Seguramente en el ánimo de Pío VII influyó la historia reciente del papado y el trato que recibió de Napoleón. Desconociendo la realidad americana consideró que los movimientos de independencia eran similares a la agitación revolucionaria que observaba en Europa. La encíclica mencionada, pedida por Fernando VII contra los rebeldes hispanoamericanos, solicitaba a obispos y clérigos de América a destruir totalmente la semilla revolucionaria sembrada en sus países y a dejar claro las fatales consecuencias de rebelarse contra la autoridad legítima: “Fácilmente lograréis tan santo objeto si cada uno de vosotros demuestra a sus ovejas con todo el celo que pueda los terribles y gravísimos prejuicios de la rebelión, si presenta las ilustres y singulares virtudes de Nuestro carísimo Hijo en Jesucristo, Fernando, Vuestro Rey Católico, para quien nada hay más precioso que la Religión y la felicidad de sus súbditos…”. Sin embargo, los criollos que buscaban la emancipación de una España que ya no sentían como propia “aprendieron a vivir con ella sin crisis de conciencia.”50 En efecto, la encíclica fue promulgada a fines de enero de 1816, y el 9 de julio del mismo año en Tucumán se proclamó la independencia. De los veintinueve diputados que la firmaron, once eran sacerdotes y otro más, Mariano Sánchez de Loria, se ordenó después, al quedar viudo.
Se interrumpió la comunicación de las diócesis rioplatenses con Charcas, Madrid y Roma. Para los criollos el Papa, por el poder temporal que tenía sobre los Estados Pontificios, no era más que la cabeza de una potencia extranjera que no reconocía la independencia. “El Papa –dirá un periódico porteño en 1823–, mientras no reconozca nuestra independencia, es para nosotros como cualquier otro príncipe extranjero; no podemos separar al pontífice romano del rey de Roma.”51 En la batalla de Ayacucho, en el sur del Perú, el 9 de diciembre de 1824, el mariscal Sucre venció al último ejército español en América, al mando del virrey José de la Serna. El mismo año el papa León XII promulgó la encíclica Etsi iam diu, con un espíritu marcadamente desfavorable para con los hispanoamericanos, en la que puede leerse: “…no podemos menos de lamentarnos amargamente, ya observando la impunidad con que corre el desenfreno y la licencia de los malvados; ya al notar cómo se propaga y cunde el contagio de libros y folletos incendiarios, en los que se deprimen, menosprecian e intentan hacer odiosas ambas potestades de un tenebroso pozo, esas Juntas que se forman en la lobreguez de las tinieblas, de las cuales no dudamos en afirmar con san León Papa, que se concreta en ellas, como en una inmunda sentina, cuanto hay y ha habido de más sacrílego y blasfemo en todas las sectas heréticas.” No es de extrañar que con estas palabras se vea a la Iglesia española y a la Santa Sede asociadas a las monarquías europeas, iniciándose un período de varias décadas en que el catolicismo hispanoamericano dependió fundamentalmente de sus curas locales. Habrá que esperar a 1865 para que Buenos Aires sea elevada a arquidiócesis como sede arzobispal.
Excursus: la masonería.
La masonería es una organización secreta que ha tenido influencia en los acontecimientos políticos en nuestro país a partir del siglo XIX, con una particular incidencia en nuestra educación. Esta influencia ha sido ocultada o al menos no mencionada suficientemente en los estudios de la historia educacional argentina por lo que es oportuno dedicarle aquí algunas páginas, sobre todo porque será mencionada más adelante con alguna reiteración.
Entre los primeros presidentes constitucionales fueron masones Urquiza, Derqui, Mitre, Sarmiento, Juárez Celman, Pellegrini, Quintana, Figueroa Alcorta, Sáenz Peña, de la Plaza, Yrigoyen y Justo. Cabe observar que Roca no lo fue, y que según parece Perón tampoco. También pertenecieron a la masonería José Hernández, iniciado en Paraná en 1861, Onésimo Leguizamón, ministro de Justicia, Culto e Instrucción de Avellaneda, ministro de la Suprema Corte y presidente del Congreso Pedagógico de 1882; Leandro N. Alem, fundador de la Unión Cívica Radical; Dardo Rocha y Joaquín V. González, relacionados con los orígenes de la Universidad Nacional de La Plata, Antonio Sagarna, ministro de Justicia e Instrucción Pública de Marcelo T. de Alvear y un largo etcétera.
