El día llegó. Fácil; lo acompañé a una habitación sin uso, vestida de enfermera. Me siguió como un corderito al matadero. Yo le vine a decir algo así como: «Bájese los pantalones y recueste el pecho sobre esa camilla. Ahora viene el médico para hacerle el tacto rectal, vamos a ver cómo está esa próstata. No se preocupe, no se va a enterar». Mentí, claro. Me acerqué y le puse una inyección de anestesia en su nalga pálida y flácida. Se quedó dormido pronto, que parecía un borracho amodorrado en la barra de un bar; luego saqué un estimulador vibracional de goma que había comprado el día anterior y que imitaba el miembro descomunal de un superdotado, inmenso, que en los sex-shops venden de todo. Darrin tenía los esfínteres relajados; lo dejé con el aparato taladrando su organismo en ese estado de onanismo y me fui.
Te confieso que no sé si lo maté; lo que sí reconozco es que le hice una foto que le envié a Nancy Pelosi, la otra. Ella respondió al mensaje con los emojis de la gitana bailando y con el de la mano con pulgar hacia arriba, para qué más. Estaba segura de que el cabezón o moría o iba a ver la existencia de otra manera; mancillado, si no muerto, avergonzado y condenado de por vida a usar pañales para retener sus desechos.
Muchas mujeres no denuncian por vergüenza; encima de que eres la víctima te encuentras con que te tratan como la culpable, la zorra, el «algo habrás hecho» tantas veces escuchado. Hay que denunciar, desenmascarar a estos tipos camuflados, sacarlos a la luz. Tú no has hecho nada malo cuando te topas con hombres así. Tienes dos opciones: o ir a la Policía o venir a mí. Yo soy el último recurso. Soy la debla.
Helen, mi ginecóloga, me dijo que estaba perfecta, y como siempre me preguntó que si tenía relaciones, y yo, que llevaba cuatro años diciendo que no con carita de pena, cuando me ha preguntado le he dado un sí largo con una sonrisa; lástima que no me haya pedido nada más, algún detalle; hoy tenía el día de contarlo todo. Luego he ido al aplastamiento pectoral que te he contado ya, que con lo orgullosa que está una con lo que tiene cuando está en esa prueba se desmoraliza; te ponen la mama que parece un sándwich de queso Gruyere a la plancha. Ya pasó. Vuelvo a casa; tengo que hacer la maleta que mañana vuelo a Ciudad de México a ver a Julia Entrepinos. Es un vuelo de cuatro horas. Es que México es muy grande; donde uno ve eso que parece una pata de gallina debajo de los Estados Unidos caben España, Portugal, Francia, Alemania, Polonia y Gran Bretaña enteritas, casi nada.
Tengo que preparar la cena, que me ha dicho Luck que me deja a Lianna a cenar y a dormir esta noche, que él tiene que ir al hospital para que su madre descanse un poco; el padre debe estar peor. Uy cuando se lo cuente a Encarna, verás qué ilusión le hace.
Para la semana que viene le he pedido a Amparo Patiño, de Cangas de Morrazo, que me sustituya en las clases de flamenco; ella encantada, que aunque vive en Echo Park, si pilla la Cinco se planta aquí en cuarenta minutos. Amparo, que lo que baila bien es la muñeira, se las apaña con las sevillanas y la mujer tiene mucho empeño; lleva en Los Ángeles un porrón de años, como treinta, que vino a estas tierras con un novio teniente de la Navy que había recalado en el puerto de Marín para unas maniobras y se enamoraron; ella gallega y él de Dakota del Norte. Este estado del norte, como su nombre indica, no tiene ni mar ni nada y hace un frío del «carajo de la vela», que no hay un sitio tan helador después del Polo Norte en el mundo. El hombre, el dakotense del norte, se vio en Galicia con una celta y ¿cómo no se iba a enamorar? Se trajo a la Amparo aquí y mandó Dakota del Norte a tomar viento.
Qué frío me entra nada más pensarlo. Mi padre compuso una soleá para el Festival Flamenco de Fargo, el FFF. «Hacía tanto biruji y arresío que la gente daba palmas para calentarse las manos y no para seguir el compás; que yo tuve que tocar la guitarra con manoplas y la bailaora se ponía botas de piel vuelta, el traje de lunares encima del mono de skay y un gorro de pelo ruso, que más que una bulería parecía que iba a bailar el kasachof. Si el flamenco hubiera nació ahí se llamaría friamenco, la madre que me parió», me contaba él. La soleá decía:
Ay, Dakota, ay, Dakotau
con solo decir su nombreau,
me sale vapor congelau
y cubitos de la gargantau.
Norte, hace un frío de cojonesaus
que na más abrir la bocau
se me amorata la carau
y se hiela la guitarrau.
Encontré a mi padre en su cuarto, con la caja de los recuerdos abierta. Fotos y pequeños objetos se esparcían sobre el edredón de florido estampado. Macareno ojeaba alguna foto de su mujer, mi madre. Tenía en la mano la de la boda, ella de blanco y él con un smoking con camisa azul clara con chorreras prominentes, años ochenta, hortera. Los dos reían y se miraban cómplices.
–Hola –le saludé–. ¿Qué, nostálgico?
–Un poco, que recibí una carta de mi tía Obdulia comunicándome el deceso de mi tío José Lui, «el Chungo»; ahora soy el heredero al trono de Aesira, que tenemos que ir a Cádiz a por la guita; me ha dejado un chalet, mira tú por dónde. Eso, me he puesto bobo y aquí me tienes acordándome de tu madre, de mi gitana con puntería, ya ves. Fueraparte, ¿cómo te ha ido en el médico?
–Uf, a esperar resultados.
–Ojú, Lola, que más que ir al ginicólogo parece que has ido a echar una quiniela.
Me acerqué y cogí la valija de cartón vacía; tenía escrito a mano el nombre de soltera de mi madre, Tarissa Ramos. Era una caja dentro de otra caja, para reforzarla; tantas veces la había visto en el altillo que nunca me había fijado en ese detalle; no solo era la caja de mi madre, era un santuario a su memoria.
Había muerto en un accidente cuando yo tenía cinco años. Yo estaba con ella ese día, apenas recuerdo nada; las cosas malas tiendo a olvidarlas. La atropellaron en el cruce de Wilshire con la Tercera; ella, tan certera en la distancia larga, no lo vio venir; un coche que se dio a la fuga y yo me había quedado allí en la acera, contemplándola tendida en el asfalto, apagándose entre espasmos y convulsiones. Ella era teniente, francotiradora de élite de la Army.
Metí los dedos y separé las dos cajas con facilidad. Ahí había un sobre cerrado; había estado en ese lugar, oculto, treinta y dos años esperando a que lo descubrieran.
Se las llevó la mañana,
la noche y la madrugada.
Y sonaron las campanas,
con armas muy afiladas
que las dejaron sin vida,
rotas y ahí tiradas.
Aquí escribieron su ausencia
guardadas en mi recuerdo.
When I look to men's eyes,
I'm not afraid anymore.
III. Carcelera
Que si no te gusto, lo dices,
que si no me quieres, me dejas,
pero no vuelvas a alzar tu puño
tomado de la violencia.
Que mi vida es una cárcel,
un calabozo con rejas.
Ya no me quedan más lágrimas
que derramar sobre la mesa.
Que es cobarde el que golpea
escondido tras la puerta.
Entre ese y yo hay un muro,
el muro de la vergüenza.