No he de molestar al lector relatando las dificultades en que me hallé para, con ayuda de ciertos canaletes, cuya hechura me llevó diez días, conducir mi bote al puerto real de Blefuscu, donde se reunió a mi llegada enorme concurrencia de gentes, llenas del asombro en presencia de embarcación tan colosal. Dije al emperador que mi buena fortuna había puesto este bote en mi camino como para trasladarme a algún punto desde donde pudiese volver a mi tierra natal, y supliqué de Su Majestad órdenes para que se me facilitasen materiales con que alistarlo, así como su licencia para partir, lo que después de algunas reconvenciones de cortesía se dignó concederme.
En todo este tiempo se me hacía maravilla no tener noticia de que nuestro emperador hubiese enviado algún mensaje referente a mí a la corte de Blefuscu; pero después me hicieron saber secretamente que Su Majestad Imperial, no imaginando que yo tuviera el menor conocimiento de su propósito, creía que sólo había ido a Blefuscu en cumplimiento de mi promesa, de acuerdo con el permiso que él me había dado y era notorio en nuestra corte, y que regresaría a los pocos días, cuando la ceremonia terminase. Mas se sintió, al fin, inquietado por mi larga ausencia, y, luego de consultar con el tesorero y el resto de aquella cábala, se despachó a una persona de calidad con la copia de los artículos dictados en contra mía. Este enviado llevaba instrucciones para exponer al monarca de Blefuscu la gran clemencia de su señor, que se contentaba con castigarme no más que a la pérdida de los ojos, así como que yo había huido de la justicia y sería despojado de mi título de nardac y declarado traidor si no regresaba en un plazo de dos horas. Agregó además el enviado que su señor esperaba que, a fin de mantener la paz y la amistad entre los dos imperios, su hermano de Blefuscu daría orden de que me devolviesen a Liliput sujeto de pies y manos, para ser castigado como traidor.
El emperador de Blefuscu, que se tomó tres días para consultar, dio una respuesta consistente en muchas cortesías y excusas. Decía que por lo que tocaba a enviarme atado, su hermano sabía muy bien que era imposible; que aun cuando yo le había despojado de su flota, no obstante, él me estaba muy obligado por los muchos buenos oficios que le había dispensado al concertarse la paz; que, sin embargo, sus dos majestades podían quedar pronto tranquilas, por cuanto yo había encontrado en la costa una colosal embarcación capaz de llevarme por mar, la cual había él dado orden de alistar con mi propia ayuda y dirección, y así confiaba en que dentro de pocas semanas ambos imperios se verían libres de carga tan insoportable.
Con esta respuesta se volvió a Liliput el enviado. El monarca de Blefuscu me refirió todo lo acontecido, ofreciéndome al mismo tiempo —pero en el seno de la más estrecha confianza— su graciosa protección si quería continuar a su servicio. Pero en este punto, aun cuando yo creía sus palabras sinceras, resolví no volver a depositar confianza en príncipes ni ministros mientras me fuera posible evitarlo; y así, con todo el reconocimiento debido a sus generosas intenciones, le supliqué humildemente que me excusase. Le dije que ya que la fortuna, por bien o por mal, había puesto una embarcación en mi camino, estaba resuelto a aventurarme en el Océano antes que ser ocasión de diferencias entre dos monarcas tan poderosos. Tampoco encontré que el emperador mostrase el menor disgusto, y descubrí, gracias a cierto incidente, que estaba muy contento de mi resolución, lo mismo que la mayor parte de sus ministros.
Estas consideraciones me movieron a apresurar mi marcha algo más de lo que yo tenía pensado; a lo que la corte, impaciente por verme partir, contribuyó con gran diligencia. Se dedicaron quinientos obreros a hacer dos velas para mi bote, según instrucciones mías, disponiendo en trece dobleces el más fuerte de sus lienzos. Pasé grandes trabajos para hacer cuerdas y cables, trenzando diez, veinte o treinta de los más fuertes de los suyos. Una gran piedra que vine a hallar después de larga busca por la playa me sirvió de ancla. Me dieron el sebo de trescientas vacas para engrasar el bote y para otros usos. Pasé trabajos increíbles para cortar algunos de los mayores árboles de construcción con que hacerme remos y mástiles, tarea en que me auxiliaron mucho los armadores de Su Majestad, ayudándome a alisarlos una vez que yo había hecho el trabajo más duro.
