Blake no se habría enterado de lo sucedido si la antigua niñera no lo hubiera llamado, dos días antes, para contárselo. Blake había alquilado un avión y había salido para Nueva Orleans inmediatamente.
Por suerte, la herencia de su madre le permitía llevar una vida despreocupada, sin pensar en el dinero ni en la opinión de su padre. Que hubiera complementado la herencia produciendo y distribuyendo arte era algo que solo él sabía.
–Claro que me importa Abigail. Alguien tiene que preocuparse de ella.
–Es débil. La vida la endurecerá.
Su padre le escudriñó de un modo que casi le hizo avergonzarse. Pero se contuvo, desde luego. Hacía mucho que no consentía que su padre controlara su comportamiento. El anciano consideraría una victoria cualquier signo de debilidad.
–Pero, puesto que estás aquí, puede que te dé el trabajo.
–¿Cómo dices?
–El trabajo de cuidar de ella, aunque no estás cualificado para cuidar a una niña, ¿verdad?
«Al menos, estoy dispuesto a intentarlo». Blake apretó los dientes y esperó. Si su padre quería cambiar de postura, tendría que pagar un precio.
–No sé –dijo el anciano jugueteando con los gemelos de diamante, como si lo estuviera sopesando–. Ni siquiera he decidido si voy a dejar que la veas.
Un gritito surgió de detrás de una silla, al otro extremo de la sala. Armand se volvió inmediatamente hacia allí.
–Te he dicho que te quedaras en tu habitación –gritó.
Una niña salió de detrás de la silla. A pesar de que estaba más alta, a Blake le pareció que no había cambiado en los dos años anteriores. Seguía teniendo los mismos rizos castaños y la misma mirada vulnerable. Ella vaciló antes de obedecer, mientras sus ojos parecían memorizar cada detalle de Blake, como si temiera no volver a verlo. Él, desde luego, la entendía. Su padre era tan imbécil que podría prohibirle que la viera si se daba cuenta de cuánto significaba para él.
Así que ocultó sus sentimientos, sonrió levemente a Abigail y le indicó con la mano que subiera a su habitación, antes de que siguiera oyendo decir a su padre los problemas que le causaba.
Blake había soportado toda su vida el maltrato verbal de su progenitor, y no quería que eso le sucediera a Abigail.
Ahora que no estaba su madre para protegerla de los crueles juicios de Armand, no había nadie que lo hiciera. Estaba Sherry, el ama de llaves, pero tenía que hacer su trabajo.
Blake recordó los largos e interminables días en que no veía a nadie salvo a la cocinera, que le preparaba la comida. Se había criado sano, pero muy solo. Cuando su padre se dirigía a él era para gritarle sin parar que era un niño horrible.
No iba a consentir que la pasara lo mismo a Abigail. Su situación le traía muchos malos recuerdos.
Volvió a mirar a su padre y continuó hablando como si no los hubieran interrumpido.
–¿Decías que podía ocuparme de Abigail?
–Claro, ya que te preocupas tanto por ella –afirmó Armand–. Saldré ganando si la cuidas.
–¿Es que no tienes suficiente dinero?
–No me refiero al dinero, sino a la libertad.
–No te sigo.
Su padre comenzó a recorrer la sala. A Blake se le hizo un nudo en el estómago. Era lo que Armand siempre hacía cuando tramaba algo. Aquello no pintaba bien.
Su padre se detuvo y se llevó el dedo al labio inferior.
–Creo que podría haber una solución que nos beneficiaría a ambos.
–Ya sé cómo va eso. Tus soluciones solo te benefician a ti.
–Depende de cómo lo mires –dijo su padre sonriendo con frialdad–. Esto beneficiará a Abigail. ¿No es eso lo que dices que quieres?
–No he dicho eso.
–Tus actos hablan por ti.
Y él que pensaba que se había mostrado muy contenido…
–Sí, creo que esto funcionará Llevo esperándolo mucho tiempo –Armand asintió, como si confirmara su pensamiento para sí mismo–. Y vas a darme precisamente lo que necesito.
Blake se dio la vuelta, aterrado ante la posibilidad de volver a ser el chico de dieciocho años incapaz de defenderse de su padre. Pero, justo cuando pensaba salir por la puerta y desaparecer, divisó la cabeza de rizos castaños al final de la escalera.
«¿Qué otra posibilidad me queda?».
Podía denunciar a su padre por abandono, pero Armand conocía a muchas personas poderosas, por lo que la acusación no llegaría muy lejos. No se llevarían a Abigail de aquella casa.
Podía llevársela con él, pero su padre lo acusaría de haberla secuestrado, por lo que la niña volvería a la casa.
Necesitaba más tiempo y recursos, pero no podía fallarle a Abigail, aunque ayudarla le volviera la vida del revés. ¿Quién hubiera dicho que aquel playboy tenía conciencia?
Se volvió hacia su padre.
–¿Qué quieres que haga?
Con una sonrisa que indicaba que se había salido con la suya, Armand se dirigió a su despacho y volvió con una carpeta en la mano. Blake no se atrevía a mirar hacia las escaleras para no delatar la presencia de Abigail, pero la notaba.
–Hay una mujer en la ciudad, Madison Landry, que tiene algo que me pertenece. Debes recuperarlo.
–¿No puede encargarse un abogado?
–No ha servido de nada. Ha llegado la hora de abordar el problema de otro modo.
–¿Así que quieres que convenza a una antigua… amante… de que te devuelva algo? –si la vía legal no había funcionado, era evidente que su padre no tenía legalmente derecho a ello.
Su padre sonrió.
–No –sacó una foto de la carpeta–. ¿Has oído hablar del diamante Belarus?
–No –las joyas no le interesaban.
–Es un diamante azul de dos quilates que un príncipe ruso regaló a nuestra familia antes de que se instalara en Luisiana, después de haberse marchado de Francia. Cuando era joven y alocado, hice con él un anillo de compromiso para una mujer que no se merecía nada tan especial.
Era la primera noticia que tenía Blake de aquel asunto. Estudió la fotografía de la joya.
–¿Estuviste prometido antes de casarte con mi madre?
–Con la hija de una importante familia de Luisiana, ya casi extinguida, Jacqueline Landry. El compromiso duró menos de un año.
–¿Te dejó plantado?
Si no hubiera sido así, Armand habría tomado medidas para recuperar lo que era suyo.
Su padre lo miró como si se sintiera ofendido por la pregunta.
–Ella tomó la estúpida decisión de marcharse y llevarse el anillo. Ese diamante pertenece a nuestra familia. Es mío.
No se trataba de una joya que Armand pudiera dejar en herencia a sus hijos, sino de otra cosa. ¿Dinero?, ¿orgullo? ¿Después de tantos años? Seguramente no.
–Pues no deberías habérselo regalado.
–Le mandé varias cartas exigiéndole que me lo devolviera, pero me las devolvieron sin abrir.
–A pesar de mi limitada experiencia en la ruptura de compromisos, ella estaba en su derecho.
–¡Maldita sea, no es momento de sarcasmos!