—¿Y a usted qué le importa quién soy?
—Ay, señora, no sea tan descortés.
—Y usted no entre en mi vida sin permiso.
—La llamo de Vodafone, quiero hacerle una oferta para que pague menos en su factura telefónica.
Siempre lo mismo, a las mismas horas, voces parecidas que cuentan la misma cantinela, que se meten en mi vida a través del aparato. Ya no soy amable con ellas. Sacan lo peor de mí. Les digo que voy a denunciar por acoso a la compañía. Les da igual, siguen llamando. Me apunto a la lista Robinson para que no me molesten. Pero insisten.
—No me interesa.
—Pero si no sabe lo que le voy a decir.
—No me interesa —repito. Y cuelgo el teléfono.
Al principio tenía mala conciencia por tratar mal a los desconocidos del otro lado del teléfono. Ahora ya no la tengo. Pasé muchos años cargando con el complejo de culpa que me habían grabado a fuego las monjas y mi madre. Cuando por fin me liberé de él, sentí que podía hacer casi lo que me diera la gana con mi vida, con mis palabras y con mis silencios.
Bajo el volumen del teléfono para que no me sobresalte el ruido de los mensajes y de las llamadas, y me voy al cuarto de baño. Huele a humedad. Tiro de la cadena varias veces, limpio la taza y el lavabo con el estropajo verde y con el líquido azul que mata a las bacterias. No lo limpio pensando en que esté presentable cuando vengan los de la inmobiliaria. Creo que esa es una tarea que deberían hacer ellos. Lo hago por mí misma, porque mientras esté en el piso tendré que usar el baño varias veces y quiero que esté limpio como siempre estuvo cuando vivíamos aquí. Mi madre era una maniática de la limpieza y mi padre también. Yo no.
Suena el timbre de la casa. Recorro el pasillo de nuevo. Miro por la mirilla. Es la vecina, que me ha oído y quiere saber cómo estoy. Le digo que bien, que gracias. Me disculpo por no haberla llamado para saludarla. Le digo que he venido muy temprano y que he pensado que todavía dormía. Me dice que no, que desde que murió mi padre no duerme bien. Me pregunto qué relación tiene una cosa con la otra, pero no le digo nada. La vecina está viuda desde hace más de veinte años y siempre ha sido muy cariñosa con nosotros.
—Ay, me acuerdo mucho de todos.
—Claro. Es normal. Toda una vida juntos.
—Y de lo bonita que eras cuando eras pequeña.
Sonrío. «Cuando era pequeña…». O sea, que ahora ya no me ve bonita. Claro. El tiempo ha pasado para todos los vivos. Para ella y para mí. Solo para los muertos no pasa el tiempo. Ellos se quedan en nuestra memoria con el rostro de las fotografías sonrientes o con la grotesca mueca del último suspiro. Imágenes estáticas por las que no navega la nave del tiempo.
—He venido a llevarme algunas cosas. Voy a poner en venta la casa.
—Podías haber esperado a que me hubiera muerto yo también —me dice—. A saber quién entrará ahora por esa puerta.
La verdad es que durante estas últimas semanas, cuando he tomado la decisión de vender el piso, he pensado en ella porque sabía que me lo iba a reprochar, pero he pensado más en mí. Esta casa y sus silencios son como una losa pesada que me aprisiona y no me deja respirar.
—Seguro que viene gente de bien —le contesto—. Casi todo el mundo es gente de bien.
—Nada será igual.
—Hace tiempo que ya nada es igual.
—¿Quieres tomar un café?
—No. Tengo mucho que hacer ahí dentro.
—¿Y tu marido? ¿Ha venido contigo?
—No, no ha podido. Está de viaje.
—Siempre está de viaje. Siempre te deja sola en los momentos más duros.
—No digas eso. Las cosas no son tan simples.
—Es la verdad.
¿La verdad?, me pregunto. Es una verdad. Pero no es la verdad. La verdad no existe.
—¿Y el chico? —insiste.
—Estudiando mucho.
—También te ha dejado sola.
—Tiene que estudiar. Está lejos. Además, esta es una tarea que tengo que hacer yo sola.
—Se te van a remover las tripas. Lo sabes, ¿verdad?
—Llevan años removidas.
—No es fácil vaciar armarios.
—No voy a hacerlo. Solo me voy a llevar unas cuantas cosas. El resto se lo dejo a la inmobiliaria. Que lo tiren ellos.
—Eso es esconder la cabeza, como hacen los avestruces.
—Soy experta en esa actitud.
—No deberías.
—No me importa.
—¿Seguro que no quieres un café?
—Un café es demasiado negro y amargo. Como lo que me espera ahí dentro —digo, señalando mi puerta con la cabeza.
—Como quieras.
—Gracias. Cuando me vaya te llamo.
Vuelvo a entrar en la casa. Me doy cuenta de que sigo con los pies mojados. No me he quitado las deportivas. Voy al que fue mi armario y busco unos calcetines secos y unas zapatillas. Siguen ahí las que me ponía cuando empezaron las enfermedades y me quedaba a dormir. Huelen mal. Las debí de guardar en el armario sin lavar. No obstante, me las pongo. Prefiero oler mal a coger un catarro si sigo con los pies mojados.
Vuelvo a la entrada a por el bolso. Como es un bolso grande, cabe hasta la pequeña botella de Veuve Clicquot que he traído. La saco, voy a la cocina y la meto en la nevera para que se refresque. Nunca bebo sola, pero hoy quiero brindar con mis fantasmas, con mi abuela, con mi madre, con mi padre. Hoy, uno de los últimos días en que voy a estar en su casa resulta que es el último día en que el dictador va a estar en la que ha sido su morada durante más de cuarenta años. Extraña coincidencia que exhumen a Franco justo en la misma semana en la que yo voy a «exhumar» mis recuerdos. No los voy a sacar de la tierra, pero sí de algún recóndito rincón de esta casa y de mi memoria.
12
—Vamos, niña, que parece que estás en Babia —me decía mi madre cuando me quedaba pensativa, mirando al infinito, pensando en todas las cosas que no entendía.
—Ya no soy una niña, mamá. Tengo trece años.
—Trece cerdos podía haber criado en ese tiempo.
Aquella era una frase que solía tener preparada cuando mencionaba mi edad. Yo quería creer que lo decía en broma, porque el comentario venía casi siempre enmarcado por risas y porque mi madre me quería y durante mucho tiempo lo único que hizo en la vida fue sufrir por mí. Tal vez por eso mencionaba lo de los cerdos y otras lindezas del tipo:
—Desde luego, si ahora fuera, no tendría hijos. Si no te hubiera tenido, tampoco te habría echado de menos.
Cuando mamá me decía esas cosas, me entraban muchas ganas de llorar. A veces me las aguantaba, a veces me encerraba en el baño y dejaba que salieran todas las lágrimas que se escondían detrás de mis ojos.
—Pues no creo que tengas mucha queja de mí —replicaba yo si no estaba llorando en el aseo.
—No he dicho que tenga queja. Pero si ahora fuera, no tendría hijos —repetía con un ligero cambio de matiz.
Y yo me quedaba sin saber qué decir. Ni qué pensar.
Era una niña