Sentada, comencé a escrutar el lugar. Sabía que allí estaba Ramiro, mi objetivo. Coloqué un tacón de aguja sobre el estribo de la silla alta, mientras la otra pierna se alargaba insinuante al frente. Ahí, mientras la vista se paseaba vislumbrando caras desconocidas, me acordé de Luck, el novio que me he echado; el papá soltero más deseado de la escuela, el padre de Lianna, compañera de clase de Encarna, mi hija; Luck T. Laurence, que tiene nombre de escritor de ciencia-ficción. Él dice que es su nombre artístico. Hombre de piel oscura, como la mía, que soy mezcla de irlandesa, negro y gaditano de toda la vida. Como dice mi padre: «Los de Cái nos mezclamos con todo, ¿por qué crees tú que se llama la Tacita de Plata? No por la forma, no, sino por el contenido: café con leche somos; que en esa tierra se apalancaron un jartíbere de gentes para un lugar tan chico, digo, finicios, romanos, bizintinos, los visigordos esos, gitanos, moros y mi pare, Antonio Ramos, que era de Lebrija; que para los de Cádiz es como el extranjero. Vamos, que mi tía Obdulia, por parte de madre, fue al cuartelillo de la Guardia Civil para sacarse el pasaporte antes de coger el autobús pa Sevilla, como te lo digo».
Luck y yo estamos bien. Es amable y cuando lo hacemos es estupendo. Ahora tiene a su padre enfermo en el hospital; estaba muy mal me ha dicho, en las últimas. Pero lo que nos pasa a los padres solteros es que nuestra prioridad son nuestras hijas, que las niñas se lleven bien y todo eso. A Encarna la sigo acercando a terapia, a Margaret, la psicóloga infantil, para que haga dibujos y luego ella le hace preguntas sobre lo que ha pintado. Yo creo que está mejor; la niña ya pinta normal; que hace unos dibujos muy bonitos de castillos y dragones. Ahora que lo pienso, la verdad es que no ha dejado la etapa gótica: ha pasado de la tumbas y las cruces, más macabras, y está en la etapa gótica-fantástica; tendrá que pasar por todas las fases hasta llegar a una normal y pintar corazones atravesados por flechas. Como te digo, yo con Luck estoy bien, por el momento; te lo iré contando.
No veía a Stavros. Le di un largo trago a la copa martinera mientras observaba a tres chicas que brindaban con sus cálices de vino tinto. Estaba cerca de ellas y escuché claramente: «Cheers, for Betty's divorce». La que debía ser Betty tenía una cogorza de aquí te espero; se bebió el caldo rojo fermentado de un trago, sonrió guiñando los ojos y mostrando los dientes tintados de oscuro; un poco vampírica me pareció.
–Can I buy you a drink? –escuché a mi espalda. Era un hombre con la chaqueta apretada y una cerveza en la mano.
Lo miré de arriba abajo para intimidarlo; yo estaba ahí por trabajo.
–No offense, but you're going to be the second man tonight that I say no to. –Dejé la copa en la barra y volví a mirarlo–. Go away, don't be discouraged; keep on trying with someone else.
–Bitch.
–You see, I´m not your type.
El hombre del traje apretado se alejó contrariado dando un trago a su vaso de cerveza recalentada. «Otro que no aguanta una negativa», pensé.
Ahí es cuando divisé a Ramiro, en un reservado. Vestía una elegante camisa negra y un ostentoso medallón dorado del que colgaba una S de Stavros también del precioso metal. Era el hombre de la foto que me había dado Doris McKey y estaba sentado junto a una chica muy atractiva. Ramiro hablaba y bebía tragos de burbon. La chica a su lado reía las gracias sin gracia del heredero de las conservas grasientas. Sabía quién era él. Estaba cazando.
Era el momento de entrar en juego. Di otro sorbo a la margarita y me fui a la pista de baile; coincidió con que sonaba el último éxito de Rosalía. Yo que me coloqué a tiro del violador liberado y comencé mi baile aflamencado; mis tacones golpeando metálicos en la pista de madera, las caderas moviéndose rítmicamente. Lancé las manos en giros arriba y abajo como nunca las habían visto agitarse por esos lares, flamenca rubia, haciéndome ver. Ramiro fue verme y no separar la vista de mi cuerpo, que su sexy acompañante me mataba con los ojos. Si ella hubiera sabido el poco futuro que le esperaba a su presa, con la que había imaginado una vida de mantenida bajo el ala de su escultural cuerpo, se hubiera quedado helada. Ramiro no se resistió; era un tipo que tenía el cerebro dividido en dos bolitas y dirigido por una válvula que se excitaba al reclamo del bombeo sanguíneo. Ahí estaba él levantando los codos y dando pasos desacompasados. Yo que comienzo con mis insinuaciones; el típico te miro y no te miro, me acerco y me alejo, él cada vez más aborregado. Rosalía seguía cantando.
Ramiro tenía la sonrisa del consentido, de ese al que nadie le ha negado nada, del que consigue todo lo que se propone, del que pone precio a las personas porque lo puede pagar. Bailaba como quien envasa una lata de mejillones, en automático, sin gracia; lo que se dice «un tonto del bote». Cuando terminó la canción volví a la barra, a por mi copa de borde ancho, dejándolo con el síndrome del hombre abandonado en la pista. Vino detrás.
–How are you, blonde?
–¿Cómo sabes que soy rubia? –le contesté en
español.
Stavros sonrió:
–No lo sé, güera; solo veo el pelo de tu cabellera. Quiero imaginar el resto.
–Pues sigue imaginando tintes de colores.
–Eres nueva aquí, ¿no?
–Nueva y sin compromiso. Me han dicho que este es un buen sitio de baile latino.
–Te han dicho bien.
Le di el último trago al cóctel de origen mexicano y dije, mirándolo:
–¿No hay un sitio más tranquilo donde nos dé el aire?
Ramiro sonrió.
–Ven, que te voy a enseñar el Paraíso.
Le seguí por un pasillo, luego por una puerta que daba al callejón donde se escuchaba de fondo la música de la sala. No era el Paraíso.
Fue dar un paso fuera y convertirse en pulpo; que sus manos se movían como tentáculos. Tuve que unir codos y darle un pisotón. Él me respondió posando sus manos en mi trasero. No esperé más.
¡Clac!
Golpeé mis zapatos uno contra otro, les quité el camuflaje; donde antes había tacones ahora lucían dos cuchillas afiladas y relucientes de doce centímetros, mortales.
Intenté alejarlo pero el tipo había pasado de pulpo a lapa, lo que tiene hacer conservas. Entonces le pisé, clavando los filos de acero pulido en los empeines de sus zapatos de piel negros. Ramiro Stavros me miró horrorizado, los ojos desorbitados, sintiendo el hierro ya profundo en sus extremidades. Cayó de rodillas. Mientras, giré sobre él y salté sobre sus gemelos hincando en sus músculos los dos estiletes, que entraban como cuchillos en la mantequilla. Coloqué las manos sofocando el grito que salía de su boca histérica. Se desplomó en el suelo sucio del callejón. Yo di dos pasos colocando mis heels a la altura de su cuello. Terminé con el macho; dos pequeños taconazos de cierre, dos cortes en la yugular del maléfico.
En la oscuridad su sangre parecía entre tinta de calamar y el mejunje pastoso de una lata de bonito con tomate. Las conservas Stavros buscaban heredero y más calidad en su contenido.
Él ya estaba muerto. Me quité la peluca rubia y los tacones afilados, que me estaban dando la lata cuando daba dos pasos, y me fui andando descalza hasta el coche.
De cuando estaba