–¿Cómo?
–Me refiero a Emma. ¿Ya le has contestado?
–Ah, eso… No, todavía no.
–¿Por qué? ¿Es que te estás haciendo el duro?
Max la miró a los ojos, sin saber qué decir.
¿Qué pasaría si Allegra tenía razón? ¿Qué pasaría si Emma estaba verdaderamente interesada en volver con él?
Durante mucho tiempo, había creído que Emma era la mujer de su vida y que no deseaba otra cosa que casarse con ella y formar una familia en Shofrar. Pero ya no estaba tan seguro. De hecho, no lo estaba en absoluto.
–Sí –respondió al fin, por decir algo–. Me estoy haciendo el duro.
Max llamó a la puerta del cuarto de baño, algo extrañado con la tardanza de Allegra.
–¿Qué diablos estás haciendo ahí?
–Salgo enseguida –contestó ella.
Allegra se puso el carmín, nerviosa. Aquella noche iban a cenar con Bob Laskovski y su mujer. Era una cita importante para Max y no lo quería dejar en mal lugar.
Max había estado de mal humor durante los días anteriores. Allegra supuso que era por culpa de Emma, a la que echaba de menos. De hecho, estaba convencida de que quería volver con ella. De lo contrario, ¿por qué había rechazado a Darcy?
En su incomodidad, decidió dejarlo solo un día y aceptar la oferta de William cuando la llamó para invitarla a tomar una copa. William era un hombre guapo e interesante y se divirtió mucho con él. Pero no era como Max. No sentía nada cuando admiraba sus rasgos y su boca de patricio.
Desgraciadamente, Max estaba fuera de su alcance. No importaba que se estremeciera cada vez que estaban en la misma habitación. No importaba que todo su cuerpo se tensara y se pusiera en alerta, como esperando algo.
Max no la deseaba. Y ni siquiera estaba interesado en una aventura. Buscaba una mujer que quisiera formar parte de su vida; una mujer que compartiera sus intereses y que estuviera dispuesta a renunciar a su carrera para marcharse con él al otro extremo del mundo. Una mujer que no se parecía nada a Darcy. Ni a ella misma.
Además, Allegra sabía que su estancia en la casa era tan temporal como su participación en el experimento de Glitz. En poco tiempo, se marcharía al sultanato de Shofrar y las cosas volverían a la normalidad anterior.
–¡Allegra! ¡Vamos a llegar tarde! –exclamó Max.
Allegra se volvió a mirar al espejo, abrió la puerta y sonrió.
–¿Y bien? ¿Qué te parece?
Él la miró de arriba abajo. Se había puesto un vestido negro, de escote en pico y mangas largas, combinado con unos pendientes de plata y zapatos de tacón de aguja. Max pensó que estaba perfecta para la ocasión, aunque los zapatos resultaran algo extravagantes para la supuesta prometida de un ingeniero más bien gris.
–¿Mi aspecto es adecuado? –continuó ella.
Max tragó saliva.
–Bueno, yo no lo definiría como adecuado.
Allegra frunció el ceño.
–Si quieres, me puedo recoger el pelo y hacerme un moño.
–No, no… estás perfecta. Pero será mejor que nos vayamos de una vez. El taxi está en la entrada de la casa.
Max bajó la mirada, la clavó en sus zapatos y añadió:
–¿Podrás llegar con esos tacones?
Ella le dedicó una sonrisa.
–Por supuesto que sí.
Al llegar al taxi, Allegra se sentó en el asiento trasero y se puso el cinturón de seguridad. Siempre le habían gustado los taxis de Londres, tan grandes; adoraba el olor de la tapicería, el sonido del motor y hasta la luz amarilla que llevaban arriba. Cuando viajaba en uno y contemplaba las calles de la capital británica, se sentía como si estuviera en el centro de todas las cosas, como si formara parte de la vibrante ciudad.
Pero aquella noche fue distinta.
Aquella noche no se pudo concentrar en Londres. Era demasiado consciente de la cercanía de Max. Se había sentado tan lejos de ella como le había sido posible, pero Allegra fantaseó con la posibilidad de que el cinturón de seguridad se soltara y de que algún volantazo del taxista la lanzara sobre él.
Tragó saliva y se dijo que aquello era absurdo. Estaba con Max, el hermano de Libby. Tenía que sobreponerse y actuar con naturalidad.
–Bueno, ¿cuál es el plan? –dijo con un esfuerzo.
–¿El plan?
–Claro. Tendremos que inventar una historia, por si nos preguntan.
Max frunció el ceño.
–Dudo que a Bob le interese nuestra supuesta relación.
–¿Y su esposa?
Max la miró con desconcierto. No se le había ocurrido.
–Sí, claro, su esposa. Será mejor que nos atengamos a la verdad.
–¿La verdad? Te recuerdo que tú y yo no estamos saliendo y que, desde luego, no estamos prometidos.
–No me refería a eso –replicó Max, incómodo–. Me refería a que no hay razón para mentir sobre la forma en que nos conocimos.
–No, supongo que no.
–Además, estoy seguro de que no tendrás que hacer gran cosa además de sonreír y de mostrarte encantada con la perspectiva de casarte conmigo.
–¿Hasta qué punto?
–¿Cómo?
–¿Hasta qué punto quieres que me muestre encantada? –preguntó, de forma provocativa–. ¿Les doy la impresión de que estoy perdidamente enamorada de ti? ¿O me limito a ser dulce y encantadoramente adorable?
Él carraspeó.
–Compórtate de forma normal. Si puedes, claro.
Habían quedado con Bob y su esposa en el Arturo, un restaurante tranquilo y acogedor que había perdido parte de su antigua fama, aunque aún era famoso por la calidad de su comida. Cuando llegaron, Max pagó el taxi y se metió un dedo por debajo del cuello de la camisa. Max pretendía ponerse una camisa blanca, pero Allegra lo convenció para que se pusiera la de color mora con una corbata más oscura.
–A Bob le va a extrañar que lleve una camisa de color rojo –protestó.
–Deja de refunfuñar tanto, Max. Estás magnífico. Todo saldrá bien –dijo ella–. Solo te tienes que relajar.
–¿Relajarme? –preguntó Max con sorna–. Te recuerdo que estoy a punto de someterme a la entrevista más importante de mi historia profesional. Es lógico que esté tenso. Sobre todo, porque voy a mentir a mi propio jefe.
–No es necesario que mientas. ¿Por qué no le dices la verdad?
Durante un momento, Max consideró la posibilidad de hablarle de Emma y de contarle lo sucedido. Indudablemente, sería más fácil que pasar toda la noche con Allegra y fingir que eran novios. Además, no estaba seguro de que Bob picara el anzuelo; era un hombre inteligente y seguramente se preguntaría qué estaba haciendo Allegra con él. Al fin y al cabo, Allegra era de una liga superior.
La volvió a mirar y volvió a sentir el mismo estremecimiento que le había causado cuando salió del cuarto de baño y le preguntó por su aspecto. El vestido de Allegra era bastante más conservador de lo habitual en ella. Las mangas cubrían toda la superficie de sus brazos y la falda ocultaba sus piernas casi por completo. Pero Max se sintió como si llevara un letrero