El derecho masculino
Se juzga por lo que la mujer es, a la luz de lo que una mujer debería ser en atención a lo que la sociedad espera de ella por su condición genérica.
Felipa Leticia Cabrera Márquez, “El estudio de personalidad aplicado a mujeres privadas de su libertad…”
Pensado desde un punto de vista masculino, el sistema penal resulta inapropiado para evaluar equitativamente las conductas de las mujeres. En algunos países se criminalizan las decisiones sobre el propio cuerpo, como sería el caso de la prostitución o el aborto; en casi todos se sobrecastigan los delitos que más frecuentemente cometen las mujeres, como el traslado o comercio de drogas en pequeña escala, que llenan las cárceles y permiten presentar “resultados satisfactorios en la lucha contra el narcotráfico” sin tocar a los verdaderos delincuentes. Pero el sesgo androcéntrico abarca más que la construcción legal de delitos femeninos; abarca la interpretación de motivaciones, la credibilidad que se otorga a las declaraciones y la consideración de agravantes o atenuantes que se tienen en cuenta para evaluar cada delito. Puede decirse que “el desarrollo de las interpretaciones sexuadas del derecho se replica aún en los tiempos que corren con decisiones jurisdiccionales implantadas en los tradicionales valores masculinos” (Bergalli, 2009: 14). Así se da el caso que, ante la comisión de delitos semejantes, las mujeres reciben penas más severas que los hombres (Almeda, 2002, 2003). En los casos de asesinato de la pareja, las conductas catalogadas como masculinas, como sería el uso de la fuerza motivada por la ira o el alcohol, pueden usarse como atenuantes, mientras que las estrategias femeninas, menos violentas pero que pueden incluir planificación y postergación del asesinato, se consideran agravantes. Además, aun en los casos en que la mujer haya sido maltratada reiteradamente, no se considera que actúa en defensa propia si la respuesta no se manifiesta mientras la están agrediendo, cosa casi imposible dada la correlación de fuerzas. Este sesgo androcéntrico de la interpretación de las leyes hace que ante los mismos delitos las mujeres resulten más castigadas, con lo que medidas tomadas en principio para su protección terminen actuando en su contra. Así, las leyes contra el proxenetismo, en lugar de llevar a la cárcel a los traficantes de mujeres, se aplican preferentemente a las viejas prostitutas que alquilan habitaciones para prácticas sexuales, aunque no empleen ningún medio de coerción.
El sistema penal acepta con menos esfuerzo la concepción de las mujeres como víctimas pasivas porque esta imagen refuerza los estereotipos de género, aunque evidentemente tal imagen no contribuye al empoderamiento femenino ni tiene en cuenta su propia percepción de los hechos.2 La reticencia de amplios sectores del feminismo para escuchar las demandas de las trabajadoras sexuales y los intentos constantes de caratular todo el amplio y complejo mundo de la economía ligada al sexo como si solo fuera trata son casos extremos de victimización de mujeres de sectores con pocos recursos sociales y económicos (Federici, 2014, 2018). A partir de fenómenos como este, Encarna Bodelón se refiere a los riesgos perversos que entraña la construcción de un sujeto femenino en el derecho, cuyos peores efectos se encuentran en la victimización de las mujeres, degradadas a la situación de seres vulnerables necesitados de tutela. También señala que es sorprendente que el feminismo, pese a su vocación liberadora, se haya arriesgado a establecer una relación de complicidad con el derecho a la hora de establecer un estatus de debilidad/inferioridad a las mujeres (Larrauri, 1994; Bodelón, 1998; Mestre i Mestre, 2007).
Tradicionalmente, el feminismo ha tenido problemas para relacionarse con las mujeres de los sectores subalternos y para entender las conductas que pueden considerarse desviadas de la norma. En sus dos vertientes originales, la de origen puritano, ligada a Estados Unidos y los países nórdicos, y la izquierdista, nutrida de una tradición marxista, había dificultad para aceptar el diálogo con las infractoras. En el primer caso, porque las reivindicaciones se habían apoyado en “la superioridad moral” de las mujeres, por lo que las transgresoras solo podían ser vistas como víctimas de delincuentes masculinos. En el segundo, porque al no formar parte del proletariado organizado, las mujeres (como los campesinos, los indígenas, los sin techo o los sin trabajo) eran relegadas al campo del lumpenproletariado y sus reivindicaciones, reabsorbidas por las de los trabajadores en general si eran asalariadas, o ignoradas si pertenecían a grupos estigmatizados (Juliano, 2002, 2004, 2017).
