Las enseñanzas más abyectas de los estoicos acusaban explícitamente a cada cual de los males que le afectaban. Precisamente, eso mismo es lo que fomenta la autoayuda contemporánea. Este último género surge en Estados Unidos, una sociedad en la que el Estado desempeña un papel menor en la vida de las personas y donde la conciencia como elemento constitutivo del individuo ha sido hipertrofiada para ser equiparada al sujeto como un todo. Curiosamente, conciencia y voluntad han sido identificadas en ese país como una y la misma cosa. Como si la voluntad brotase del pensamiento consciente, como si pudiésemos elegir nuestros deseos, como si el carro tirase de los caballos.
La falta de una red de apoyo social en el seno de la sociedad norteamericana ha hecho que la responsabilidad con respecto a los males que afectan a cada cual recaiga sobre el individuo. En el fondo, se invierten las responsabilidades creando una monstruosidad epistemológica según la cual son las ideas las que determinan la realidad, y no a la inversa.
Según muchos pensadores estoicos, «vivir bien y ser felices depende de nosotros no de las cosas exteriores»,5 una idea muy halagüeña pero poco realista. De acuerdo con las enseñanzas de Epicteto, ilustre pensador estoico del primer siglo i d. de C., «nuestro bien y nuestro mal no existe más que en nuestra voluntad» y «dependen de nosotros nuestros juicios y opiniones, nuestros movimientos, nuestros deseos, nuestras inclinaciones y nuestras aversiones: en una palabra, todos nuestros actos».6 Desde los tiempos actuales, ya post-marxistas y post-freudianos, tales aseveraciones nos parecen sencillamente ridículas. Es más, cualquier persona carente por completo de instrucción filosófica sabe bien que lo que Epicteto afirma es un puro embuste. ¿De veras elegimos «nuestros deseos, nuestras inclinaciones y nuestras aversiones»? Si analizamos nuestra vida despierta, veremos que esto es inaceptable. Si así fuera, la vida sería mucho más sencilla y, por cierto, mucho más aburrida. Nuestras inclinaciones, nuestros deseos y, en definitiva, nuestro carácter nos vienen dados. Por otra parte, todo aquello que deseamos tiene múltiples orígenes: biológicos, culturales, anímicos, circunstanciales.
Este discurso burdo, ingenuo y falaz es perpetuado en la actualidad por psicólogos y gurús de la autoayuda por doquier. Este es el caso de Rafael Santandreu, psicólogo cognitivista que ha vendido millones de ejemplares de sus libros. Según dice en un artículo de prensa, «para ser feliz hace falta muy poco, simplemente la comida y la bebida del día»;7 un enfoque muy estoico, como cualquiera puede comprobar. Santandreu es, de acuerdo con el mismo artículo, el «autor de no ficción que más libros vende en España». Este reconocido admirador de Epicteto afirma que todo depende del prisma con que se mire. De hecho, uno de sus libros más conocidos se llama Las gafas de la felicidad (2014). En el programa «Para todos La 2» afirma que hacer deporte es básicamente lo mismo que realizar trabajos forzados en la cuneta de una carretera. Que lo importante no es tanto la actividad en sí, sino la manera en que nuestro cerebro filtra dicha información empírica. Según afirma: «lo que yo me digo es cómo me afecta». Su visión consiste en actuar de conformidad con la realidad. En sus propias palabras: «Los seres humanos podemos disfrutar prácticamente en cualquier circunstancia. ¿Por qué? Porque hay mil oportunidades de disfrutar de la vida, si no te quejas, si no te dices “tendría que estar en esta situación” o “sería mejor la otra”, o “no lo puedo soportar”... Si no te dices eso, y te acomodas a lo que hay, en seguida descubres posibilidades para disfrutar de la vida... Si dispongo de comodidades, las disfrutaré, pero si no dispongo, me olvido. Hay mil cosas maravillosas que hacer».8 Su psicología trata de crear personas con «alta tolerancia a la frustración», algo que, sin duda, tiene bien poco que ver con la felicidad, si entendemos esta como un sentimiento positivo.
Aparte de lo delirante de algunas de sus ideas, tal posicionamiento sirve descaradamente a los intereses de élites que se lucran y nutren de las carencias económicas de otros. Naturalmente, a quien más le interesa una adaptación incondicional a la jerarquía de lo real es a aquel que ocupa un lugar privilegiado en la misma. Se estima que las empresas estadounidenses pierden medio billón de dólares al año a causa de la infelicidad de sus empleados.9 No es de extrañar que el mundo financiero quiera acabar con toda infelicidad, especialmente promoviendo el uso de técnicas cognitivas —meramente mentales— entre sus empleados, y así no verse obligado a realizar grandes cambios económicos o estructurales. Si resulta que «todo está en la mente», nada ha de cambiar en la esfera de lo material.
