Páginas de cine. Luis Alberto Álvarez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Luis Alberto Álvarez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789587149845
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en celuloide no obtendrá nunca la oportunidad de ser confrontada por los televidentes. Es posible que los programadores hayan buscado presentarlas alguna vez, pero es obvio que si los productores se plegaran a las ridículas ofertas de dinero que aquéllos les hacen, esa exhibición sería más una intolerable humillación que un servicio al cine.

      La pregunta es, entonces, si es necesaria o siquiera posible una industria cinematográfica en cuanto tal, en un país donde no ha existido antes y no se ha contado con la debida infraestructura o si, en su lugar y sin tener que quemar etapas ya superadas, puede partirse de un esquema diferente para la producción de imágenes en movimiento. Que estas sean necesarias basta deducirlo de su constante utilización y consumo, aunque en esta avalancha de imágenes el cine en cuanto tal, en su forma tradicional, representa solo una proporción muy pequeña. Se trataría de reemplazar esa industria por una estructura abierta de producción donde las opciones técnicas sean diversificadas, de acuerdo con las intenciones y posibilidades de cada proyecto y con el público al que se pretenda dirigirlo.

      A esta estructura es necesario que corresponda una, igualmente abierta, de distribución y difusión, una multiplicidad de canales donde lo que se realice encuentre sus destinatarios naturales, no necesariamente masivos. La ventaja de las nuevas tecnologías es, precisamente, que eliminan el concepto de comunicación masiva y permiten un acceso selectivo a los diversos sectores e intereses. Pero no se trata ahora de diseñar este esquema, sino de recordar que es deber del Estado reflexionarlo y proponerlo y no seguir permitiendo, como hasta ahora, que las nuevas posibilidades mediales —el video, el satélite, el cable, la técnica láser, la fibra óptica— invadan el país de modo totalmente turbulento y caótico, sin prestarle a la nación el verdadero servicio que de ellos puede reportar y permitiendo que se pongan, finalmente, al servicio de intereses privados astutos y orientados por la ganancia.

      Colombia fue uno de los primeros países donde el video casero invadió los hogares y, hasta ahora, no existe prácticamente ninguna utilización educativa, cultural o informativa que se sirva del medio. Focine no ha sido capaz, hasta ahora, de crear una distribución propia y organizada en casetes de los propios productos creados con su financiación. La proliferación de antenas parabólicas, instaladas sin criterios y contra todo derecho, no ha hecho más que multiplicar el flujo de las peores telenovelas, intensificando los más negativos esquemas de recepción y en nada ha promovido alternativas o enriquecido la información y la cultura.

      Es notorio ver el estado de abandono en que el país tiene a la televisión educativa, mientras que las programadoras comerciales inflan su nulidad con inversiones millonarias. Y, sin embargo, en buen número de los programas de esa televisión educativa uno siente una creatividad, un aliento, una inteligencia y un potencial que están ausentes de la programación principal y que no se despliegan como es debido solo por la pobreza de recursos a la que se los somete. Algo semejante podía observarse en el canal regional de televisión de Antioquia en su primera época.

      El fomento de ese talento, de esa creatividad, de esas ideas debe ser el objetivo de una institución que, en mi opinión, debe dejar de centrarse exclusiva y estrechamente en el cine-celuloide y comenzar a promover intensamente una actividad audiovisual que tenga objetivos culturales y relevantes. Culturales porque, a diferencia del cine comercial, la televisión comercial no requiere fomento sino control y organización.

      Claro que la apertura a una concepción más amplia de la actividad audiovisual no la limita a aquellas cosas que aparecen “importantes”, “didácticas”, “artísticas” o culturales. Tal vez por insistir en lo urgente de ese uso de la imagen no he recalcado suficientemente el otro, en el cual está incluido “el cine nuestro de cada día”, el que nos permite disfrutar del lenguaje cinematográfico en creaciones que producen placer, que activan nuestra emoción, que nos hacen reír y llorar, que concentran nuestra entusiasmada atención en el antiguo goce de escuchar historias e identificarnos con ellas y sus personajes.

