Respecto a las etnográficas, la mayor ventaja que hemos podido apreciar es la hermosura y gallardía de las mujeres. Son altas, macizas, de tez sonrosada y ojos negros; la voz es dulce, sonora y hablan con un dejo musical muy característico: parece que recitan al piano. No presumen de bellas y lo son. En cambio se vanaglorian de cantar mejor que las de ningún otro pueblo de la provincia, y no es así. Cierto que, como acabamos de indicar, hay entre ellas muchas voces gratas y extensas; pero el oído y sobre todo el gusto no corresponden a la voz. Repicotean de tal modo lo que cantan que no lo conoce nadie, ni el mismo autor que lo creó. En verdad que las peñascas abusan de las fermatas y fiorituras que las muchachas de Sarrió, sin tener tan buena voz, cantan con mejor gusto y afinación. Silencio acerca de este particular, porque si alguien lo dice en Peñascosa, le sacan los ojos.
Igualmente tienen metido las jóvenes peñascas en la cabeza (digamos en la hermosa cabeza, que no hay mentira en ello) que poseen especialísima aptitud para componer coplas oportunas o de circunstancias. Las componen generalmente sobre canciones populares que sirven para bailar en las romerías. Que se inaugura el edificio de las escuelas, copla al canto; que llegó el diputado del distrito a tomar baños, serenata y coplas; que D. José el Estanquero monta un servicio de ómnibus a la capital, coplita laudatoria a D. José el Estanquero. Pero donde brilla principalmente el estro de las jóvenes artesanas es en las coplas satíricas: no necesitamos añadir que el blanco preferente de sus sátiras es el mezquino, peligroso y sucio puerto de Sarrió. No suelen estar bien medidas las coplas; tampoco se ve en muchas de ellas el aguijón. ¡Qué importa! Las peñascas las cantan con un fuego y un retintín que desespera a las jóvenes de Sarrió y les hace enfermar de ira.
Los hombres suelen ser como en todas partes, más feos que hermosos, más tontos que graciosos, más groseros que corteses, más vulgares que originales. Sin embargo, hay en casi todos ellos un rescoldo de imaginación que, si no les sirve para escribir novelas, les hace más noveleros y curiosos que a los del resto de la provincia. Cualquier acontecimiento insignificante adquiere proporciones grandiosas en Peñascosa. El pueblo se conmueve hondamente cada vez que arriba cierto bergantín-goleta trayendo tabla de pino rojo del Norte para D. Romualdo, y acude todo a presenciar la descarga. Un prestidigitador vulgar produce extraordinaria agitación y ocasiona largas y violentas disputas en el casino, en los cafés, en las tertulias de las tiendas, y encauza el gusto y la fantasía de los peñascos por distintos derroteros. Llegó en cierta ocasión un magnetizador que dio algunas sesiones en el teatro (llamémoslo así). Durante seis meses los peñascos no se ocuparon apenas en otra cosa que en magnetizarse los unos a los otros. En ninguna tertulia se entraba que no se tropezase con alguna señorita dormida mientras un joven indígena, en actitud de espantarle las moscas, le arrojaba puñados de fluido a la cara: todo era mediums y espíritus, y veladores giratorios: algunos honrados vecinos quisieron volverse locos: uno de ellos salió de noche pidiendo confesión a gritos porque había hablado con cierto pariente difunto. Después llegó un frenólogo. Los peñascos se dedicaron otra temporada a palparse la cabeza y hacer vaticinios sobre el destino reservado a los niños. Los cuadros disolventes de algún saltimbanqui engendraban la afición a las linternas mágicas, y las compañías dramáticas que por casualidad llegaban hasta allí, verdaderas cuadrillas de facinerosos, despertaban extrañas aptitudes para el arte escénico en muchos vecinos que hasta entonces jamás las habían revelado. Un náufrago austriaco les infundió el amor a la filología; dio unas cuantas lecciones de alemán y ruso a varias personas caracterizadas de la localidad, y al cabo de dos meses se escapó con seis mil reales de D. José el Estanquero, dos mil de D. Remigio Flórez y algunas pesetas más de otros caballeros. No se habló de otra cosa en un par de meses.
