aquel era grande y fuerte, Rafe deslizó sus competentes manos por la figura escuálida del animal. El perro soportó el reconocimiento con pasividad. Rafe no era un experto, pero parecía que solo padecía los efectos de la conmoción–. Esta es tu noche de suerte, amigo –Rafe rascó la oreja del perro, que lo miró con adoración–. No la mía –añadió con amargura. No le hacía falta mirar la chapa del collar para adivinar de dónde había salido aquel imprudente transeúnte.
No era la clase de animal por el que mucha gente se arriesgaría a romper el faro de su coche. Tenía aspecto fiero, y era el típico perro que siempre se quedaba en el refugio cuando los más atractivos habían sido seleccionados. Su pelaje blanco carecía de lustre, y estaba cubierto de una red de viejas cicatrices. Para colmo, adolecía de una grave halitosis canina. En resumen, solo había una persona que quisiera quedarse con aquel animal. Incluso cuando eran niños, ella siempre se las arreglaba para recoger a todos los animales perdidos o abandonados en un radio de quince kilómetros.
Intentando no pensar en las consecuencias para su tapicería de cuero, Rafe colocó al viejo chucho en el asiento de atrás. Se sentó otra vez detrás del volante y se dirigió hacia la pintoresca casita que Tess Trelawny había heredado de su abuela, la anciana Agnes Trelawny, hacía cuatro años.
Aunque se sorprendió al ver las luces encendidas, Rafe no habría dudado en despertar a Tess en caso contrario. De hecho, se alegraba de tener una razón legítima para gritarle a alguien… ¡porque aquella noche quería gritar! Y con Tess no tenía que preocuparse por la sensibilidad femenina; era dura de pelar y muy capaz de defenderse sola. Cuanto más lo pensaba, más feliz se sentía de dar aquel obligado rodeo.
Con el perro húmedo y maloliente en los brazos, dio un puntapié beligerante a la puerta de la cocina, que se abrió con una serie de chirridos de película de terror.
–Tienes que engrasar la puerta –anunció mientras traspasaba el umbral iluminado. No fue solo la luz brillante lo que le hizo parpadear y echarse atrás, estupefacto, sino el desorden que reinaba en la habitación. Por alguna razón, el contenido de todos los armarios estaba repartido en montones desordenados por toda