      Otra de las constantes paradojas en este tema es que el cine colombiano, y en general el latinoamericano, pese a provenir de una región del mundo con notabilísima literatura, tienen dificultades evidentes en contar historias por medio del cine. En mi opinión es esa misma tradición literaria, retórica en su peor forma, lo que les cierra el camino a historias puramente cinematográficas, contadas con el insuperable grado de realidad que otorga la imagen del cine, con personajes vivos y reales que sienten, sufren y se alegran y en quienes podamos leer o proyectar nuestras propias circunstancias. Una literatura de paisajes, de mitos, de metáforas, de fantasía y de juegos de lenguaje, de objetos que no significan lo que son sino alguna otra cosa, resulta menos adecuada al cine de lo que podría pensarse.

      Los mitos literarios se ven en pantalla acartonados, falsos, intolerablemente simbólicos. El síndrome García Márquez ha resultado canceroso para el cine latinoamericano, para el que los europeos han hecho sobre Latinoamérica y particularmente paralizante para el colombiano, que después del premio Nobel se siente inhibido para contar historias simples, cotidianas, sencillamente directas o de complejidad realista y psicológica, y se siente obligado a acudir al legendarismo trascendental cuando sus intenciones son las de hacer arte cinematográfico.

      Este síndrome es el que lleva a las instancias burocráticas a querer convertir nuestro cine en una ilustración de nuestras glorias literarias o patrióticas, a buscar compulsivamente “grandes temas” pensando que solo ellos le darán carta de nobleza al cine colombiano y que el nombre de un premio Nobel en los créditos es la clave para abrirnos festivales y distribución internacional. Es un error que se ha cometido una y otra vez en muchos países desde las primeras décadas del cine, apadrinando con nombres como los de D’Annunzio o Bernard Shaw películas que a duras penas recuerdan los especialistas como referencia. En cambio los Ladrones de bicicletas y su mundo gris y cotidiano, sin realismos mágicos, dejaron una huella que nunca pudo emular ni de lejos su ya olvidada fuente literaria.

      La inseguridad de esas instancias burocráticas en un campo que, como el del cine, conocen apenas los lleva a buscar apoyo en connotaciones ajenas. La insistencia en “versiones” y transcripciones literarias le ha quitado mucha flexibilidad al nacimiento de ideas fílmicas propias en Colombia

      Pero uno de los aspectos más paradójicos de la inadecuada política de fomento en Colombia es que la actividad de Focine, más que impulsar, ha terminado estatizando la creatividad cinematográfica en el país. La empresa asumió dos formas, ambas problemáticas, de realizar su tarea. Por una parte se convirtió en una institución parabancaria, en una corporación financiera, de una manera que, en caso de ser necesaria, debió ser asignada a un ente especializado en préstamos y garantías. El cine, bueno o malo, necesita dinero y, para efectos de producción industrial de consumo y entretenimiento no tiene nada de reprochable financiar un proyecto que ofrezca rentabilidad y cuya inversión sea recuperable. Los millones prestados por Focine a proyectos insignificantes desde todo punto de vista y cuya inversión no pudo ser recuperada de ninguna manera muestran claramente lo inadecuado de la institución para llevar a cabo este tipo de operaciones.

      Por otra parte, se creyó que un instituto cinematográfico estatal debía asumir las funciones de mogul, posar de empresa de iniciativa privada cuyo capital le permite intervenir, dirigir, poner condiciones, elegir temas, dictar, como cualquier Harry Cohn o Louis B. Mayer. Esta actitud resultó fatídica y, desgraciadamente, se sigue ejerciendo de una manera u otra. Es la que mueve a decirle a un director que “el tipo de películas que usted hace no nos interesa en este momento”, o “ponga a tal o cual actor en lugar de este”, o “este tema no parece conveniente por ahora”. Es el estilo que impone temas fijos para concursos, como “exaltación de los valores nacionales” o “película oficial para celebrar el centenario de La vorágine”, en forma de mecenazgos generosos surgidos del capricho de algún burócrata. Un modo que impide la creación de un mecanismo bien organizado y libre en lo posible de intervención ideológica, que le facilite a la libre creación su ejecución práctica. Esta pose de productora única, casi siempre con un “zar” del cine en su vértice cuya benevolencia hay que conquistar, ha hecho de Focine una especie de UFA de mala muerte, donde la libertad creativa se ve controlada y restringida por los que manejan un capital que no es suyo y en la que tienen voz, voto y poder decisorio personas que, en la mayoría de los casos, no tienen otra autoridad