El hombre nacido en Danzig. Guillermo Fadanelli. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Guillermo Fadanelli
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786078667918
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testículos. “Todo querer surge de la necesidad, de la carencia y el sufrimiento.” Y una vez que se obtiene lo que se quiere, su duración es muy poca cosa y tan efímera. Que Schopenhauer haya creído tan profundamente en esto me ha convencido, al menos, de una cosa: el sexo está vacío a toda hora y siempre hay que llenarlo, pero el sexo es como el cazo sin fondo que las danaides intentaban colmar con el propósito de purgar la pena que les había sido impuesta por haber asesinado a sus esposos. Allá van las danaides infieles cargando ollas repletas de un líquido espeso que se derrama y pierde en el camino a casa. Y vuelven otra vez a llenar el cazo, y así hasta la eternidad. Putas danaides, ¿qué más podían hacer que asesinar a sus idiotas maridos? El mismo sendero sigue mi deseo, el querer que me causa la necesidad de la Miller. Sí, el hombre nacido en Danzig tenía razón, mucha razón.

      Es común que en todo relato se presente una casa. Una casa que regularmente tiene puertas. Y esa casa se torna extraordinaria si es habitada solamente por mujeres. Creo que a ellas, a estas mujeres, les despierta una grave curiosidad el vivir dentro de un vientre que no es natural: una casa. Un vientre que no es el suyo. Se ríen de las imperfecciones de los vientres artificiales, de la calefacción de una habitación que trata de suplantar la placidez y serenidad que habita en el líquido amniótico. La casa en que convivían Elena Bretón, su hermana menor y el perro se hallaba ubicada en la avenida Monte Líbano, en Lomas de Chapultepec, la antigua ciudad jardín en donde hoy escasean los parques, y abundan las barrancas, colinas y casas de ricos. El perro tenía un mote y se llamaba también Bretón. No me pregunté abiertamente qué pretendía yo al realizar aquella visita no anunciada. Mis impulsos conocen de sobra sus razones: son como rifles que se detonan solos. Mi semen dormitaba en la superficie congelada de una piscina. Y de pronto despertaba, quería entrar a un habitación cálida, a un clóset hospitalario. Ya no tengo dieciocho años, cuando aún era capaz de tirar a la canasta durante toda una tarde: contener el balón, rodarlo entre las palmas de las manos y después arrojarlo al aire sujeto a su propia suerte. He venido aquí, a casa de Elena Bretón, para desterrar de mi mente a la traidora de Elisa Miller y olvidar lo bien que yo me acomodaba en sus cavidades. He venido aquí porque así lo manda… una biblia. Se culpa a Dios y no a las biblias, es lo común. Yo me inclinaré esta vez por culpar a las biblias, a los malditos libros. Descendí de mi incómodo asiento de conductor y usé mi propia llave para franquear la puerta de madera. ¡Estaba en el jardín de una ostentosa residencia y nadie me apuntaba con un arma! Lo consideré una buena señal.

      El hombre que nació en Danzig se resistió a seguir la carrera de comerciante, tal como ordenaba su padre, comerciante a la vez, y la consecuencia de este peso autoritario fue que el joven Arthur comenzó a encorvarse. Ay, el peso de la autoridad otra vez. Había que sentarse derecho y rígido y no dar la impresión de ser un molusco aturdido por los consejos del padre. El padre aconsejaba a Arthur: “Pídele a cualquiera que esté contigo que te dé una bofetada cuando te descuides en tan importante asunto”; un consejo timorato, creo yo, pues, ¿no intuía el padre que quien se convertiría en el filósofo más arrogante de la historia no podría haberle sugerido a nadie que lo abofeteara? Imagino a Schopenhauer decir: “Herr Goethe, ¿me podría usted propinar una bofetada por encorvarme y no haber comprendido su Teoría de los colores?” Impensable algo así. Yo fui obligado por mi padre a seguir la carrera de ingeniería y también me encorvé un poco, física e intelectualmente durante mi crecimiento, y cuando andaba por la calle no hacía más que mirar al suelo y avanzar: el famoso “gusano bípedo” del que no se cansaba de hablar el hombre que nació en Danzig. No hubo entrenador que corrigiera mi pésima técnica en el tiro de media distancia, ni ser humano que modificara mi hábito de caminar con la vista en el piso. Pero eso sí: las bofetadas no me las perdí. Elisa Miller se encargaría de propinarme serias bofetadas morales y de mantenerme tieso y despierto: ella sí que completaría mi educación. Los padres tienen por costumbre heredar a los hijos alguna clase de joroba, sea diminuta o colosal, abstracta o concreta, y es así como tornan este mundo un lugar poblado de numerosas manadas de dromedarios humanos. Es verdad lo que digo y si fuera necesario le ordenaría a Riquelme investigar este caso de las jorobas; sin embargo, ahora él se encuentra ocupado en un caso mucho más importante.

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