—Así puedo pasar más tiempo con Reynard.
—Pero has trabajado muy duro. —Le di tiempo para responder, pero solo los débiles sonidos de su respiración me hicieron saber que la línea seguía abierta—. Le he dicho a Clemons que no iré a menos que estés de acuerdo.
—Sí. Claro, Elma. Tienes mi permiso. —Cuando Helen se alteraba, recuperaba el acento taiwanés. Cuando se enfadaba, sonaba como una aristócrata del Atlántico Medio. En ese momento, hablaba con la Katharine Hepburn de la rabia.
—De verdad, si no te parece bien, renunciaré. De hecho, ya le he avisado de ello.
—¡Por el amor de Dios! Te he dicho que estaba de acuerdo. Te doy permiso para que vayas. ¿Quieres que te diga que estoy contenta? No lo estoy. Eres mi amiga, pero no mentiré para que te sientas mejor.
—Lo siento, no quería… Le diré que no iré.
—Eso sería sacrificar una pieza sin ningún motivo. —Helen suspiró y parte de la ira desapareció de su voz—. Ya has salido en todos los periódicos. Si te retiras, será un escándalo y el programa perderá el apoyo. Entiendo la situación, pero no me parece bien.
—Podemos darle la vuelta. Destacaremos tus horas de entrenamiento y el hecho de que estás más cualificada.
—Sé realista. Esto no tiene nada que ver con el entrenamiento. —En sus palabras, escuché el eco de Roy y los terraprimeristas—. Conozco mi sitio en los Estados Unidos y en la industria espacial. Si cedo, me pondrán en la segunda oleada de naves. Si me hubiera negado, habrían encontrado la manera de echarme del programa de forma permanente y me habrían reemplazado de todas formas. Pues claro que dije que sí, y lo hice con una sonrisa. Era la única respuesta inteligente.
—Pues usaremos el hecho de que, al parecer, soy imprescindible. Le diré a Clemons que no iré si tú no vas.
En cuanto lo dije, me vinieron a la cabeza todas las razones por las que esa idea no funcionaría. Las dos conocíamos las limitaciones de las naves, pero Helen las expresó en voz alta. Podía captar el desdén en su respiración.
—No se puede añadir a otro miembro al equipo por los recursos adicionales necesarios y el peso que añadiría.
—Pero… —Me callé, sin saber cómo responder. Tenía que haber alguna manera de conseguirlo.
—Tendrían que reemplazar a alguien más y, gracias, pero no. No quiero ser la que hizo que echaran a otro miembro de la misión. Eso dejaría al equipo con dos personas a las que odiar.
Incliné la cabeza sobre el pecho, hundida por el peso de sus palabras.
—Lo siento.
—Lo sé. —Esas dos palabras contenían muchas más. «Sé que te arrepientes. Sé que no quieres que te odie. Sé que nada va a cambiar»—. Esperaré. No es justo, pero al menos es una estrategia a la que estoy acostumbrada.
Eso hizo que me sintiera aún peor.
En cuanto dije que sí, el departamento de publicidad de la CAI se puso a trabajar a toda máquina. Quizá ya lo habían planeado o quizá fuera por la revista. Revistas, más bien, porque Time no había sido la única que había publicado artículos negativos. La oposición al programa espacial no era tan evidente desde la Luna, donde no recibíamos precisamente la prensa diaria.
Fuera cual fuera la razón, dos semanas después me encontraba en Los Ángeles, en los camerinos del programa The Tonight Show con Stetson Parker.
Me había tomado un Miltown en el hotel. En ese momento, miraba a la pared y recitaba en silencio la secuencia de Fibonacci para intentar calmarme. Al menos, ya no vomitaba. Casi nunca.
«1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89, 144…».
Detrás de mí, Parker caminaba en círculos y sacudía las manos como si tratara de devolverles la sangre. Un ayudante con un portapapeles nos esperaba con un auricular gigante en la oreja, como si estuviera en el Control de Misión.
«233, 377, 610, 987, 1 597, 2 584, 4 181, 6 765…».
El hombre del portapapeles se acerco y susurró:
—Le toca.
En el plató, Jack Paar dijo:
—Por favor, denles la bienvenida a mis siguientes invitados, el coronel Stetson Parker y la doctora Elma York.
Me aparté de la pared a tiempo de ver cómo Parker esbozaba una sonrisa perfecta. Me indicó con un gesto que pasara delante.
—Las damas primero.
Mi sonrisa me parecía frágil y falsa. Mientras la tela de la falda me cosquilleaba las piernas, salí a los focos y los aplausos. Detrás de los bancos de luces y cámaras, el auditorio estaba lleno de personas reales y, más allá de ellas, había millones de espectadores sentados ante sus televisiones.
«10 946, 17 711, 28 657…».
El señor Paar me estrechó la mano y luego la de Parker. Pasamos por el ritual de sonreír y saludar a la audiencia antes de sentarnos en los sillones de cuero a juego con el del presentador. Había un micrófono plateado en el suelo entre Parker y yo y crucé las piernas con cuidado para no golpearlo con los tacones.
Jack Paar se ajustó la corbata de marca que lo caracterizaba y se inclinó hacia nosotros como si fuéramos las únicas personas de la sala.
—Muchas gracias a los dos por acompañarnos. Tengo que confesar que, en el fondo, aún tengo cinco años. Sé que es obvio, pero necesito preguntarlo. ¿Los dos han estado en la Luna?
Parker se rio. Tengo que reconocer que su risa es bonita.
—A mí también me cuesta creerlo. Hay días en los que tengo que pellizcarme.
—Doctora York, usted vive en la Luna, ¿no es cierto?
—Así es, vivo en la colonia lunar unos seis meses al año.
—Debe de ser fascinante. —Jack Paar se acercó más, con la sonrisa fascinada de un niño en el rostro—. ¿Cómo es?
—Se parece a vivir en la Tierra más de lo que imagina. Piloto una de las naves de transporte que traslada a geólogos y mineros a varios enclaves. Sigo una ruta regular, así que, en realidad, no es muy distinto de conducir un autobús.
A mi lado, Parker se rio.
—No deje que la doctora York se menosprecie. Pilotar una de esas naves requiere mucha habilidad debido a los mascones, concentraciones de masa.
Jack Paar levantó una ceja casi hasta la línea del pelo.
—¿Y qué son? ¿Grupos de fanáticos?
Le agradecía haberme hecho reír, aunque fuera por un chiste malo, porque, si no, me habría quedado con la boca abierta ante el cumplido de Parker.
—Concentraciones de masa, no de masas. Hay zonas localizadas en la Luna donde las rocas tienen mayor densidad, lo que hace que la nave se descienda inesperadamente.
—Un segundo, ¿hay sitios en la Luna donde hay más gravedad?
Asentí.
—También en la Tierra, pero tan ligeros que no los notamos. Es una de las razones por las que los trayectos en la Luna no se pueden automatizar; los cálculos son demasiado complicados para un ordenador que tendría que ser lo bastante pequeño como para caber en la nave. —Como si a alguien le interesasen los cálculos. Estaba allí para ensalzar las ventajas del programa de Marte—. Sea como sea, la colonia lunar nos da una idea de cómo será la de Marte. Se parece mucho a lo que debieron de sentir los primeros colonos en los Estados Unidos.