En sociedades donde la antigua clasificación en clases sociales es menos evidente y el control religioso está perdiendo peso, la idea del orden social se centra más en las transgresiones individuales aunque, como hemos visto, el conservadurismo se expresa a través del control de los cuerpos. Así, los antiguos “pecados” se recodifican como delitos y las polémicas pasan sobre si hay que penalizar o no la homosexualidad (batalla que han ganado las posiciones progresistas), si se debe aceptar y otorgar los documentos correspondientes a las personas transexuales (se está avanzando en ese terreno), qué hacer con la prostitución y con el aborto (hay avances y retrocesos) o cómo regular las nuevas tecnologías reproductivas, incluso los úteros de alquiler, temas sobre los que dista mucho de haber acuerdos. Ante las dudas, los políticos se inclinan hacia la penalización, en una deriva desde la desviación hacia el delito. Lo hacen porque parten del supuesto de que la opinión pública es conservadora y que la gente aprecia más la seguridad que la justicia. Así, mediante el endurecimiento del Código Penal, además de multiplicar el número de personas privadas de libertad, como se ha generalizado en casi todos los países en los últimos años, se pretende difundir el mensaje de que el gobierno (el que sea) se preocupa por los problemas sociales, y esta es una solución más fácil que atender los problemas reales de la gente, que pasan más por la inseguridad laboral, los bajos salarios, la precariedad de los trabajos y la falta de infraestructuras escolares y sanitarias que permitan vivir en mejores condiciones; sin tener en cuenta las carencias en inversiones a más largo plazo en infraestructuras y viviendas.
Estas circunstancias permiten entender que, por una parte, se genere artificialmente una sensación de inseguridad ciudadana, mediante informaciones sensacionalistas de los delitos cometidos, que hacen que la percepción del peligro crezca, aunque la delincuencia se mantenga en los mismos niveles, o aun decrezca. Esto se complementa con una criminalización de colectivos sociales enteros, como los inmigrantes ilegales en Europa o los villeros en Argentina, sobre los cuales se puede entonces actuar con violencia e impunidad.
Como señala María Luisa Maqueda Abreu (2008: 26):
La sospecha basada en el aspecto físico, en el origen étnico, en la ropa, en la actitud, es razón bastante para la puesta en marcha de los dispositivos de control, para el acoso policial […] La consigna de tolerancia cero no pasa por criminalizar el abuso policial, ni las detenciones arbitrarias, ni los malos tratos […] que han aumentado en los últimos años además de las torturas y los tratos degradantes a los detenidos.
Este giro hacia la judicialización de las conductas consideradas desviadas ha sido acompañado y aplaudido por algunos sectores conservadores del feminismo y culminó, a fines de la década de 1970, con la organización de Women Against Pornography (WAP), que propició las disposiciones de Ronald Reagan que implantaban la censura. La influencia de estos sectores ultraconservadores se extendió por todo el mundo y es aún visible en las campañas abolicionistas contra la prostitución.
Transgredir y cuestionar
Motines, fugas y suicidios son [en las cárceles de mujeres] parte de una franja difusa en la que es difícil distinguir entre la resistencia y las prácticas institucionales camufladas detrás de aparentes resistencias.
Pilar Calveiro, Violencias de Estado
Como sucede siempre, la represión es solo una de las caras de la moneda, y desconocer la resistencia que se opone a ella es parte de la telaraña de la victimización. Siguiendo una tradición en la cual las mujeres tenemos mucha experiencia, cada medida represiva recibe una contestación, diversa según los momentos y los países.
La primera respuesta ante la represión ha sido siempre la transgresión. Ante normas imposibles de cumplir o que se apartan mucho de los deseos y proyectos propios, algunas de las personas implicadas optan por desobedecer la norma sin cuestionarla, haciendo