Motoquero 1 - Donde todo comienza. José Montero. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: José Montero
Издательство: Bookwire
Серия: Zona Límiite
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789875043046
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Tenía que aprender a andar solo en ese fin de semana, porque ella no tenía todo el tiempo del mundo, la espera se había acabado.

      La mamá lo soltó y Toto se mantuvo firme sobre las dos ruedas. Entonces ella le dijo:

      —Dale, vos podés. Hacete valer. Aunque te caigas, sé fuerte.

      Tomás no le prestó atención. Apenas registró lo siguiente que le dijo la madre:

      —Andá hasta donde está el monumento. Yo te espero acá. No mires atrás.

      Toto obedeció. Pedaleó hasta la estatua del soldado de Patricios y recién en ese lugar apoyó un pie en el suelo, porque todavía no sabía doblar. Giró como pudo, ayudándose con las piernas, y regresó de un tirón al punto de partida.

      La mamá ya no estaba.

      En un primer momento, Tomás no se preocupó. Siguió sonriendo. Estaba feliz. Quería compartirlo, mostrarle a la mamá que lo había logrado.

      Pensó que ella había ido hasta el puesto de garrapiñadas para comprarle un paquete y dárselo como premio. Sin embargo, no la vio en esa dirección.

      Capaz que había cruzado a un kiosco de golosinas sobre la avenida, se dijo Tomás. Y esperó largamente, hasta que comenzaron a prenderse las luces del parque.

      En ese lapso, la madre volvió a la casa, armó un bolso, juntó plata que había ahorrado y guardado en distintos escondites y garabateó en un papel: “Perdoná, hijo, no aguanto más, mi vida está en otra parte”. Salió a la calle y se encontró en la esquina con su amiga Roxana. Juntas tomaron un colectivo hasta Retiro y ahí abordaron un micro de larga distancia. ¿Hacia dónde? Nunca se supo.

      A Tomás lo encontró una vecina. Le preguntó por qué lloraba, si estaba solo, dónde se había metido su madre.

      La vecina lo condujo a la casa de la calle Sánchez de Loria. En la puerta había un patrullero.

      Era sábado y Raúl, el papá, estaba vestido como siempre, con camisa, saco y corbata, aunque las prendas no combinaban bien y lucían viejas, gastadas. Hablaba con los policías usando su mejor apariencia profesional, mientras en la mano sostenía el papel con la nota garabateada.

      Entonces, al ver llegar a su hijo junto a la vecina, se produjo algo inédito. Algo que Toto no vio nunca más. El papá perdió toda compostura y lloró.

      Capítulo 2

      Raúl, el padre, comenzó a estar más tiempo en casa. Se concentró en su trabajo como oficinista, aunque lo detestaba, y se olvidó por un tiempo de sus cursos de oratoria y liderazgo, control mental, técnicas de persuasión y ventas, lenguaje corporal y una larga lista de etcéteras. Estudios que le salían carísimos en institutos de dudosa reputación.

      Toto aceptó la idea de que la madre no iba a volver. No hizo preguntas ni se sintió culpable. Se convenció de que el problema había sido Raúl.

      Así empezó a llamarlo. Raúl. Nada de pa, papi o papá. Raúl. Como si fuera un desconocido. Aunque ahora lo llevaba al colegio y volvía a casa puntualmente a las cinco de la tarde, y estaba con él todos los feriados y los fines de semana, había una distancia. Un frío. Una falta de conexión. Toto lo llamaba Raúl, y Raúl en devolución lo llamaba Toto, nada de Tomás, nada de hijo.

      Muy pronto Raúl volvió a sus estudios, pero en forma autodidacta, leyendo libros y escuchando grabaciones con mensajes motivacionales. Se calzaba los auriculares y se olvidaba del mundo. Se concentraba en aquello que, creía, lo iba a salvar. Entonces era como si no estuviese. Toto, por su lado, comenzó a manejarse con autonomía. Iba al parque solo.

