El hombre nacido en Danzig. Guillermo Fadanelli. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Guillermo Fadanelli
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786078667918
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pero dime: ¿qué opinión tienes de los detectives? Yo he contratado los servicios de uno de ellos, un tal Riquelme, una verdadera piedra en el zapato.

      –Conocí de cerca el adulterio y fui acusado y condenado a muerte varias veces. Y me salvé, también gracias a las mujeres. Entonces no había necesidad de detectives, los chismosos del imperio me acusaron, todos aquéllos que me tuvieron envidia… en mi época ningún secreto lograba mantenerse en pie más de un día. ¿Cómo se apellida tu detective?

      –Riquelme.

      –Mmmm, ya tú sabrás.

      BOSQUEJO DE UN ORIGEN

      La historia verdadera, es decir la historia que no podía ser evitada, comenzó el día en que me di cuenta de que Elisa Miller, mi mujer que no mi amiga, me consideraba sólo un hombre más en su abultado equipaje de mano, como si fuera yo un cepillo o un delineador; lo he dicho antes y lo repetiré como si estuviera entrenándome para un importante partido del campeonato nacional de basquetbol. Ella, Elisa Miller, como el anarquista Pierre-Joseph Proudhon, no albergaba dudas al respecto de lo que significa la propiedad: su cuerpo le pertenece a todos los hombres (el de Elisa, no el de Proudhon), se encuentren ellos presentes o no, se enteren o no de la existencia del cuerpo de ella, o sean jóvenes espartanos y lampiños o vetustos cactáceos animados por una silla de ruedas. “¡La propiedad es el robo!”, gritaban Proudhon y Elisa Miller a la vez. Él gritaba desde las verduras de Besanzón y Elisa desde la colonia Roma, y sus alaridos se escuchaban en todo el planeta. Siendo Elisa una niña, el conocimiento de su poder era intuitivo, pero en la actualidad se ha desarrollado a un ritmo racional y es tan eficiente como un veneno que me paraliza y convierte mis ánimos de vivir en bosta de caballo (ella se ha esfumado y no me acostumbro a referirme a ella como a una cosa del pasado, sin embargo pronto lo haré, no tenga la menor duda de ello). Afirmar que Elisa Miller pertenece a todos los hombres no significa que acceda a ser penetrada por patanes, ejecutivos y extraños. Ella posee algunos escasos y contradictorios límites. Lo que intento comunicar es que nuestro pacto significó exactamente lo contrario a su cometido: Elisa me pertenecía de pies a cabeza aun cuando existiera la posibilidad de que entrara en contacto con otros animales humanos, bestias salivosas y demás bichos. Yo deseaba que me perteneciera, y no hay nada de malo en ello, a un niño se le regala un juguete y no se le dice: “Este juguete no es tuyo”. Elisa mi propiedad, y yo un adolescente que berrea una triste balada que dice: “Mía y nada más”. Que me perdone Rousseau, pero yo creo que cuerpo y alma son la misma cosa, y si tengo el cuerpo entonces tengo el alma, el coño, las axilas, los pies y… la muerte. Los hombres medianamente cultos, como yo, cultos pese a haber sido jugadores de basquetbol, somos también viciosos y esos vicios son el mejor condimento de nuestra vida. El alma y la cocaína, el coño y el espíritu, el balón de basquetbol y el deseo de inmortalidad… los celos y la ropa interior de Elisa.

      En vez de convertirme en un hombre poderoso o dueño de grandes empresas de vanguardia me concentré en el modesto vicio que Elisa Miller me proporcionaba como una vendedora de crack en el parque poco iluminado de una esquina. Las putas podrían darle menos vueltas que yo a un asunto como el que me ocupa en estos momentos y resolverían el famoso misterio haciendo una mueca de aburrimiento. Ay, el bostezo de las putas. Ay, la sabiduría de las putas. Pero ellas no saben nada de lo que significa ser una puta, ellas no saben porque no pueden ser al mismo tiempo putas y expertas en putas. Ser expertas en algo las rebajaría varios grados en la escala de la vida: ¿para qué ser experto cuando es posible tan sólo ser? Elisa ha venido a la vida como la gracia, el obsequio que un dios honrado y despilfarrador me ha concedido para no seguir considerando esta vida un reducto de porquería, un pantano de excremento en el que sobresalen las tetas y los cerebros de un sinnúmero de morones desgraciados. Y, sin embargo, ella se ha marchado de nuestra casa y el mundo ha vuelto a tomar sus dimensiones reales. Sin ella los árboles dejan incluso de ser mis amigos. Señores árboles: chinguen a su madre. Es posible que mi Elisa se haya convertido, ni más ni menos, en una piruja de verdad, como la mustia Severine en la película de Luis Buñuel; o como Nora, la mujer leopardo en aquella breve novela de Alberto Moravia. Es así y debido a que me sería imposible vivir tranquilo ante tales sospechas he recurrido a un detective que me dirá la verdad del asunto, se aproximará a la cosa en sí y hará un reporte: ¡un detective! ¡Y un reporte! Un reporte es necesario en este caso, los hombres necesitamos un reporte que nos confirme la pirujería. Le he pedido a Riquelme que utilice una vieja máquina de escribir a la hora de dar cuenta de este reporte, de modo que la pesquisa tenga un aroma a vieja novela de detectives. Nada de ordenadores o nueva tecnología para espiar a una persona, ¿somos acaso animales? He contratado a un detective y estoy a punto de sufrir un espasmo de risa, un detective, Riquelme se apellida y es un ser que va a resolver todas las dudas que no lograron disipar en su momento las magnas y extensas obras de Schopenhauer.

