La mayoría de los colegiales, hijos de labradores y artesanos, cumplía con estos deberes sin gran esfuerzo, viendo en ello una manera de arribar pronto y sin dificultades al sacerdocio. El estudio les hubiera mortificado más. Para Gil, tal género de vida representaba un trabajo constante, una lucha consigo mismo. Su inteligencia vigorosa apetecía el estudio, su fantasía el movimiento. Con sistemática tenacidad se puso a contrariar las expansiones de su naturaleza, dio comienzo al lento suicidio que primero había operado su maestro y antes todos los místicos del mundo. Penetró en el pensamiento de aquél, participó del ideal sombrío de su vida, de su furor de penitencias, de su desprecio de los placeres, de los horrores y también de la ciencia del mundo. En esta lucha con la carne hay su poesía. De otra suerte, no habría místicos. Cuando terminó la carrera era el modelo que se ofrecía a los colegiales. Humilde, reservado, grave y dulce a la par, rezador incansable y con la nota de meritissimus en todos los cursos.
Ya le tenemos ejerciendo el cargo de teniente párroco en Peñascosa. Hubiera preferido marcharse a regentar una parroquia rural. El trato mundanal le producía penosa impresión: para él Peñascosa, con su casino, sus cafés y tertulias, era un centro de frivolidad, por no decir corrupción. Pero Dª Eloisa y sus protectoras se habían empeñado en tenerle en el pueblo, y el rector del seminario, su venerado maestro, le aconsejó que no desatendiese sus ruegos: si la frivolidad de la villa le molestaba, su tarea, en cambio, sería más meritoria y fructífera; las almas de los campesinos no necesitan tanto prolijo cuidado. Con la emoción y el anhelo de quien pone mano en una obra sacratísima, dio comienzo el nuevo presbítero a sus tareas. Levantábase al amanecer y se dirigía a la iglesia, donde entraba el primero, antes que el sacristán. Sentábase en el confesonario y allí permanecía escuchando a los que se acercaban al sagrado tribunal hasta las ocho, hora en que decía su misa. Después, aún se sentaba otro rato a confesar, y se iba a casa. Hasta la hora de comer, estudio, meditación, rezo. Después otra vez a la iglesia: rosario, enseñanza de doctrina, arreglo y aseo del templo. Desde que él llegó, éste comenzó a estar limpio y decoroso. Sin reprenderle, logró con el ejemplo, echando él mismo mano al plumero y a la escoba, que el sacristán cumpliese con su deber. Pero en lo que más se placía su alma fervorosa era en acudir prontamente al lado de los moribundos, en permanecer clavado junto a su lecho, exhortándoles al arrepentimiento, sosteniendo su confianza en Dios hasta que exhalaban el último suspiro. Esta era la parte grata de su tarea, la obra verdaderamente divina que le dejaba el corazón anegado de dulzura y entusiasmo. ¡Arrancar un alma de las garras del demonio! Cuando a la madrugada, después de cerrar los ojos a un pobre feligrés, se dirigía a la iglesia transido de frío, rota su flaca naturaleza por una noche de vigilia y trabajo, sus ojos se posaban en aquel mar siempre colérico, en aquel cielo sombrío, y en vez de sentir la tristeza y el dolor de la existencia, su espíritu se dilataba por la alegría y acudían a sus ojos lágrimas de reconocimiento. Era el gozo sublime de Jesús recorriendo a pie las abrasadas márgenes del lago Tiberiade, anunciando el reinado del Padre; era el gozo de San Francisco cuando tornaba a la Porciúncula con algún nuevo compañero de penitencia; era el del santo rey Fernando al apoderarse de Sevilla; era, en suma, el gozo de todos los apóstoles.
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