–Ya basta, Priss. Necesito que prestes atención, así que deja de hacer pucheros.
Ella apretó la mandíbula pero contestó con voz calmada:
–Vete al infierno.
Trace no hizo caso. Debía de sentir curiosidad por dónde estaban y por qué. Al llegar al final de la rampa subterránea, Trace sacó el brazo por la ventanilla y marcó un código en el teclado de la puerta del garaje. Una gran verja se abrió, dejándoles pasar.
–Me he asegurado de que no nos seguían y, si alguna vez necesitas venir aquí, debes hacer lo mismo.
Ella lo miró intrigada.
–¿Para qué iba a venir aquí?
Trace se fingió sorprendido.
–¿Me has hecho una pregunta? ¿En serio? Así que el sentido común ha vencido a la terquedad, ¿eh? Estupendo.
Ella cerró el puño derecho.
–Repito, Trace Miller: vete al infierno.
Él no pudo evitar echarse a reír.
–Creo que podrías necesitar este garaje porque estoy convencido de que estás tramando algo, algo completamente absurdo, y no hace falta ser ingeniero aeroespacial para saber que esto te viene grande. Tarde o temprano te darás cuenta. Solo espero que no sea demasiado tarde y que puedas retirarte a tiempo, y a salvo. Por si acaso no estoy allí para salvar tu irresistible trasero, quería que supieras lo de este garaje.
Ella ladeó la cabeza y dijo muy seria:
–¿Mi trasero te parece irresistible?
Él sofocó otra sonrisa y se encogió de hombros.
–Es bastante grande, hasta para un tipo con las manos tan grandes como yo, pero no está desproporcionado respecto al resto de tu cuerpo, que tampoco está mal.
Priss puso mala cara y cerró los puños.
–Cerdo.
–Tú has preguntado –aparcó junto a una camioneta Chevrolet todoterreno del 72 de color verde, con un panel beige en la puerta del conductor.
–Este es un garaje privado y protegido. Si alguna vez estás en peligro, si tienes que huir y no puedes escapar en tu coche, ven aquí y cámbialo por otro.
Priss se quedó perpleja. Se incorporó en el asiento y miró a su alrededor.
–Oye, ese es mi coche –señaló un Honda azul.
–Sí. Mandé que lo trajeran aquí –la miró–. Y que cambiaran la matrícula.
Ella puso unos ojos como platos.
–¿Cuántos de estos coches son tuyos?
–Cinco –algunos eran corrientes, otros tenían mala pinta y otros eran elegantes y carísimos. Tenía un vehículo para cada ocasión.
Cuando se trasladara a otra zona, cambiaría de coches y alquilaría un garaje en otro lugar.
Le dio unas palmaditas en el muslo con aire indiferente.
–Tú lleva a Liger. Yo llevaré sus cosas y nuestra comida.
–Entonces, ¿hay comida para mí? –preguntó ella–. Porque me prometiste que desayunaríamos, ¿sabes?
–¿Sí? –sacó las cosas del gato, dos botellas de agua y la bolsa del desayuno.
–Sí, y estoy muerta de hambre –lo siguió con el enorme gato en brazos hasta la puerta del copiloto de la camioneta. Miró la carrocería oxidada, las manchas de tierra de la parte de atrás y las pegatinas de mujeres semidesnudas del parachoques–. ¿Vamos a camuflarnos en los bajos fondos?
–Debemos tener cuidado –abrió la puerta y guardó las cosas de Liger detrás del asiento–. Sube y abróchate el cinturón.
–¿Funcionan los cinturones? –preguntó ella.
–Sí, listilla. Ya sabes, la seguridad es lo primero –le quitó el gato de los brazos y Liger soltó un profundo ronroneo.
Después de que Priss se abrochara el cinturón, Trace acarició un par de veces el lomo del gato y se lo devolvió.
–¿Vas a llevarlo encima?
–No pienso meterlo en un transportín si te refieres a eso. No pararía de quejarse en todo el camino.
El transportín le habría convenido más para sus planes, pero improvisaría.
Trace se sentó tras el volante.
–Vamos a comer antes de ponernos en camino.
Le dio un sándwich. Quería asegurarse de que comía, porque iba a ser un día muy largo y no tendría oportunidad de volver a comer hasta que llegaran a su destino.
–Entonces, ¿necesito un código para entrar en el garaje?
Trace le dijo la contraseña.
–Márcala, pulsa el botón de entrada y se abrirá la verja. Al salir se abre automáticamente cuando te acercas.
Lo que Priss no sabía era que la puerta tenía otra contraseña numérica. Si alguien accedía al garaje sin marcarla, se disparaba una alarma que le avisaba inmediatamente. Quisiera ella o no, Trace sabría que Priss había usado el garaje secreto. Y también si pasaba la contraseña a otra persona.
–¿No la olvidarás?
–No –Priss no pareció preocupada–. Es fácil de recordar. Y ahora, ¿te importaría decirme por qué son necesarias todas estas precauciones?
–El que todavía no sepas la respuesta a esa pregunta demuestra lo ingenua que eres.
–Si tú lo dices.
–Sí, lo digo.
Después de que Priss diera dos mordiscos a su sándwich, Trace tomó una botella de agua, la abrió y se la pasó.
–Ten.
Ella aceptó el agua de mala gana.
–¿Solo tenemos esto?
–Sí. Bebe. Tienes que mantenerte hidratada –y él tenía que llevarla a casa de su amigo Dare sin poner en peligro a su amigo.
Priss arrugó la nariz, pero bebió obedientemente. En un momento se acabó la mitad de la botella. Más que suficiente. Con lo pequeña que era, ya no tardaría mucho.
Priss lo miró.
–¿Tú no vas a comer?
–Dentro de un momento –apoyó los hombros contra la puerta y siguió mirándola fijamente–. Sigue, por favor.
Ella le lanzó una mirada divertida.
–Como quieras –se acabó su sándwich y se bebió el resto del agua. Tras recoger el envoltorio y la botella vacía, dejó al gato en el suelo de la camioneta, sobre una manta que había puesto allí. Al incorporarse de nuevo, bostezó y se estiró.
–¿Estás cómoda? –preguntó Trace, sintiendo un hormigueo de expectación.
–Estoy bien –Priss arrugó el ceño–. ¿Sabes?, ya que estamos aquí sentados sin hacer nada…
Al ver que se interrumpía y que volvía a bostezar, Trace preguntó:
–¿Qué ocurre?
Ella toqueteó un momento su cinturón de seguridad y luego lo miró a los ojos.
–No sé qué pensar.
–¿Sobre qué exactamente?
Priss se lamió el labio superior, una costumbre que Trace había identificado ya como una señal de inseguridad. Quería preguntarle por el beso, por qué había parado.