      La primera vez que llevó la bicicleta, e intentó volver a andar por sus medios, sufrió un mareo inexplicable. Cayó al piso y se golpeó la cabeza. Raúl lo llevó al médico y le hicieron estudios, pero no le encontraron nada. Sin embargo, Toto siguió mareándose cada vez que agarraba la bici. Era como si, de manera inconsciente, volviera al momento del abandono y entonces perdía estabilidad.

      A pura insistencia, se curó solo. En forma dolorosa. Andando y cayendo, andando y cayendo, hasta que los mareos se le fueron. O se sanaba o se rompía el alma contra el asfalto.

      Los años fueron pasando y Tomás no volvió a sentir mareos hasta que, a los 15, comenzó a salir con Cintia. La relación no podía llamarse noviazgo, era algo informal, pero él se la tomó en serio y, cuando ella lo dejó, volvieron las descomposturas, las pérdidas de conocimiento, las caídas. Toto no tardó en comprender que el malestar se disparaba ante cada situación de pérdida.

      En consecuencia, nunca más dejó que lo abandonaran.

      Cuando comenzaba una relación con una chica, estaba alerta. Ante el menor cortocircuito, era él quien abandonaba, antes de ser abandonado. Por eso ahora, con 21 años y tirado en un túnel a quince metros bajo tierra, mientras Catriel se llevaba secuestrada a Lourdes, comprendió que los mareos, en este caso, eran por el miedo espantoso a perderla para siempre.

      Capítulo 3

      Lourdes, a quien sus amigas llamaban Lula, tuvo una historia distinta a la de Toto. En la infancia no conoció el abandono ni las penurias económicas. Más bien, conoció la sobreprotección y la abundancia.

      Aunque, pensándolo bien, el hecho de que los padres la colmaran de regalos, niñeras y profesores para cubrir culpas, ausencias y trabajo en exceso también era una forma de abandono. El hecho de que la controlaran todo el tiempo, hasta con un chofer que cumplía el rol de detective, era producto de la falta de confianza. Y la falta de confianza era, a su vez, producto del poco tiempo que compartían con su hija.

      Lula nació y se crió en una burbuja: barrio cerrado en la Zona Norte del Gran Buenos Aires, colegio privado, vida al aire libre en un entorno de calles seguras, bici, rollers, hockey, natación, gimnasia artística, Inglés, clases de pintura y canto, pero siempre entre muros. Entre alambrados y cercos electrificados. Entre custodios. Entre barreras que se levantaban amablemente para ella, pero se cerraban ante cualquier desconocido.

      Así creció Lula, permitiendo el acceso a todo aquello que le resultara familiar y clausurándolo frente a todo lo extraño. Replicó el modo de vida que llevaba su familia.

      Pero entonces se produjo el terremoto.

      Cuando Lourdes cumplió doce años, los padres decidieron mudarse a Palermo por cuestiones de trabajo. Conservaron la casa de Zona Norte como refugio de fin de semana, aunque comenzaron a ir cada vez menos, porque quedaba a cincuenta kilómetros.

      Cada uno por su lado, el padre y la madre se iban de la casa a las siete de la mañana y volvían a las nueve o diez de la noche. La jornada laboral o los compromisos sociales se convirtieron en su prioridad.

      A Lula la gran ciudad la abrumaba. No la entendía. Sentía miedo. Sentía terror de algo tan simple como cruzar una calle. El ruido le molestaba, lo mismo que el malhumor, los gritos, los modales groseros. Pasó de vivir en contacto con el sol, el aire, la lluvia y los bellos jardines a estar encerrada. Iba de casa al colegio y del colegio a casa. A danza, a canto, a tela, a Francés y nada más. Siempre acompañada por una empleada y por el celular con los audios de la madre; ni siquiera tenía tiempo para escribirle, prefería lo más rápido, los mensajitos de voz. Con eso la controlaba. La teledirigía. La manejaba como si el teléfono fuera un joystick de la consola de juegos.

      La mudanza, para peor, le quitó todas las amigas. Las promesas de seguir vinculadas con las chicas del barrio cerrado –pronunciadas entre lágrimas– no se cumplieron. La conexión se perdió con la alteración de rutinas y la pérdida de la charla cotidiana y de esa cercanía