–Madre mía, si es una cría y ni siquiera sabemos si está en condiciones de… En fin, ¿sabes qué? Voy para allá. Cogeré el primer vuelo que salga de Cagliari.
–No hace falta, es médico y ella sabe que…
–Ella no sabe nada. Tiene consejos para todo el mundo, pero nunca se los aplica. Me voy al aeropuerto, ya te llamaré cuando llegue a Bath.
–Pero ¿no vas camino de Portofino en un yate carísimo, cariño?
–Sí, pero ya me estaba hartando de estas vacaciones, sabes que no sé descansar.
–Richard…
–Estoy bien, un beso a todos por ahí.
Colgó a su madre, que acababa de decirle que Meg había tenido un accidente de tráfico, hacía tres días, en pleno centro de Bath, y se fue a buscar a Jason para avisarle de que se quedaba en Cerdeña y no seguía viaje hasta Portofino.
Con su mejor amigo y otro colega habían decidido alquilar un yate en Ibiza para navegar hasta Italia, pero lo cierto era que la travesía por el Mediterráneo, a priori divertida y relajante, no estaba siendo nada agradable por culpa de las chicas que habían decidido invitar a última hora. Unas modelos de lo más esnobs que ya conocían de Londres, que se habían encontrado por casualidad en un Beach Club ibicenco, y que Jason había acoplado a sus vacaciones sin consultárselo, arruinándole de paso el descanso, porque sabía perfectamente que él, bajo ningún concepto, compartía vacaciones con mujeres.
–Tío, me largo. Meg ha tenido un accidente de tráfico, está bien, pero la han operado y tiene que guardar reposo absoluto. Está sola en Bath y…
–¿Y tus padres?
–Siguen en España con Lauren y los niños. Es un poco complicado que se muevan ellos.
–Joder, estabas buscando una excusa para abandonarnos, y lo siento por Meg, pero esta te viene de perlas.
–No seas capullo. Me voy al aeropuerto. Ya me contaréis –le dio un abrazo y se fue hacia su camarote ignorando a las modelos de Victoria’s Secret que tomaban el sol en cubierta.
–¡Ricky! –gritó una de las chicas con su estridente acento estadounidense, y lo siguió al camarote, donde él empezó a meter sin ningún cuidado sus cosas en la maleta–. ¿Qué haces, cielo? ¿Adónde vas?
–Me vuelvo a casa.
–¡¿Qué?! ¿Por qué? ¿No serás capaz de dejarme sola con estos?
–¿Perdona? –la miró de reojo y ella bufó haciendo un puchero–. ¿Con tus amigas?
–Son dos parejas, ¿qué hago yo sola?
–Oye, a mí no me mires. Debo irme. ¿Me dejas pasar, por favor?
–No, Richard Montrose, a mí no me abandonas como a un zapato. Estás acostumbrado a hacerlo con otras, lo sé, pero yo no soy ninguna de tus zorras lamentables, yo soy Brandy Casper, mírame y da gracias al cielo de que esté dirigiéndote la palabra.
–¿Qué? –se echó a reír y ella se cruzó de brazos muy digna.
–No pienso consentir que te largues y me dejes sola aquí. Si quieres irte, me llevas contigo al menos hasta Londres.
–Yo no te he traído, ni siquiera te invité a venir conmigo, y ahora debo marcharme por una emergencia familiar. Lo siento mucho, Brandy, pero si quieres irte, búscate la vida, ya eres mayorcita.
–¿Emergencia familiar? ¿Se ha muerto alguien?
–Mi hermana pequeña ha tenido un accidente y tengo que ir a verla –respondió, intentando abandonar ese camarote que llevaba dos noches compartiendo a regañadientes con ella.
–¿Un accidente? ¿De qué tipo? ¿Es grave? ¿Qué edad tiene?
–Un accidente de tráfico. No es grave, pero necesita que alguien cuide de ella. Déjame salir, por favor.
–¿Tu hermanita no puede cuidarse sola? Me parece increíble que me dejes tirada aquí para ir corriendo a ver a tu hermana que, encima, dices que está bien. ¿Qué clase de gilipollas eres?
–Uno que está empezando a cabrearse, y eso no te conviene. Apártate, por favor –con delicadeza, pero muy firme, la sujetó por los brazos, la apartó de la puerta y salió al pasillo.
–No te escondas en tu puta familia para ocultar lo cabrón que eres, Richard.
–¿Sabes qué? –se giró y la miró a los ojos–. Solo hay tres cosas sagradas en mi vida: mi familia, mi intimidad y mi trabajo. No te metas con ninguna de las tres y a lo mejor, con algo de suerte, algún día te llamo por teléfono.
–¡Cabrón! ¡Hijo de puta! ¡¿Quién coño te crees que eres?!
Oyó que chillaba como una histérica, pero no se volvió ni a mirarla. Bajó al pantalán viendo por el rabillo del ojo como sus amiguitas, que eran de la misma cuerda, corrían para tranquilizarla, y buscó con los ojos a su amigo Daniel para decirle adiós con la mano. Salió del puerto y cogió el primer taxi que pilló bajó una solanera insoportable.
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