Ofreceré un ejemplo personal que sirva para ilustrar este principio. Diría que soy una persona resiliente por naturaleza. Muchas veces he preferido adaptarme a situaciones difíciles antes que pasar por ciertos trámites, especialmente los burocráticos. Cuando tenía quince años, casi todas las mañanas, a primera hora, tenía la misma clase de Historia. Al entrar en el recinto de mi instituto me encontraba a menudo con mi amigo Buba, que siempre me animaba a bajarme con él a unas canchas de baloncesto para fumarnos un porro. Digamos que, por su culpa y por la mía, siempre me perdía la primera hora de clase. Era el primer trimestre del curso 1997-1998. Un día en que sí asistí a clase, la profesora me hizo un gesto con la mano para que me acercase y me dijo que estaba suspendido por hacer tantas pellas. No me suspendía solamente ese primer trimestre, sino el curso completo. Sin previo aviso, ni nada, solo me quedaba presentarme en septiembre. Yo, con gesto despreocupado, le dije que vale. Como aconsejan los instructores motivacionales, vi el lado bueno del asunto: no tendría que ir a Historia en todo el curso y a primera hora podría irme con mi amigo Buba, o con quien me diese la gana. Curiosamente, fui tan resiliente que no supe defender mis derechos. Técnicamente, suspender el curso entero a un chico por hacer pellas el primer trimestre es ilegal. De hecho la enseñanza secundaria de entonces funcionaba a base de la llamada evaluación continua: si aprobabas el segundo trimestre aprobabas el primero de modo automático. Yo, sin embargo, acepté lo sucedido y aprobé su asignatura después del verano, sin grandes esfuerzos. No obstante, si hubiese sido menos flexible y más combativo, habría sabido defenderme de una manifiesta injusticia y habría impedido que me suspendiesen un curso entero de modo ilegítimo. No solo eso, sino que podría haber asistido a clase el resto del curso, y quizás haber aprendido mucho más; en especial, si hubiese sido avisado por la profesora de que no estaba dispuesta a tolerar faltas a clase, algo que otros profesores pasaban por alto.
Muchos años después, compré un sótano a modo de inversión de poca monta. Nada más comprarlo, un empresario rumano se hizo con el local adyacente. Este señor me dijo, poco después, que según el catastro, 15 metros cuadrados de mi sótano eran en realidad suyos. En principio me pidió que se lo vendiese. Luego dijo que me pagaría la mitad en negro y, finalmente, decidió hacer un agujero en la pared y apropiarse de esos 15 metros tapiando una de las puertas de mi local (dejando el baño e interruptores eléctricos en «su lado» del muro). Yo, en un principio, pensé ante tal situación que debía ser resiliente, que lo suyo era ver el lado bueno de esta dolorosa contingencia.
Sin embargo, siendo yo pobre, a causa de los excesos de este señor estaba perdiendo unos quinientos euros mensuales después de haber gastado todos mis ahorros en la compra de la propiedad. El proceso judicial para dirimir el asunto sigue ahora su curso. No obstante, a pesar de mi buena actitud, me despertaba en mitad de la noche y sentía un profundo agobio.
Si este señor hubiese adoptado un enfoque civilizado ante el dilema que nos afectaba a ambos, me habría ahorrado penurias varias y cualquier necesidad de recurrir a esa supuesta resiliencia. No solo eso, la resiliencia que yo, por mi propia naturaleza, supe adoptar, en el fondo no era más que una fachada superficial de indiferencia que se hallaba atravesada de una angustia real, propiciada por unas condiciones materiales concretas.
El concepto de resiliencia, de hecho, es en realidad un moderno reciclaje de la ataraxia de los antiguos estoicos, epicúreos y escépticos. La ataraxia entre los estoicos, como la resiliencia actual, representa una ausencia de trastornos del alma que nos permite mostrarnos serenos ante las inevitables adversidades que entraña la vida. La ataraxia consiste en liberarse del sufrimiento a través de lo que bien podríamos calificar como una indiferencia primordial que nos permite adaptarnos al medio que nos rodea.
