Mi madre, que normalmente no prestaba atención a lo que yo decía, apoyó su taza de café con brusquedad en el platillo y me increpó:
—¿Qué dijiste sobre tu hermano?
Vi que Daniel ponía el dedo índice sobre su boca para advertirme que no dijera nada.
—Clarisa me preguntó por qué estabas preocupada y le dije que era por mi hermano –mentí una vez más.
Tras un suspiro y un leve meneo de cabeza, volvió a concentrarse en el café.
—¡Bien pensado, preciosa! –me alentó Nacho.
Por el contrario, Clarisa me retó: “No me gusta que le mientas a tu madre y mucho menos que me incluyas en tu mentira”.
La ignoré.
Vi que el reloj de la pared marcaba las once y media. Debía actuar rápido. Necesitaba encontrar un motivo para salir de casa. Normalmente lo hacía con mi madre, aunque no le gustaba llevarme con ella. Se limitaba a alcanzarme al liceo, o al médico.
Mientras vivía mi padre era diferente: le encantaba que fuera con él a todos lados. Me decía que era su compañera favorita. A veces hasta lo acompañaba a los juzgados y me dejaba ver cómo hacía su trabajo. Como abogado defensor no tenía igual. Nunca se negaba a tomar un caso, aunque supiera que el defendido era culpable. Siempre afirmaba: "Todos tenemos derecho a una defensa justa, Emma; no importa si cometimos o no el crimen del que se nos acusa". Yo le respondía que no estaba de acuerdo y le cuestionaba que representase a alguien que no se lo merecía, a lo que él me respondía: "Es mi trabajo. Alguien tiene que hacerlo". Y lo llevaba a cabo con pasión. Cuando lo veía aparecer, el fiscal sabía que no le resultaría fácil condenar al acusado.
Esa fue una época donde Nacho, Clarisa, Daniel y los demás, me visitaban muy poco. Lograba aferrarme al mundo real sin demasiado esfuerzo.
Después de su muerte, Guille se esforzó por ocupar el vacío que había dejado papá. Él, más que nadie, sabía lo importante que era para mí. No quería que le sucediera nada malo. Tenía que encontrarlo, si es que estaba perdido. Debía inventar un pretexto para salir de casa.
La solución al problema llegó por sí sola. Cuando estaba por terminar de desayunar, escuché que sonaba el teléfono. Mi madre corrió hacia la sala y yo fui tras ella.
—¿Guille? –soltó, sin esperar a que le hablaran luego de descolgar el teléfono.
Por la expresión sombría que se le reflejó en la cara, supuse que no era mi hermano.
A partir de ese momento, solo se limitó a escuchar.
—Estaré allí en media hora.
Fue lo único que dijo antes de colgar.
A las corridas, buscó un abrigo, tomó la cartera de la mesa del living, se acercó, me aferró por ambos brazos y me dijo:
—Volveré lo antes que pueda, Emma.
—¿Pero qué sucedió, mamá?
Se marchó sin contestarme.
Quedé desconcertada. ¿Quién la había llamado? ¿Por qué se iría de esa manera?
—Es la oportunidad que esperábamos, Emma –me alentó Nacho.
—Ni se te ocurra, jovencita –rezongó Clarisa–. Hasta aquí hemos llegado. No voy a permitir que te vayas sin decirle nada a tu madre. Es demasiado arriesgado.
—¿Y qué piensa hacer para impedirlo, viejita? –la desafió Nacho–. ¿Se va a parar frente a la puerta para que no salga? –rió con fuerza.
—No seas así, Nacho. Ella solo quiere protegerme; no tienes por qué hacerla sentir mal.
—Está bien, mi niña; yo sé que no puedo detenerte, solo quiero hacerte razonar.
—Y te lo agradezco de corazón, Clari. Pero tengo que ir. Espero que lo entiendas.
Faltaba poco más de una hora para la una de la tarde. No tenía dinero tomar el ómnibus, así que decidí salir y caminar hasta la universidad. Ya lo había hecho otras veces con mi hermano y el recorrido llevaba alrededor de cincuenta minutos. Llegaría con tiempo. Necesitaba encontrar un lugar desde donde pudiese observar sin ser descubierta. No tenía decidido si iba a hacer contacto o no; todo dependía de quién acudiera a la cita.
Me puse una campera, un gorro y guantes de lana; el invierno se hacía sentir con fuerza, sobre todo por las noches. No tenía idea de a qué hora regresaría; ni siquiera sabía si lo haría, así que tomé los recaudos necesarios.
Busqué un juego de llaves. Mi madre los guardaba en una lata sobre la heladera.
Me sorprendió descubrir que se había dejado olvi-dado el celular sobre la mesa de la cocina, junto a la tarjeta del policía. Salió tan rápido que no se dio cuenta. Yo no tenía teléfono móvil, no lo necesitaba, pero quizás podía serme útil, así que lo tomé. Lo mismo hice con la tarjeta; si me veía en problemas, no estaba demás tener el número de teléfono de un policía.
Había llegado el momento de marcharme.
Mientras Clari decidió quedarse, Nacho optó por acompañarme. Me alegré de que así fuera, porque no quería ir sola.
Sin más, salí rumbo a la universidad.
No imaginaba lo que el destino me tenía preparado.
Llegar a la universidad me tomó menos tiempo del que creía. Las calles estaban desiertas y el gris del cielo combinaba a la perfección con el de las fachadas de los viejos edificios del centro de la ciudad. Al frío parecía no importarle cuánto abrigo llevaba. A pesar de los guantes, la bufanda y la gruesa campera, no lograba entrar en calor.
Cuando dieron las doce y media, me hallaba a una cuadra del punto de encuentro. Desde lejos comprobé lo que ya sabía: la universidad estaba cerrada. Aminoré la marcha, aunque no demasiado, por si alguien me observaba.
Era difícil que encontrara un escondite que me permitiera observar sin ser descubierta. Los comercios y los edificios de alrededor también estaban cerrados. A simple vista, no vi ningún lugar que me pareciera apropiado.
—Podríamos seguir de largo y dar vueltas a la manzana hasta que sea la hora indicada –sugirió Nacho.
No era una mala idea. Se suponía que esperaban ver a mi hermano, así que nadie se fijaría en mí.
Pasé por delante de la universidad como si ese no fuera mi destino. Al llegar a la esquina giré a la derecha. Caminaba despacio, del mismo modo en que alguien lo haría por las vidrieras de un centro comercial, con la diferencia de que ahí no había nada para ver. El edificio ocupaba toda la manzana. El recorrido me pareció interminable. A pocos metros de completar la primera vuelta, antes de alcanzar la calle principal, algo me llamó la atención: una camioneta negra atravesó la esquina a muy baja velocidad. Todavía faltaban diez minutos para la hora acordada.
—No nos vieron –susurró Nacho.
Aminoré el paso, recorrí el tramo que me separaba de la esquina y me detuve poco antes de doblar. Con cuidado para que no me vieran, asomé la cabeza y vi que el vehículo había estacionado en la vereda de enfrente. Era una furgoneta, como las que se utilizaban para el reparto de mercancías. Los vidrios oscuros de la cabina no me dejaban ver si había una o dos personas dentro. La parte trasera de la camioneta no tenía ventanas. El motor permanecía encendido.
—¡Son ellos! –dijo Nacho–. Están esperando que venga Guille.
—Puede ser…
Casi enseguida, la puerta del acompañante se abrió y bajó un joven de estatura mediana, delgado, vestido con un jean negro y una campera del mismo color. Tenía el cabello bien corto,