—Muchos hombres engendran prole allende el matrimonio, don Pelayo. La Iglesia lo reprueba, pero la sociedad no. Numerosos bastardos de próceres reciben una educación exquisita y conquistan excelsas dignidades. Mirad don Juan de Austria, bastardo del emperador Carlos y hermano del Segundo Felipe. Su bastardía no barrenó un brillante transitar. Mandaba tanto que don Felipe lo creyó capaz de arrebatarle el trono.
—La opinión social no me concierne, bachiller. Me concierne la opinión de mi esposa y no la auguro favorable.
—Presumo a vuestra esposa al corriente de la realidad y el adulterio masculino es una realidad harto extendida. El femenino también, aunque ese se condene e incluso se castigue. Ventajas de descender de Adán.
—Dichosos nosotros —convino don Pelayo, sonriendo por primera vez—. No me habría gustado nacer de su costilla.
—Tampoco a mí, ¡vive Dios! —rio Sebastián—. Bien, señor. Bosquejadas las opciones, la cuestión queda a vuestro albedrío. Como sobrino, Miguel corre un serio riesgo de no ver ni un maravedí. Como bastardo, adquirirá un derecho de legítima inexpugnable.
—Así expuesto, parece obvio.
—Parece obvio porque es obvio.
—De acuerdo. Si reconociendo la paternidad de Miguel, eludo escollos, adelante.
—Os garantizo que eludiréis múltiples escollos y, sobre todo, evitaréis que vuestra última voluntad languidezca en un litigio eterno. Ahora decidme: ¿qué legaréis a Miguel? Solo podéis adjudicarle haberes no integrados en el mayorazgo.
—Le cederé la jurisdicción de Pineda del Campillo, un señorío sito en La Mancha valorado en dos millones de reales de plata. También le cederé un censo al quitar con un principal de veinte mil reales y doce censos perpetuos que reportan cuatrocientos reales anuales cada uno. Todo me pertenece a título privativo.
—¿Habéis traído la documentación relativa a esas propiedades?
—Hela aquí —contestó don Pelayo, tendiéndole un dossier.
—¿Seguro que todo esto no rebasa la quinta parte de vuestra hacienda? —inquirió Sebastián, hojeando el dosier—. Se me antoja ingente caudal.
—Ni la quinta ni la décima parte. Gozo de una vasta fortuna, bachiller. Lo que estimáis ingente caudal supone una bagatela frente al valor del mayorazgo Valcárcel que percibirá Enrique. Pese a ello, él y mi esposa pondrán el grito en el cielo cuando se enteren.
—Considerando la ojeriza que ambos parecen profesar hacia Miguel, me barrunto que pondrían el grito en el cielo aunque le legaseis un zapato roto.
—No lo dudéis. Ocurre, sin embargo, que Pineda del Campillo excede en mucho a un zapato roto. Es mi señorío más próspero.
—No os comprendo, don Pelayo. Recién lo tildáis de bagatela.
—Comparado a los dividendos globales de mis restantes predios, no merece otro calificativo. El conjunto de los bienes que integran el mayorazgo Valcárcel suma un rédito incalculablemente mayor, pero, lejos de prestar mientes a eso, Francisca y Enrique se aferrarán al valor individual de Pineda del Campillo y no querrán renunciar a él.
—No se puede renunciar a lo que no se posee y ellos no poseen Pineda del Campillo. Lo posee vuesa merced a título privativo y esa naturaleza privativa os otorga el derecho de dictaminar su destino. En consecuencia, doña Francisca y Enrique habrán de amoldarse a vuestros designios. La asunción de paternidad genera legítima y, si respetáis el máximo de la quinta parte que la norma concede a los hijos espurios, no veo forma de sortearla.
—Lo que yo no veo es a Francisca y Enrique amoldándose a mis designios. De hecho, temo que, si no hallan manera de sortear la legítima, traten de sortear el testamento.
—¿Sortear el testamento? —inquirió Sebastián, sorprendido—. Un testamento no se sortea, señor. Se abre, se lee y, de discrepar con el contenido, se impugna, impugnación que, insisto, mediando una asunción de paternidad y respetando el máximo normativo, fracasará.