      EL ENCUENTRO CON RIQUELME

      Entré en esa cabaña a un lado de la carretera como si nunca antes hubiera estado allí, cauto y observando de reojo a las personas y el mobiliario. ¿No lo exigía así el propósito de mi cita? Por un momento me sentí transportado a las orillas de un bosque alemán y tuve la impresión de que las flores silvestres olían más durante las noches y que los ojos de un conejo pardo me observaban desde el umbral de su madriguera. Una cabaña a orillas del camino es la imagen más romántica y misteriosa que una imaginación pobre es capaz de crear. Ésta, sin embargo, era real; la cabaña, quiero decir, era real. Para un ex jugador de basquetbol mirar de reojo es el asunto más sencillo del mundo, cuando defiendes el área y la virginidad de tu canasta, miras el balón sin descuidar a ninguno de tus oponentes, “visión periférica” le llaman, pero sólo es la virtud de mantenerse atento cuando alguien te quiere joder, sea en el campo de juego o en un callejón oscuro y solitario.

      La penumbra en la cabaña aumentaba con la desfalleciente luz que brotaba de una lámpara de neón y un aroma a tabaco rancio y a pantalón viejo me recibió apenas crucé la puerta. Si el mismo dios que puso a Elisa Miller en mi camino quisiera recompensarme, le pediría que nunca me permitiera cruzar una puerta más. Los problemas existen y son reales porque hay puertas que cruzar: eliminas las puertas y todos los problemas se reducen sólo a uno: habitar y esperar la muerte. En Hollywood están volando puertas todo el tiempo, puerta y automóviles vuelan a toda hora por los aires. Sin puertas que hacer explotar, Hollywood se iría a la quiebra. Los primitivos aborígenes sabrían de lo que estoy hablando: las puertas son la esencia de la civilización. Sin esas puertas, el mundo que sentimos probablemente sería puro y confortable, como la morfina que da tranquilidad al que está ya muerto y sólo espera que quienes lo rodean se percaten de su estado. Vivir estando muerto: a ese estado me ha reducido la suripanta Elisa Miller. Las mesas dentro de la cabaña habían sido fabricadas con la madera tomada de los pinos y abetos que rodeaban el villorrio más cercano, y las escasas cinco personas que se distribuían en esas rústicas mesas habían sido creadas con la materia común a todos los humanos: ¿escoria hormonal? ¿Lodo genético? Un barro poco resistente. Si miro a mi alrededor es porque el miedo me infunde un temor enorme, y no porque sea curioso, sino porque he fracasado en todos los negocios que he emprendido, excepto en uno; y si asumo una actitud mal encarada no es porque quiera intimidar a nadie, de ningún modo: lo que busco es que el miedo se concentre en el estómago y no en el rostro. Me siento tan libre cuando describo un lugar en vez de un carácter. Las cosas, aunque no sean cosas en sí, me dejan tranquilo. Continúo.

      En la barra de pino dos mujeres maduras y tenebrosas charlaban en susurros, y en la mesa más lejana a la puerta principal de la cabaña se hallaba sentado el hombre que yo buscaba. Ya habrán adivinado de quién se trata: la persona que pondría en claro el asunto de los malos pasos de Elisa Miller y en cuyas manos había puesto mi futuro próximo: Riquelme, el famoso detective de pacotilla, el hombre que haría el reporte definitivo. El resto de la clientela, además de un hombre que hacía las veces de cantinero, mesero y trapeador de pisos, estaba formada por conductores de camiones de carga; no hay más nombre para ellos: conductores de camiones de carga, camioneros. Qué aire desangelado mostraban estos señores camioneros, una triste aureola que los acompañaba en su travesía de millones de metros enclaustrados dentro de la cabina de un tráiler. Sospechaban que, en la siguiente curva, serían extorsionados o robados y esta sospecha constante les impedía subir de