Sobre el tema de la masonería hay abundante bibliografía, con sus detractores y apologistas, pero pocos documentos y fuentes confiables, lo que es razonable por ser una sociedad secreta, aunque en los últimos años algunas de sus actividades tienen más difusión pública.
El origen de la masonería es difícil de precisar, pudiéndose hacer solamente conjeturas (con algún fundamento) sobre su etapa más antigua. Algunos remontan su origen a la época de los constructores del Templo de Salomón, que se organizaron como aprendices, compañeros y maestros. De hecho, el nombre Hirám, arquitecto del Templo, desempeña un papel importante en el ritual masónico y denomina algunos grados en la estructura de algunas logias: el grado 5 del Escocismo Reformado, el grado 33 del Rito Escocés Antiguo y Aceptado, etc.52
Sostiene Frau Abrines que si bien nada concreto y verificable puede afirmarse sobre esta versión antigua, de las tradiciones legítimas de la Orden se desprende que esta relación existía antes de 1717, en que se formó la masonería moderna.
El término masón proviene del francés maçon, que significa albañil, constructor. La masonería lo utilizó para significar que sus miembros eran arquitectos constructores del edificio moral del perfeccionamiento humano y tomó muchos de sus símbolos de los instrumentos o herramientas de la construcción antigua, casi todos ya en desuso en la construcción: el mandil, el triángulo, la escuadra y el compás, etc. El término francmasón, por su parte, proviene del inglés free mason y del francés francmaçon, que se refieren al albañil o constructor libre o emancipado. Las referencias a estos orígenes antiguos ya no son aceptados por muchos investigadores. Expresa al respecto por ejemplo Emilio Corbière que “La masonería tal como la conocemos hoy surgió en el siglo XVIII y las principales fuentes para su estudio datan del siglo XIX y el actual. Dejaré de lado ciertas fantasías y leyendas que hacen remontar sus orígenes a los comienzos de la historia humana, teorías simpáticas pero absurdas…”.53
También se ha relacionado el origen de la masonería con la Orden de los Templarios, originada en la época de las Cruzadas, fundada en Jerusalén en el siglo XII. Frau Abrines niega este origen de la masonería, que le atribuye a la fantasía del escocés Miguel Ransay (1686-1743), creador de los grados de Escocés, Novicio y Caballero del Temple o Templario.
La Orden de los Templarios fue eliminada en Francia en el siglo XIV. Jacobo de Molay, el último Gran Maestre de los Templarios fue quemado vivo por orden de Felipe IV, llamado el Hermoso, rey de Francia, y poco después la Orden fue disuelta por el papa Clemente V. Existe la versión, seguramente legendaria, que algunos caballeros templarios lograron huir jurando destruir a los dos poderes que habían aniquilado la Orden: la monarquía francesa y la Iglesia católica. El primer objetivo lo habrían logrado en 1793 con la ejecución del rey de Francia Luis XVI. Escribe Corbière que sostener que la masonería fue el origen de la Revolución Francesa en 1789 es totalmente absurdo, ya que “no todos” los revolucionarios pertenecían a ella. En el cuadro del Gran Oriente del año 1773 figuraba como Gran Maestre Felipe de Orleans, el futuro “Felipe Igualdad”, quien al verse en peligro por su condición de noble abandonó sus funciones masónicas en 1793 sosteniendo que en una república era innecesario mantener fraternidades secretas.54 Sin embargo, es de interés señalar que el conocido lema de la Revolución Francesa “Libertad, Igualdad y Fraternidad” es también el lema de la masonería.55
Estos caballeros templarios dispersos se habrían reorganizado en Escocia para vengarse de la supresión de la Orden construyendo su nuevo “Temple” en Kilwinning y luego en York, con el nombre de Heredon, que significa “casa santa”. Esta masonería habría estado dirigida por el clan de los Roslin. La tradición de esta Orden se remonta a nueve caballeros templarios refugiados