Hay en Peñascosa un casino suscrito a cinco periódicos de Madrid y a uno de Lancia. El Faro de Sarrió, que les enviaban gratuitamente, fue devuelto a su destino a propuesta de varios socios dignísimos cuando este periódico propuso (¡qué asco!) la construcción de un gran puerto de refugio en Sarrió. Existe además una sociedad de recreo, de la cual es alma y vida D. Gaspar de Silva, un poeta de la localidad que tiene escritas más obras dramáticas que Shakspeare. Púsole por nombre el Ágora, en consonancia con sus aficiones clásicas. Es el templo del arte. Allí se representan las piezas de D. Gaspar por los jóvenes aficionados y se leen sus poesías líricas, en medio de las lágrimas y los aplausos de las señoritas de la localidad, adivínanse charadas y logogrifos, se cantan mandolinatas y stornellos en un italiano estupendo y se juega de mil modos ingeniosos. Verdaderamente el Ágora de Peñascosa recuerda, más que la asamblea griega que le ha dado nombre, la tertulia de la reina de Navarra, aquella gozosa y poética reunión de hermosas damas y caballeros, donde rebosaba el ingenio y de la cual tanta gallarda invención ha salido. No llevaremos, sin embargo, nuestro afán de similitudes hasta comparar a D. Gaspar con Margarita de Valois. Cada cual en su género deben considerarse como seres privilegiados; mas pertenecen a géneros diferentes.
D. Gaspar era un hombre alto, seco, con el rostro lleno de manchas coloradas que delataban su juventud borrascosa, el pelo ralo, la barba, que gastaba al uso de Espronceda, Larra y los literatos del treinta al cuarenta, entrecana y erizada, las manos y los pies descomunales, tan apretados por los callos estos últimos que el poeta andaba apoyado siempre en una muleta y doblado fuertemente por el espinazo. A pesar de esta circunstancia, no puede negarse que era un hombre notabilísimo, y con razón se vanagloriaba Peñascosa de haber sido su cuna y guardarle en su seno. No se limitó jamás, como la mayoría de los literatos, a cultivar un género con mejor o peor fortuna. Escribió poemas épicos, poesías líricas de todas clases, amorosas, satíricas, filosóficas, didascálicas; fue novelista y autor dramático. Las tres cuartas partes de sus obras permanecen manuscritas; pero bastan las impresas (a expensas de un primo hermano que el poeta tiene en Puerto Rico) para dejar de él imperecedera memoria. Por lo menos, los que hemos tenido la dicha de conocerle personalmente, es seguro que no lo olvidaremos mientras nos dure la existencia. Silva era un poeta que guardaba más semejanza con los vates antiguos que con los modernos. Como Shakspeare, como Molière y Lope de Rueda, él mismo representaba sus obras en la escena, reservándose los papeles de característico, a causa de la curvatura del espinazo. En este caso solía sacar una voz engolada y tremante que causaba honda emoción en sus convecinos. Los títulos de ellas tenían un sello de originalidad que recordaba bastante los del inmortal dramaturgo inglés. Entre otros títulos extraños, originalísimos, recordamos los siguientes: No me vengas con belenes, que te rompo el esternón (comedia en tres actos), Entre col y col, lechuga (pieza en un acto), Y sin embargo se muere (drama en tres actos), ¿Le gustan o no las rubias? (pieza en un acto). Aunque ha brillado y brilla en todos los géneros literarios, nosotros pensamos que su genio es más dramático que lírico.
No hay más sociedades reglamentadas en Peñascosa. La tertulia de la botica, la de D. Martín de las Casas y la de los mosqueteros (esta última al aire libre, en el Campo de los Desmayos) son agrupaciones libres, sin ideal artístico ni político.
De esta villa insigne por su maravillosa situación geográfica y por el talento de sus hijos, blanco de la envidia, no sólo de Sarrió, sino también de Santander y Bilbao y todos los demás puertos de la costa cantábrica, que en vano han pretendido humillarla; de este pueblo generoso, patriota, idealista, fue nombrado teniente párroco el joven presbítero protagonista de esta verídica historia. Lo fue por influencia o mediación de D. Martín de las Casas y otros próceres. No les costó trabajo obtener este nombramiento del obispo, porque Gil se había hecho notar extremadamente como alumno aplicado e inteligente en el seminario de Lancia. Al mismo tiempo sus costumbres puras y la suavidad y mansedumbre de su carácter, acreditadas por todos los profesores, le ponían en aptitud de desempeñar cualquier oficio en la iglesia. El rector del seminario, varios dignatarios del clero y hasta el mismo prelado le insinuaron la idea de quedarse en Lancia y hacer oposición a alguna de las prebendas que pudieran vacar en la catedral. Nadie dudaba de su pericia para conseguirla.