—No me preocupa que, llegado el momento, impugnen el testamento. Me preocupa que, antes de mi óbito, descubran su existencia e intenten desbaratarlo.
—Os repito que un testamento ni se sortea ni se desbarata; se ejecuta.
—Por si acaso, extrememos el sigilo que reclamé al inicio de esta entrevista. Y no solo en salvaguarda del testamento, sino también de Miguel. Vine pretendiendo favorecer a un sobrino y, consciente del peligro de mi determinación, os demandé discreción e incluso limité mis testigos solicitando la rúbrica de Lorenzo. Sin embargo, confesándome padre de la criatura, el peligro se recrudece. Si, creyéndolo hijo de mi hermana, Francisca y Enrique lo han martirizado, imaginad cómo lo tratarían sabiéndolo sangre de mi sangre y fruto de una infidelidad a quien encima proyecto agraciar a mi deceso.
—Antes o después de vuestro deceso, lo averiguarán y Miguel habrá de enfrentarse a ellos. Mejor que lo haga teniéndoos a su vera.
—A mi vera, Miguel es un muchacho sin posibles e indefenso al que me cuesta proteger, pues mis tierras foráneas me obligan a viajar a menudo. En cambio, si todo sale bien, que el Altísimo así lo encarte, a mi muerte se convertirá en dueño de un nada despreciable patrimonio y tal ventura le proporcionará una seguridad en sí mismo de la que hoy adolece.
—Serenaos, entonces. Los auténticos orígenes del chico verán la luz cuando fallezcáis y se proceda a la apertura del testamento. En ningún caso lo harán antes de ese avatar porque el deber de confidencialidad inherente a este oficio amordaza a quienes lo desempeñamos. A Lorenzo, a mi colega don Froilán Giraldo y a un servidor. Si los otros dos testigos os inspiran fe ciega, deduzco que prodigarán idéntica cautela. En consecuencia, salvo que vuecencia desglose el asunto a terceros, las nuevas disposiciones permanecerán en hermético secreto.
—He ahí el problema, bachiller. Confío en todos los involucrados, menos en mí. Temo soltar la lengua.
—Disculpad la observación, pero resultáis harto contradictorio, señor. Recién nos requerís escrupulosa reserva y ahora ¿es vuecencia quien teme hablar?
—Resulto contradictorio porque me debato en un dilema que no me concede tregua. Yo detesto los embustes y, sin embargo, miradme: engañando a los míos durante años y trasegando a sus espaldas para dilatar la impostura hasta mi postrero aliento. Este peso me balda el alma y mi resistencia empieza a flaquear, don Sebastián. Ansío participar mi pecado a mi esposa e hijo y después ponerlos al corriente de la mudanza sucesoria. Si obtengo su perdón y su promesa de que, lejos de repudiar el nuevo testamento, lo acatarán, moriré tranquilo.
—Si ansiáis sinceridad, esgrimidla, don Pelayo. La verdad duele; la mentira destruye.
—En ocasiones, la verdad también destruye y mi verdad masacraría la escasa armonía familiar de que disfrutamos. Aun así, mi anhelo de sincerarme con Francisca y Enrique crece cada día. Ignoro qué prevalecerá al final; quizá las ganas de confesar y librarme de esta culpa que me abruma o quizá el miedo. De momento, me aferro al silencio de los cobardes.
—En mi humilde opinión, os flageláis en exceso, señor. Intentáis cuidar de Miguel y ese afán viste vuestro silencio de prudencia, no de cobardía.
—Agradezco los ánimos, pero a ninguno se nos escapa que mi pretendido afán de cuidar de Miguel oculta a un infame carente de redaños para admitir su felonía y asumir las consecuencias. ¿Sabéis la lamentable manera que se me ha ocurrido de pedir perdón a Enrique?
—Pedir perdón no es lamentable. Es valiente.
—Pedir perdón plantando cara es valiente. Hacerlo como planeo es lamentable.
—¿Cómo planeáis hacerlo? —inquirió Sebastián.
—Regalándole un zafiro idéntico a este —contestó don Pelayo, mostrándole su anillo.
—Por