—Lo consigue porque resulta harto sencillo encontrarte. Pareces estopa, ¡demontres! Te acercan la mecha y prendes al instante. Encima, atacas donde más duele.
—Discrepo, don Martín. En mi opin…
—¡Basta, Alonso! Me decepcionas, muchacho. Yo no te he enseñado el uso del verbo para que lo emplees con esa mezquindad.
La puerta interrumpió el rapapolvo y la entrada en tropel de una jauría de chiquillos lo zanjó.
Vociferando y alborotando, ninguno se detuvo a recoger la sufrida tablilla, que volvió a besar tierra. Uno iba subido a la espalda de otro y lo espoleaba cual caballo; varios daban zurriagazos a una peonza; dos chocaban espadas de madera; media docena corrió a una esquina a jugar a las canicas, y el resto se empujaba, se atizaba o estallaba en escandalosas carcajadas armando un guirigay ensordecedor.
—¡Silencio! —gritó don Martín—. Sentaos y comportaos como merecen los lares del conocimiento. Confiscaré peonzas, canicas, guijarros, espadas y demás pamplinas que no estén guardadas donde corresponde.
Cesando el jolgorio, los niños obedecieron y empezaron a distribuirse. Los raudos se apretujaron en los bancos; los menos raudos se acomodaron en el suelo, pero cerca del brasero, y los lentos, también carne de suelo, se resignaron a pasar la mañana tiritando de frío.
Alonso cavilaba la manera de presentar excusas a Juan.
Aunque Fernando y él insistían en zaherirle, el primero le desagradaba y el segundo le agradaba, dualidad de sentimientos lógica considerando la crueldad que derrochaba Fernando y la nobleza que percibía en Juan.
La crueldad de Fernando la tenía sobradamente comprobada y la nobleza de Juan la constató cuando don Martín le refirió que cuidaba de unos huérfanos y que, no obstante los maltratos del padre, se negaba a abandonarlo.
Convencido de que las entrañas correosas no obraban así, intentó entablar amistad muchas veces, pero, como Juan le mostraba una honda animadversión, acabó desistiendo. Sin embargo, eso ahora no importaba. Se había mofado de su infortunio y, compadres o no, debía disculparse.
—Los de lectura básica comenzarán la jornada cantando el alfabeto —anunció don Martín—. Los de lectura de corrido se instalarán en la mesa del fondo y se dedicarán a Los siete sabios de Roma. A continuación, en doctrina cristiana repasaremos los Sacramentos y os relataré la parábola del hijo pródigo. Tras el descanso, me diréis la tabla del siete y deseo más agilidad que mano de mudo. Por la tarde estudiaremos a Catón. Luego los alumnos matriculados en escritura practicarán la letra redonda; el resto seguirá con Catón. A última hora ejercitaremos la regla del medio partir. Acaso llegue el día, a poder ser dentro de este siglo, en que entendáis la utilidad de los decimales.
—Maestro, ahorradnos al duermevacas del Catón y leamos la historia del pícaro de Tormes —propuso un zagal pelirrojo y lleno de pecas—. Nos divierte en gordo y tiempo ha que ni la nombráis.
—Mejor un libro de caballería —aventuró un rapacillo de apenas ocho años—. De mayor seré matador de dragones y he de adiestrarme.
—Maestro, ¿qué es una devota? —inquirió un tercero que parecía ir en paños menores tan agujereado llevaba el sayo—. Mi padre habla de mujeres que alegran a los curas mientras estos rezan y, según voacé, un devoto no alegra a nadie; se limita a rezar. ¿En qué quedamos? ¿El devoto reza o alegra a los rezantes? Estoy confundido.
—Yo sugiero leer el cuento de La Ernestina —intervino un cuarto mozo cuyo rostro no se distinguía, oculto como andaba bajo un formidable mar de mugre—. Ayer lo escuché mentar a dos pisaverdes. Lo protagoniza un copetudo de cuna noble.
—¿Y el copetudo se llama Ernestina? —se sorprendió el pelirrojo.
—¿Cómo va a llamarse Ernestina un copetudo, caracaballo? Se llama Calisto. Aparte de copetudo, me lo barrunto de caletre bien amueblado, porque, de lo contrario, se llamaría Catonto.
