—Este es mi número de móvil. Cualquier novedad, no dude en llamarme.
Se despidió con el clásico saludo policial y se marchó.
Mi madre se desplomó en el sillón y estalló en un llanto de impotencia.
—Yo sé cómo encontrar a tu hermano –dijo Nacho–.Vayamos al dormitorio de Guille.
Por primera vez en muchos años, sentí deseos de abrazarla. Pero me contuve y seguí el consejo de mi amigo.
En el dormitorio de Guille resultaba imposible dar dos pasos seguidos sin pisar la ropa que había tirada por el suelo. El cuarto era pequeño, aunque algo más grande que el mío. A la derecha se encontraba la cama. Estaba tendida. Un par de cuadernos y un libro de Derecho Penal, una de las materias de la carrera que Guille cursaba en la universidad, reposaban sobre ella. Al igual que mi padre, él también quería convertirse en abogado. Siempre decía que no pensaba ejercer como defensor, tal como lo había hecho papá, sino como fiscal. No toleraba que el causante de su muerte estuviera libre. A juicio de mi hermano, la policía había presentado pruebas contundentes como para condenarlo, pero el juez que manejaba el caso no lo consideró así. Al parecer, el hombre no recordaba haber cometido el asesinato; estaba demasiado drogado. Una pericia psiquiátrica le dio la razón a la defensa, por lo que el magistrado lo declaró no imputable y lo obligó a internarse en una clínica especializada. Tan solo unos meses más tarde le dieron el alta.
Un reloj bañado en oro, regalo de mi abuelo a mi padre en el día de su graduación, le había costado la vida a manos de aquel individuo.
—Veamos qué podemos encontrar en la laptop de tu hermano –dijo Nacho. La computadora permanecía cerrada sobre un pequeño escritorio.
La primera vez que escuché a Nacho tenía diez años. Fue el primero con el que conversé. Al principio no le respondía en voz alta, lo hacía solo en mi mente, hasta que un día descubrí que mis compañeros de clase me miraban de manera extraña y se reían. Recuerdo que Carla, la niña que se sentaba conmigo, pidió que la cambiaran de lugar. Entonces la maestra solicitó una reunión con mis padres y les planteó el problema. No sé bien qué les dijo, pero como consecuencia de esa charla, mi madre me llevó a ver a un doctor: un psiquiatra. Durante un año, tuve que asistir a una consulta por semana. Se suponía que el médico intentaría descubrir cuál era el problema y me ayudaría a superarlo. Pero no lo logró. Mis amigos habían llegado para quedarse.
A pesar de las voces, me esforzaba por concentrarme en clase. Claro que cada vez que decía algo en voz alta, todos se burlaban de mí. Más de una vez, mi padre propuso cambiarme de escuela, en particular antes de que empezara sexto. Quería que cursara el último año escolar en un entorno donde no me conocieran. Pero el médico se lo desaconsejó. Según él, cualquier modificación en mi rutina diaria podría resultar negativa.
Cuando empecé el liceo, mi padre murió y las voces se ensañaron conmigo. Ya no lograba concentrarme en nada y conversaba sola todo el tiempo. Una mañana, el Director llamó a mi madre y le habló sobre lo difícil que le resultaba mantenerme dentro de una clase con los demás alumnos. Le sugirió que no concurriera por un tiempo, así los médicos podían dedicarse de lleno a que recobrara mi salud. Si mejoraba, siempre podría reintegrarme al curso.
No fue fácil. Hubo momentos en los que no me reconocía ni a mí misma. Pero gracias a la medicación y a la ayuda incondicional de Guille, algunos meses más tarde, empecé a recuperarme.
Pero, aunque nunca volví a ser la misma, al año siguiente, mis amigos y yo regresamos al liceo.
—La computadora, Emma –insistió Nacho, al notar que dudaba.
—A mi hermano no le gusta que se metan en sus cosas –negué con la cabeza.
—¿Vas a preocuparte por eso, cuando la clave para encontrarlo podría estar allí? Además, no se va a enterar. Yo no se lo voy a contar… –se burló.
A lo mejor Nacho tenía razón. Si algo malo le sucedía a Guille y yo no había intentado ayudarlo, nunca me lo perdonaría.
Sin estar del todo convencida, recorrí la distancia que me separaba del escritorio y me senté. Cuando estiré la mano hacia la computadora, una nueva voz me sobresaltó.
—¡No toques eso, jovencita!
Era la voz de una mujer: una anciana de tono amable. Cada vez que la oía, una agradable sensación de calma me invadía. Siempre me trataba como si fuese su hija. Por lo general se aparecía a la hora de dormir, cuando estaba acostada, y me contaba un cuento hasta que me quedaba dormida. Aunque nunca conocí a mi abuela paterna, me gustaba imaginar que ella se le parecía. Mi padre decía que era igualita a mí: "Tienes los mismos ojos verdes, esos a los que no puedo negarme cuando se proponen algo –me hacía un guiño–; también te le pareces en el cabello: largo y rubio. Si lo sabrán mis dedos, que se han enredado tantas veces al intentar desenmarañar ese laberinto enrulado –sonreía–. Me hubiera gustado que la conocieras".
La primera vez que escuché la voz de la anciana la llamé con el nombre de mi abuela: Clarisa.
—No importa cuál sea la justificación, no corresponde que te metas en las cosas de tu hermano –dijo ella.
—A usted nadie la llamó, vieja entrometida –intervino Nacho–. ¿No ve que se trata de un asunto de vida o muerte?
—¿De vida o muerte? –repitió Clari, como la llamaba cariñosamente–. ¿Qué sucedería si en este momento entrara Guillermo por esa puerta y la descubriera a Emma con las narices metidas en donde no le corresponde?
—Eso no va a pasar –replicó Nacho–. Su hermano debe de estar metido en algún lío y Emma no va a quedarse de brazos cruzados a la espera de que venga la policía a decirle que lo encontraron…
—¡Ya basta! –grité–. Los dos tienen razón.
Debía actuar de acuerdo a lo que creía mejor.
Estiré una mano y abrí la notebook. Tuve suerte de que estuviera encendida y de que no me pidiese una contraseña. De inmediato se desplegó una pantalla repleta de íconos. Algunos me resultaban conocidos, como el navegador de Internet o el procesador de textos; otros, no tenía idea de para qué servían. Aunque la computadora era mi compañía preferida de las tardes, no poseía un gran conocimiento sobre su funcionamiento. Generalmente, la utilizaba para buscar imágenes de diferentes lugares del mundo. Cuando encontraba una que me gustaba, la contemplaba durante un rato. Tenía predilección por aquellas en las que se mostraban fotos de lagos rodeados de árboles, especialmente si había nieve alrededor. Me parecían increíblemente hermosas. Soñaba con que, algún día, viviría en un lugar así.
Con todo, igual me las ingenié para echar un vistazo en la máquina de mi hermano. Tenía la esperanza de hallar una pista sobre lo que había hecho Guille la noche anterior. Me llamó la atención un ícono que mostraba un calendario. Supuse que se trataba de una agenda, así que la abrí. Estaba vacía; no la utilizaba como tal. Busqué notas en el escritorio, pero solo encontré archivos vinculados a la universidad y una foto en la que aparecíamos junto a papá. Me dio tristeza pensar que ya no podía abrazarlo como en la imagen. La idea de que tampoco volviera a abrazar a mi hermano, me estremeció.
—No estás buscando donde corresponde, tontita