El destino celeste. Mary Robinette Kowal. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Mary Robinette Kowal
Издательство: Bookwire
Серия: La astronauta
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417525989
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calculadoras de vuelo y a los pilotos para aprender a reconocer las estrellas del viaje a Marte. Con un sextante.

      El resto de las calculadoras y los pilotos ya estaban en Chicago en el Planetario Adler, así que me uniría a ellos tras dos semanas en casa con Nathaniel. Habría preferido pilotar un T-38, pero, al viajar en un vuelo comercial, podía aprovechar el tiempo para estudiar las pilas de documentos que necesitaba para ponerme al día. Aunque no estaba ni remotamente cerca de ponerme al día, para cuando subí las escaleras del Adler al menos ya sabía qué preguntas hacer.

      No dejes que el anticuado estilo art decó del Adler te engañe. El mármol habría pasado de moda hacía treinta años, pero el planetario en sí era de última generación. Además, me encantan los planetarios.

      Suena un poco ridículo, dado que pasaba la mitad de mi vida en el espacio, pero rara vez se veían las estrellas en la Luna. Vivíamos enterrados en tubos e, incluso cuando no era el caso, había que estar a la sombra de la Tierra para que el cielo fuera lo bastante oscuro. Además, en los planetarios se puede acelerar el tiempo y rotar el cielo a la orientación que desees.

      Abrí la puerta con una sonrisa y una abultada carpeta en mis brazos. Betty saltó de la silla y me sonrió.

      —¡Elma! Pensé que bromeaban cuando dijeron que te unirías al equipo.

      Le di un abrazo rápido.

      —Clemons te ha mandado aquí, ¿eh?

      Betty asintió y señaló a un fotógrafo que estaba detrás de ella.

      —¿Te importa que esté Phil?

      —Claro que no. —Saludé al hombre con un gesto de la cabeza y decidí que lo ignoraría. Me acerqué al resto del equipo.

      Equipos, más bien. Había una nave de carga no tripulada, la Santa María, pero las dos naves tripuladas eran idénticas la una a la otra, apodadas cariñosamente la Niña y la Pinta. Cada una contaba con dos pilotos y dos calculadoras de vuelo porque a la CAI le encantaba la redundancia. Todos tenían las narices pegadas a las gruesas carpetas que nos había dado la CAI y apenas me miraron cuando me acerqué a saludar.

      Derek Benkoski y Vanderbilt DeBeer era los pilotos de la Pinta. Podrían haber sido gemelos, ambos salidos del mismo molde militar de hombros erguidos y mandíbulas cinceladas. No importaba que uno fuera polaco-estadounidense y el otro sudafricano. Las calculadoras del equipo también eran blancas. Se rumoreaba que Sudáfrica había amenazado con retirar la financiación a menos que su gente volara con una tripulación totalmente blanca.

      Fuera cual fuera la razón, en la Niña estaban los únicos miembros negros del equipo a Marte, aunque ninguno era piloto. El piloto era Stetson Parker, que se reclinaba en su asiento con las piernas estiradas delante de él. Sostenía un sextante y trataba de equilibrar el dispositivo de bronce sobre la palma de la mano.

      El copiloto, Estevan Terrazas, se levantó, pero su sonrisa era algo tensa. Habíamos ido juntos a la Luna y reconocí aquella expresión. Intentaba mostrase alegre, pero estaba molesto.

      —Hola, York.

      Le estreché la mano e intercambiamos las cortesías de rigor. No pude preguntarle qué ocurría debido a la presencia de Phil, el fotógrafo. Cuando la prensa estaba cerca, había que portarse bien, incluso si se trataba de la prensa interna.

      Florence Grey también estaba en el equipo. Nos conocimos en una fiesta de empresa el año anterior y ambas éramos amigas de Helen. Era una mujer negra y bajita que durante la guerra había descifrado códigos inalámbricos y que tenía la reputación de ser increíblemente rápida como calculadora.

