Las familias modestas que tienen niños en estos colegios, además de la pensión anual, que es todo lo más reducida posible, tienen que entregar al administrador del colegio una pequeña parte de sus entradas mensuales, destinada a constituir un patrimonio para el niño, y, en consecuencia, la ley limita los gastos a todos los padres, porque estiman los liliputienses que nada puede haber tan injusto como que las gentes, en satisfacción de sus propios apetitos, traigan niños al mundo y dejen al común la carga de sostenerlos. En cuanto a las personas de calidad, dan garantía de apropiar a cada niño una cantidad determinada, de acuerdo con su condición, y estos fondos se administran siempre con buena economía y con la justicia más rigurosa.
Los aldeanos y labradores conservan a sus hijos en casa, ya que su ocupación ha de ser sólo labrar y cultivar la tierra, y, por tanto, su educación, de poca consecuencia para el común. A los pobres y enfermos se les recoge en hospitales, porque la mendicidad es un oficio desconocido en este imperio.
Y ahora quizá pueda interesar al lector curioso que yo le dé alguna cuenta de mis asuntos particulares y de mi modo de vivir en aquel país durante una residencia de nueve meses y trece días. Como tengo idea para las artes mecánicas, y como también me forzaba la necesidad, me había hecho una mesa y una silla bastante buenas valiéndome de los mayores árboles del parque real. Se dedicaron doscientas costureras a hacerme camisas y lienzos para la cama y la mesa, todo de la más fuerte y basta calidad que pudo encontrarse, y, sin embargo, tuvieron que reforzar este tejido dándole varios dobleces, porque el más grueso era algunos puntos más fino que la batista. Las telas tienen generalmente tres pulgadas de ancho, y tres pies forman una pieza. Las costureras me tomaron medida acostándome yo en el suelo y subiéndoseme una en el cuello y otra hacia media pierna, con una cuerda fuerte, que sostenían extendida una por cada punta, mientras otra tercera medía la longitud de la cuerda con una regla de una pulgada de largo. Luego me midieron el dedo pulgar de la mano derecha, y no necesitaron más, pues por medio de un cálculo matemático, según el cual dos veces la circunferencia del dedo pulgar es una vez la circunferencia de la muñeca, y así para el cuello y la cintura, y con ayuda de mi camisa vieja, que extendí en el suelo ante ellas para que les sirviese de patrón, me asentaron las nuevas perfectamente. Del mismo modo se dedicaron trescientos sastres a hacerme vestidos; pero ellos recurrieron a otro expediente para tomarme medida. Me arrodillé, y pusieron una escalera de mano desde el suelo hasta mi cuello; uno subió por esta escalera y dejó caer desde el cuello de mi vestido al suelo una plomada cuya cuerda correspondía en largo al de mi casaca, pero los brazos y la cintura, me los medí yo mismo. Cuando estuvo acabado mi traje, que hubo que hacer en mi misma casa, pues en la mayor de las suyas no hubiera cabido, tenía el aspecto de uno de esos trabajos de retacitos que hacen las señoras en Inglaterra, salvo que era todo de un mismo color.
Disponía yo de trescientos cocineros para que me aderezasen los manjares, alojados en pequeñas barracas convenientemente edificadas alrededor de mi casa, donde vivían con sus familias. Me preparaban dos platos cada uno. Cogía con la mano veinte camareros y los colocaba sobre la mesa, y un centenar más me servían abajo en el suelo, unos llevando platos de comida y otros barriles de vino y diferentes licores, cargados al hombro, todo lo cual subían los camareros de arriba, cuando yo lo necesitaba, en modo muy ingenioso, valiéndose de unas cuerdas, como nosotros subimos el cubo de un pozo en Europa. Cada plato de comida hacía por un buen bocado, y cada barril, por un trago razonable. Su cordero cede al nuestro, pero su vaca es excelente. Una vez comí un lomo tan grande, que tuve que darle tres bocados; pero esto fue raro. Mis servidores se asombraban de verme comerlo con hueso y todo, como en nuestro país hacemos con las patas de las calandrias. Los gansos y los pavos me los comía de un bocado por regla general, y debo confesar que aventajan con mucho a los nuestros. De las aves más pequeñas podía coger veinte o treinta con la punta de mi navaja.