Transcurrido como un mes, cuando todo estuvo dispuesto, envié a ponerme a las órdenes del emperador y a pedirle licencia para partir. El emperador y la familia real salieron del palacio; me acosté, juntando la cara al suelo, para besar su mano, que él muy graciosamente me alargó, y otro tanto hicieron la emperatriz y los jóvenes príncipes de la sangre. Su Majestad me obsequió con cincuenta bolsas de a doscientos sprugs cada una, con más un retrato suyo de tamaño natural, que yo coloqué inmediatamente dentro de uno de mis guantes para que no se estropeara. Las ceremonias que se celebraron a mi partida fueron demasiadas para que moleste ahora al lector con su relato.
Abastecí el bote con un centenar de bueyes y trescientos carneros muertos, pan y bebida en proporción y tanta carne ya aderezada como pudieron procurarme cuatrocientos cocineros. Tomé conmigo seis vacas y dos toros vivos, con otras tantas ovejas y moruecos, proyectando llevarlos a mi país y propagar la casta. Y para alimentarlos a bordo cogí un buen haz de heno y un saco de grano. De buena gana me hubiese llevado una docena de los pobladores pero ésta fue cosa que el emperador no quiso en ningún modo permitir; y además de un diligente registro que en mis bolsillos se practicó, Su Majestad me hizo prometer por mi honor que no me llevaría a ninguno de sus súbditos, a menos que mediase su propio consentimiento y deseo.
Preparado así todo lo mejor que pude, me di a la vela el 24 de septiembre de 1701, a las seis de la mañana; y cuando había andado unas cuatro leguas en dirección Norte, con viento del Sudeste, a las seis de la tarde divisé una pequeña isla, como a obra de media legua al Noroeste. Avancé y eché el ancla en la costa de sotavento de la isla, que parecía estar inhabitada. Tomé algún alimento y me dispuse a descansar. Dormí bien y, según calculé, seis horas por lo menos, pues el día empezó a clarear a las dos horas de haberme despertado. Hacía una noche clara. Tomé mi desayuno antes de que saliera el sol, y levando ancla, con viento favorable, tomé el mismo rumbo que había llevado el día anterior, en lo que me guié por mi brújula de bolsillo. Era mi intención arribar, a ser posible, a una de las islas que yo tenía razones para creer que había al Nordeste de la tierra de Van Dieme. En todo aquel día no descubrí nada; pero el siguiente, sobre las tres de la tarde, cuando, según mis cálculos, había hecho veinticuatro leguas desde Blefuscu, divisé una vela que navegaba hacia el Sudeste; mi rumbo era Levante. La saludé a la voz, sin obtener respuesta; aprecié, no obstante, que le ganaba distancia, porque amainaba el viento. Tendí las velas cuanto pude, y a la media hora, habiéndome divisado, enarboló su enseña y disparé un cañonazo.No es fácil de expresar la alegría que experimenté ante la inesperada esperanza de volver a ver a mi amado país y a las prendas queridas que en él había dejado. Amainó el navío sus velas, y yo le alcancé entre cinco y seis de la tarde del 26 de septiembre; el corazón me saltaba en el pecho viendo su bandera inglesa. Me metí las vacas y los carneros en los bolsillos de la casaca y salté a bordo con todo mi pequeño cargamento de provisiones. El navío era un barco mercante inglés que volvía del Japón por los mares del Norte y del Sur, y su capitán, Mr. John Biddel, de Deptford, hombre muy amable y marinero excelente. Nos hallábamos a la sazón a la latitud de 30 grados Sur; había unos cincuenta hombres en el barco y allí encontré a un antiguo camarada mío, un tal Peter Williams, que me recomendó muy bien al capitán. Este caballero me trató con toda cortesía y me rogó que le diese a conocer cuál era el sitio de donde venía últimamente y adónde