—No eres una vieja —protestó Tara con sinceridad—. Y teniendo en cuenta que los brazaletes los he diseñado yo, me gustaría pensar que eso significa que las dos tenéis un gusto excelente.
—Muy bien dicho —Tristan, el marido de Hope, se detuvo en aquel momento al lado de su esposa y posó la mano en su cuello con un gesto de cariño que hablaba de años de profundo amor.
Hope se volvió sonriente hacia su marido.
—Creía que ibas a pasar toda la tarde de reuniones. ¿Ha ido todo bien?
—Inesperadamente bien —Tristan se volvió entonces hacia Tara con una sonrisa—. Bueno, Tara, ¿cuánto va a costarme esta vez el excelente gusto de mi esposa?
Tara le dijo el precio del brazalete y él sacó la cartera y el dinero. Cuando Tara comenzó a hacerle un recibo, lo rechazó con un gesto. En realidad, a Tara no le sorprendió, teniendo en cuenta que su empresa de juegos de ordenador, CESID, había financiado ya gran parte del proyecto de expansión del colegio. En general, los Clay eran muy generosos cuando se trataba de apoyar a la comunidad. Aunque había otros Clay que eran expertos en darse a la fuga.
Apartó rápidamente aquel pensamiento de su mente y terminó de envolver el brazalete.
—Aquí lo tienes. Espero que lo disfrutes.
—Aquí está la lata —la adolescente regresó casi sin aliento y le tendió una enorme lata y un montón de monedas—. No has vendido los pendientes, ¿verdad?
Tara sacó los pendientes y se los tendió.
—Te había prometido que te los guardaría.
—Sabía que sería una buena idea lo de la feria —dijo Hope mientras tomaba la lata y la dejaba en el cubo que tenía Tara al lado del puesto—. Te veré más tarde en el baile —y se alejó del brazo de su marido.
Tara tuvo que reprimir la punzada de envidia que sintió al ver marcharse a la pareja e intentó concentrarse en su joven cliente.
—Pero sabes que para ponerse esos pendientes necesitas tener agujero.
—Sí, me hice los agujeros en las orejas el mes pasado —miró emocionada sus pendientes nuevos—. En cuanto pueda quitarme los que me pusieron entonces, éstos serán mis primeros pendientes de verdad. Por fin —elevó lo ojos al cielo—. Pensaba que mi padre nunca iba a dejarme ponerme pendientes.
Tara se identificaba plenamente con ella. A pesar de sus frecuentes ausencias, su padre la había educado con mano de hierro.
—Así son los padres —envolvió los pendientes en papel de seda y los guardó en una cajita—. Aquí los tienes.
—Gracias.
La chica se alejó sosteniendo la cajita como si fuera un tesoro.
Tara se sentó de nuevo en el taburete y miró el reloj. Una hora más y podría comenzar a recoger.
Desgraciadamente, la hora se le hizo eterna, porque cada vez eran menos los clientes.
Tenía la botella de agua casi vacía, la vejiga llena y lo único digno de observación era la cola que había en el puesto de besos de Courtney Clay.
Al cabo de un rato, Tara se volvió, se llevó la mano a la boca para disimular un bostezo y buscó debajo de la mesa las cajas en las que había llevado el material para el puesto aquella mañana. Todavía no había pasado una hora, pero ya tenía más que suficiente.
Colocó la primera caja encima del taburete y comenzó a guardar la ropa que no había vendido. La descolgaba de las perchas y la doblaba con mucho cuidado. Cuanto más cuidado tuviera, menos trabajo tendría en el momento de volver a colocarlos en la tienda.
Llenó la primera caja y la dejó en el suelo. Después, se agachó para buscar la segunda.
—¿Tienes a alguien enterrado debajo de la mesa? —preguntó una voz grave, profunda, divertida.
Y dolorosamente familiar.
El corazón estuvo a punto de salírsele del pecho mientras se iba incorporando. Desvió la mirada de Axel y sacó otra caja, recordándose que debía evitar sus ojos. Que, precisamente, había sido al mirarle a los ojos cuando habían empezado todos sus problemas.
—¿Qué estás haciendo aquí?
No fue un saludo muy hospitalario, y deseó haber sido capaz de disimular. Habría preferido que pareciera que no daba ninguna importancia a su inesperada aparición.
—Tenemos que hablar.
—¿Después de cuatro meses de silencio? Me temo que no.
Maldita fuera, aquello tampoco sonaba muy despreocupado. Agarró el resto de la ropa y la guardó en la caja de cualquier manera. Quería salir cuanto antes de allí.
—Tara…
Pero Tara ya se había agachado para buscar una tercera caja. Y aprovechó que estaba oculta debajo de la mesa para suspirar.
Sólo era un hombre como cualquier otro, se había dicho millones de veces desde que aquella noche de pasión que habían pasado en Braden se hubiera convertido en un fin de semana. Habían pasado más de cuarenta y ocho horas encerrados en una habitación diminuta. Y durante esas cuarenta y ocho horas, había comenzado a pensar estúpidamente en cosas que no tenía ningún derecho a pensar. Había comenzado a pensar en imposibles.
Pero la brusca desaparición de Axel, que no estaba ya en la cama cuando ella se había despertado la última mañana, había puesto freno a todas sus ilusiones.
Lo único que había dejado tras él era una nota en la que le decía que la llamaría. Había garabateado el mensaje en la caja de la tarta de chocolate que había conseguido encontrar la primera noche, después de recorrer tres tiendas diferentes. Una tarta que habían compartido durante aquellos dos días de todas las maneras imaginables.
Pero Axel no sólo había desaparecido de su cama, sino que después de aquello, tampoco había vuelto a aparecer por Weaver. Ni al día siguiente, ni a la semana siguiente, ni al mes siguiente…
Los pensamientos que habían compartido, las risas, la pasión, nada de eso parecía tener para él la menor importancia.
Pero ella ya era una mujer adulta. De modo que tenía que ser capaz de asumir las consecuencias.
Agarró la caja, la sacó y cuadró los hombros mientras se levantaba.
Desgraciadamente, Axel continuaba apoyado contra uno de los expositores del puesto, y sus hombros parecían más anchos que nunca con aquel jersey de cuello vuelto que llevaba.
La última vez que Tara había visto aquellos hombros, estaban desnudos y brillantes por el sudor mientras Axel y ella hacían el amor como si fueran incapaces de detenerse.
Tara borró rápidamente aquel recuerdo de su mente y miró hacia el expositor.
—¿Te importa?
Axel retrocedió ligeramente. Ignorando que tenía su pecho a sólo unos centímetros de distancia, Tara abrió el expositor y sacó una de las bandejas.
—Puedo explicarte lo que ha pasado durante estos cuatro meses —se excusó Axel.
—No necesito ninguna explicación —le aseguró Tara—. Lo que pasó, pasó —por fin había sido capaz de responder de forma natural y despreocupada—. ¿Cuándo has vuelto?
—Esta mañana. Pretendía llamarte.
Demasiado poco y demasiado tarde. Cuatro meses tarde, de hecho.
—No tiene ninguna importancia —dijo en el mismo tono de ligereza.
Era una mujer adulta. Habían iniciado una aventura de una noche que había terminado convirtiéndose en un fin de semana. Lo único que en aquel momento le importaba era el hecho de que le