—Entonces, ¿quién es la Ernestina? —interpeló el confundido entre devotas y devotos.
—Es una cacahueta. El Calisto le pide ayuda para encandilar a la moza con la que quiere mojar pan.
—¿Habéis concluido la sesión de astracanadas? —interrumpió don Martín—. Ese cuento no se titula La Ernestina, infeliz, sino La Celestina. Y no es una cacahueta. Es una alcahueta.
—¿Celestina? —replicó el chico, rascándose la cabeza—. ¡Menudo alias raro! ¿De dónde viene? ¿De celestial?
—¿Y qué es una alcahueta, maestro? —preguntó un quinto párvulo, chorreando mocos de la nariz—. Me gusta la palabra. Bautizaré así a mi canica de la suerte. La Alcahueta Invencible.
—Bueno, ¡basta ya! —cortó don Martín—. Señor Domínguez, abstente de bautizar a una canica de semejante guisa o me encargaré de que las campanas toquen a difunto en tu honor. Fin de las tertulias sobre libros de caballería, El lazarillo de Tormes o La Celestina. La Iglesia considera inmorales esos textos y aquí no estudiamos textos inmorales. Aquí estudiamos doctrina cristiana, Catón, Los siete sabios de Roma, Crónica del Cid, Abad don Juan, Infante don Pedro y Vida de san Alejo. Ni más ni menos.
Atónitos, los muchachos callaron. En múltiples ocasiones don Martín les había narrado las pillerías de Lázaro de Tormes o Amadís de Gaula y les desconcertaba que ahora renegase de ello.
En realidad, un motivo de enjundia obligaba al maestro a pronunciarse en tan categóricos términos.
Estimándolos indecentes, el Concilio de Trento declaró «vitandos» o «a evitar» los libros de caballería, las Dianas y La Celestina. Peor ventura esperaba al Amadís de Gaula y a La vida de Lazarillo de Tormes, pues fueron incluidos en el Índice de Libros Prohibidos de la Inquisición.
Don Martín, ferviente defensor de la libertad de pensamiento, estimulaba el intelecto de los niños describiéndoles aquellas maravillas literarias, víctimas de una moral descomedida. Sin embargo, alguno debió soltar la lengua en casa y los inspectores se personaron en la escuela para comprobar si sus lecciones respetaban la normativa.
Aunque no encontraron ninguna lectura censurada, porque don Martín las guardaba en un escondite secreto, sí descubrieron que no empleaba las cartillas de doctrina cristiana editadas en la catedral de Valladolid, institución que monopolizaba la impresión y venta de este material gracias al privilegio concedido al efecto por el Segundo Felipe para financiar la construcción de la catedral.
Los dómines debían adquirir estas cartillas a cuatro maravedís la unidad, precio irrisorio que, sin embargo, la mayoría eludía, pues las imprentas madrileñas elaboraban otras falsas y las vendían bajo cuerda a un maravedí.
Don Martín las conseguía en la imprenta de Fernando Correa, sita en la calle del Carmen y editora de varias comedias de Lope. El artesano imitaba a la perfección los caracteres góticos de las auténticas, pero la ausencia del sello que llevaban las vallisoletanas en la primera hoja y que las diferenciaban de las impostoras mostró la infracción a los inspectores.
Afortunadamente, el hijo de uno de ellos era alumno de don Martín y, a cambio de una generosa rebaja en los honorarios, el maestro se libró de un apuro serio. No en vano el uso de cartillas adulteradas implicaba la privación del oficio durante tres años la primera vez y perpetua en caso de reincidencia.
Tras verle las orejas al lobo, don Martín claudicó. Compró las cartillas legítimas y, desde entonces, se cuidaba mucho de mencionar obras censuradas en la escuela.
Cuando Alonso le escuchó entonar tan acalorado panegírico de los textos bendecidos por los moralistas, reprimió una sonrisa.
Conocía lo sucedido y sabía que, a resultas de aquella inspección, don Martín había decidido ajustar sus lecciones a lo preceptuado. Sin embargo, también sabía que en absoluto había renunciado a las lecturas perniciosas, pues en privado el maestro seguía