Curiosamente, las simplonas ideas de Santandreu chocan precisamente con el auge de la literatura de autoayuda. La cosa no es tan simple como decidirnos a contar con un estado de ánimo deseado. Parece que si realmente tanta gente compra libros de autoayuda es que «ni los deseos, ni las inclinaciones, ni nuestras aversiones» son cosa nuestra y que, si algo demuestra el éxito comercial de la auto-ayuda, es que muy felices no somos. La enormidad de las ventas de este tipo de libros sirve a modo de índice de felicidad no reconocido. Una cosa es lo que la gente dice y otra lo que hace. Hablemos de las encuestas realizadas en nuestro país con relación al índice de felicidad nacional. En estos engañosos sondeos, los españoles hablan, desde la crisis, de una situación económica y política lastimosa. Sin embargo, cuando se les pregunta si son felices, dicen que mucho. Estas encuestas, generalmente, no valen nada. Lograr que un español reconozca públicamente que es infeliz o que tiene una vida sexual insatisfactoria es misión imposible, por lo que los datos negativos en referencia a la autoimagen quedarán siempre soterrados.
Pero volvamos de nuevo a los estoicos. Epicteto hace depender de cada cual ese índice de felicidad, pase lo que pase, sean las circunstancias las que sean: «Ninguna de las desgracias presagiadas por ese [mal] augurio me atañe; si acaso, a este mi débil cuerpo o a mi menguada hacienda; tal vez a mi reputación o a mi mujer o a mis hijos, que para mí no hay, si me lo propongo, sino presagios felices, ya que, suceda lo que suceda, de mí depende sacar en todo el mayor bien y provecho».10
La filosofía de este pensador parece abogar por una independencia de criterio en relación con el mundo exterior. Defiende la responsabilidad de cada cual a la hora de guiarse en el mundo. Algo loable, solo que su pasión por la independencia parece excesiva, y poco realista. Los eventos que acontecen en el mundo nos afectan, y mucho. Y, la verdad, eso es inevitable.
Esta independencia con respecto a las desgracias o avatares que defiende Epicteto es lo que hoy en día ha venido a llamarse resiliencia: una habilidad para recomponernos en situaciones adversas. La resiliencia es un concepto absurdo por varias razones. La primera de ellas es que los seres humanos, generalmente, al afrontar situaciones verdaderamente adversas, nos recomponemos de modo automático, es decir, que contamos con una habilidad congénita para adaptarnos a esas circunstancias y, cuando algo de veras nos hace daño, de modo inmediato e instintivamente —no a través de un esfuerzo consciente— hallamos la salida más ventajosa. Es decir, tenemos una capacidad extraordinaria para adaptarnos a todo tipo de circunstancia, algo que queda demostrado cuando analizamos los aspectos más terribles de la historia universal. Si la humanidad no fuese resiliente por naturaleza, ninguno de nosotros estaríamos aquí ahora mismo. Invitar a alguien a ser resiliente ante circunstancias trágicas es como animar a ir al baño a un borracho que se ha bebido cinco litros de cerveza.
Cuando se nos habla de resiliencia no se nos anima a esa adaptación por la supervivencia, sino a adaptarnos a situaciones incómodas para nosotros que se traducen en beneficiosas para otros. William Davies emplea una buena analogía en su libro sobre la industria de la felicidad: «Si levantar pesas se torna demasiado doloroso, uno se enfrenta a un dilema: o reduce el peso, o trata de prestar menos atención al dolor. A principios del siglo xxi existe un creciente número de expertos instructores en “resiliencia”, “mindfulness” y terapia cognitiva conductual que aconsejan adoptar la segunda opción».11 En vez de cambiar las cosas, uno ha de realizar los esfuerzos cognitivos necesarios para adaptarse a una situación negativa. Yo emplearía un ejemplo análogo, pero mejor. Si calzas unos zapatos que no son de tu talla, que te incomodan, o incluso te hacen llagas, ¿qué sería mejor? ¿Tratar de imaginar que no te duelen o cambiar de zapatos? Creo que la respuesta a esta pregunta es más que evidente.
Esto no solo puede producirse