Un día, Su Majestad Imperial, informado de mi método de vida, expresó el deseo de tener él y de que tuviera su real consorte, así como los jóvenes príncipes de la sangre de ambos sexos, el gusto —como él se dignó decir— de comer conmigo. En consecuencia vinieron, y yo los coloqué en tronos dispuestos sobre mi mesa, justamente frente a mí, rodeados de su guardia. Flimnap, gran tesorero, asistía allí de igual modo, en la mano el blanco bastón, insignia de su cargo, y observé que frecuentemente me miraba con agrio semblante, lo que hice ademán de no ver. Lejos de ello, comí más que de costumbre, en honor a mi querido país, así como para llenar de admiración a la corte. Tengo mis razones particulares para creer que esta visita de Su Majestad dio a Flimnap ocasión para hacerme malos oficios con su señor. Este ministro había sido siempre mi secreto enemigo, aunque exteriormente me halagaba más de lo que era costumbre en la aspereza de su genio. Pintó al monarca la triste situación de su tesoro: cómo se veía obligado a negociar empréstitos con gran descuento; cómo los vales reales no circularían a menos de nueve por ciento bajo la par; cómo, en fin, yo había costado a Su Majestad por encima de millón y medio de sprugs —la mayor moneda de oro de ellos, aproximadamente del tamaño de una lentejuela—, y, en resumidas cuentas, cuán prudente sería en el emperador aprovechar la primera ocasión favorable para deshacerse de mí.
Debo aquí vindicar la reputación de una distinguida dama que fue víctima inocente a costa mía. El tesorero dio en sentirse celoso de su mujer, por culpa de ciertas malas lenguas que le informaron de que su gracia había concebido una violenta pasión por mi persona, y durante algún tiempo cundió por la corte el escándalo de que ella había venido una vez secretamente a mi alojamiento. Declaro solemnemente que esto es una infame invención, sin ningún fundamento, fuera de que su gracia se dignaba tratarme con todas las inocentes muestras de confianza y amistad. Confieso que venía a menudo a mi casa, pero siempre públicamente y nunca sin tres personas más en el coche, que eran generalmente su hermana, su joven hija y alguna amistad particular; pero lo mismo hacían otras muchas damas de la corte. Y además apelo a todos mis criados para que digan si alguna vez vieron a mi puerta coche ninguno sin saber a qué personas llevaba. En tales ocasiones, cuando un criado me pasaba el anuncio, era mi costumbre salir inmediatamente a la puerta, y, luego de ofrecer mis respetos, tomar el coche y los dos caballos cuidadosamente en mis manos — porque si los caballos eran seis, el postillón desenganchaba cuatro siempre— y ponerlos encima de la mesa, donde había colocado yo un cerco desmontable todo alrededor, de cinco pulgadas de alto, para evitar accidentes. Con frecuencia he tenido al mismo tiempo cuatro coches con sus caballos sobre mi mesa, llena de visitantes, mientras yo, sentado en mi silla, inclinaba la cabeza hacia ellos; y cuando yo departía con un grupo, el cochero paseaba a los otros lentamente alrededor de la mesa. He pasado muchas tardes muy agradables en estas conversaciones; pero desafío al tesorero y a sus dos espías —se me antoja citarlos por sus nombres y allá se las hayan después—, Clustril y Drunlo, a que prueben que me visitó nunca nadie de incógnito, salvo el secretario Reldresal, que fue enviado por mandato expreso de Su Majestad Imperial, como antes he referido. No me hubiese detenido tanto en este particular a no tratarse de un punto que toca tan cerca a