Se trata de un mal hábito cuyas consecuencias pueden ser funestas. Si uno adquiere tal grado de control sobre su propia indiferencia, bien puede acabar siendo víctima de mil y una injusticias y tropelías. Hablamos de un género de felicidad negativa fundamentada no en un crecimiento del sujeto proactivo que transforma su entorno, sino en un aprendizaje de la aceptación del todo. Huelga decir, a estas alturas, que cualquiera que sea dueño de sí mismo hasta tal grado frente a los inconvenientes de la existencia no será más que un completo enajenado: un ser moldeable hasta el extremo por las injerencias del mundo exterior. Aquel que de tal modo obedece al mundo, lo que no sabe es obedecerse a sí mismo. Y ¿quién sabe? Quizás sea preferible la infelicidad antes que prescindir de una conciencia crítica y de una actitud afirmativa ante la vida.
Lo curioso es que la palabra ataraxia ha sido tomada de los griegos para referir a una enfermedad cerebral producida por un ictus o un golpe en la parte frontal de la cabeza. Dicha patología consiste en la «incapacidad del ser humano para sentir frustración». La falta de voluntad para enfadarnos o desilusionarnos producto de la referida enfermedad «nos impide evolucionar como personas, puesto que la frustración nos ayuda a mejorar cuando algo no nos gusta o no estamos satisfechos con ello».13 No nos engañemos, una vida sin frustraciones es una vida enfermiza.
Los acontecimientos que uno no controla pueden ser extremadamente desestabilizantes, por muy buena que sea la actitud que uno adopte. La precariedad vital es un fenómeno que tiene efectos a gran escala. La España de hoy parece seguir la estela de muchos otros países. Actualmente domina una lenta descomposición de la economía en la que la precariedad es cada vez más prevalente y en la que las clases medias van desapareciendo. El capitalismo está devorándose a sí mismo. A este ritmo, en poco tiempo los trabajos serán meros voluntariados, y habrá que crear rentas universales para poder sobrevivir. De hecho, la precariedad de la vida, tal y como la vivimos hoy en día, es la fuente de numerosas dificultades psicológicas. A la altura de 2017, el 25 % de los ciudadanos españoles ha sufrido o sufre una patología mental, algo que, según la Sociedad Española de Psiquiatría, va unido a la crisis económica que inició su andadura en 2008.14
No obstante, parece que la crisis no representa un hecho aislado, sino que todo esto es parte de un proceso económico que vuelve la vida del trabajador cada vez más precaria, algo que no puede dejar de tener sus efectos psicológicos. En una economía cada vez más flexible resulta más complicado contar con una identidad sólida, tener confianza en uno mismo y recursos de toda índole para enfrentar situaciones difíciles. La inestabilidad económica es fuente de inestabilidad psicológica. El enfoque cognitivo que uno adopte resulta irrelevante en tales casos; algo que bien podríamos afirmar del ideal estoico.
Como ocurre en la literatura de autoayuda, entre muchos estoicos parece fundamental controlar las propias ideas. Entre sus preceptos está no verse asaltado por «pensamientos bajos», ni juzgar a otros.15 Este sería un modo de adaptarse a la realidad sin quejas. Según Epicteto: «Acusar a los demás de nuestras adversidades es propio de ignorantes; culparnos de ellas a nosotros mismos es señal de que empezamos a instruirnos; no acusarnos ni a nosotros mismos ni a los demás, he aquí lo propio de un hombre ya completamente instruido».16
Esta filosofía, como la que generalmente encontramos en los libros de autoayuda, quiere hacer del sujeto una especie de vacío, que esté más allá de todo juicio o, quizás, que carezca de él por completo. Parece evidente que un ser que no juzga y acepta todo lo que le pasa sin rechistar representa un ciudadano ideal para ser explotado y manipulado.
Por otra parte, para los estoicos predicar con el ejemplo resultaba más complicado. Habla Schopenhauer del pensador Arriano que hace referencia al perfecto estoico como aquel que «no critica a nadie, no se queja de los dioses ni de los hombres, no reprende», pero, curiosamente, su obra está luego «escrita en tono de reproche y llega a menudo al insulto». Un célebre ejemplo de este tipo fue Lucio Anneo Séneca, célebre estoico del siglo i d. de C.