      —Florence. ¿Cómo estás? —Le ofrecí la mano.

      La miró un momento antes de suspirar y extender la suya.

      —Bien. —Luego se volvió hacia su carpeta. Fue un poco grosera.

      Eché un vistazo a la habitación.

      —¿Dónde está Helen?

      Florence cerró la carpeta de golpe.

      —¿En serio? —Se levantó y salió de la habitación.

      La miré marcharse con la boca ligeramente abierta mientras Phil sacaba fotos. Intenté mostrarme impertérrita y me volví hacia el resto del equipo. Por un breve momento, todos me miraron; luego, centraron su atención en los manuales.

      Todos excepto Parker, que tenía una sonrisa retorcida mientras balanceaba el dichoso sextante en la palma de la mano. Me miró y cogió aire para hablar, pero Betty se interpuso entre nosotros. Le hizo un gesto a Phil, que bajó la cámara. Se inclinó y me susurró:

      —A Helen la echaron para hacerte un hueco.

      La habitación se tiñó de rojo y la piel me empezó a arder.

      «Qué narices».

      Al parecer, lo dije en voz alta, porque Parker se rio.

      —Venga ya, York. Sabes cuál es el peso permitido, ¿creías que te añadirían sin más?

      —No sé por qué pensé que Clemons sería sincero conmigo. —Me estaba bien empleado por creerlo—. Os dejo que volváis al trabajo.

      Seguía con la cara como un tomate, aunque no sabría determinar si era por ira o por vergüenza. Debería haberlo sabido. Debería haber imaginado que no podían incorporarme al equipo sin más. En cada nave solo viajan siete personas. Era evidente que no podían añadirme a mí y todos los suministros necesarios para una boca adicional sin prescindir de nada. Para añadir a una calculadora de vuelo habría que eliminar a otra para mantener las ecuaciones en equilibrio.

      Di un paso atrás, temblando, antes de salir de la habitación. Maldito Clemons. Debería habérmelo dicho.

      —¿Adónde vas, York? —La silla de Parker se movió con un chirrido metálico al levantarse.

      —Voy a renunciar para que Helen recupere su puesto.

      —Bien. Es lo correcto. —Sus pasos me siguieron por el pasillo alfombrado del planetario—. ¿Quieres que te lleve de vuelta para que el equipo vuelva a estar completo lo antes posible?

      Solo lo hacía para molestarme, pero me detuve en el pasillo y me volví para enfrentarme a él.

      —Sí. La verdad es que sí.

      Parker y yo seguíamos sin llevarnos bien, pero, después de trabajar juntos durante cuatro años, habíamos desarrollado cierto respeto profesional la una por el otro. Cuando terminamos la lista de verificación previa al vuelo y estuvimos en el aire, me había calmado lo suficiente como para recordar que debía ser civilizada.

      Sentada en el asiento trasero del T-38, me acompañaban la vista de la parte trasera del casco de Parker y el ruido del viento. Nos había hecho subir por encima de las nubes hasta un cielo azul claro y glorioso. Solté un suspiro lo bastante fuerte como para activar el comunicador y que mi voz le llegase por el micrófono.

      —Lo siento. Debería haberlo sabido.

      —Sí, deberías. —Imbécil. A ver, estaba en lo cierto, pero no tenía que restregármelo. Su casco giró como si quisiera mirarme por encima del hombro—. Pero Clemons debería haber dicho algo. Fue una jugada muy sucia.

      —No habría dicho que sí si lo hubiera sabido.

      —No lo dudo. —Por debajo, las nubes pasaban en un mar de olas blancas—. Lo cierto es que me sorprendió que aceptases bajo cualquier circunstancia.

      —¿Ir a Marte?

      —Ya habías dicho que no.

      Era cierto. Cuando se planteó el programa por primera vez, decidí que me conformaría con la Luna; no quería estar fuera tanto tiempo.

      —Es por los recortes. Clemons quiere usarme otra vez.

      Parker