—La primera debe tener fecha del 12 de junio, la segunda del 19 y la tercera del 29.
Ahora sé cuánto tiempo me queda de vida. ¡Que Dios se apiade mí!
28 de mayo.
Ha surgido una posibilidad de escape, o en todo caso de enviar noticias a casa. Una banda de cíngaros ha venido al castillo, y han acampado en el patio interior. Son gitanos. He anotado algunas cosas sobre ellos en mi libreta. En esta zona son muy típicos, aunque están relacionados con los gitanos ordinarios del resto del mundo. Hay miles de ellos en Hungría y Transilvania y viven prácticamente al margen de la ley. Por regla general, se atribuyen el nombre de algún noble o boyardo y comienzan a llamarse así. Son indomables y no tienen religión, excepto la superstición, y sólo hablan en sus propias variantes de la lengua romaní.
Voy a escribir algunas cartas a casa, e intentaré pedirles que las envíen. Ya he hablado con ellos desde mi ventana para entablar una relación. Se quitaron sus sombreros e hicieron muchas reverencias y gestos, los cuales, sin embargo, no pude entender más de lo que entiendo su idioma…
Ya he escrito las cartas. La que va dirigida a Mina está en taquigrafía, y al Sr. Hawkins solo le pido que se ponga en contacto con ella. A Mina le he explicado mi situación, pero sin hablar de los horrores que sólo puedo suponer. Si le dijera todo lo que pienso, creo que podría matarla de un susto. Si las cartas no fueran enviadas, al menos el conde no podrá conocer mi secreto, ni el alcance de mi conocimiento…
Les he entregado las cartas. Las lancé a través de los barrotes de mi ventana junto con una moneda de oro, e hice las señas necesarias para indicar que las pongan en el correo. El hombre que recibió las cartas las apretó contra su corazón e hizo una reverencia, y luego las colocó en su gorra. Era todo lo que yo podía hacer. Regresé nuevamente al despacho, y me puse a leer. Como el conde no ha venido a verme, empecé a escribir aquí…
El conde ya vino. Se sentó junto a mí y me dijo, en el tono más suave, mientras abría las dos cartas:
—Los gitanos me las dieron, y aunque no sé de dónde provienen, me haré cargo de ellas, por supuesto. ¡Veamos! —seguramente ya las había visto antes. —Una es de usted y está dirigida a mi amigo Peter Hawkins. La otra —al abrir el sobre se percató de los extraños símbolos, y una oscura mirada apareció en su rostro, mientras sus ojos empezaron a centellear malévolamente—, la otra es una cosa vil, ¡un ultraje a la amistad y a la hospitalidad! No está firmada, así que no debe importarnos.
Y tomando la carta y el sobre, los sostuvo tranquilamente sobre la llama de la lámpara hasta que se consumieron por completo.
Luego prosiguió:
—Desde luego, enviaré la carta para Hawkins, ya que usted la escribió. Sus cartas son sagradas para mí. Disculpe, amigo mío, que haya roto el sello sin darme cuenta. ¿Podría ponerlo de nuevo?
Me entregó la carta, y con una cortés reverencia me dio un sobre nuevo.
No me quedó más remedio que anotar la dirección y entregarle la carta en silencio. Cuando el conde salió de la habitación, escuché que la llave giraba suavemente en la cerradura. Un minuto después, fui a la puerta e intenté abrirla, pero estaba cerrada.
Al cabo de un par de horas, cuando el conde entró en silencio a la habitación, su presencia me despertó, pues me había quedado dormido en el sofá. Su actitud era muy cortés y alegre; al ver que yo estaba dormido, dijo:
—Amigo mío, ¿está usted cansado? Vaya a la cama. Ahí descansará mejor. Quizá no tenga el placer de hablar con usted esta noche, ya que tengo varios asuntos que atender, pero espero que duerma tranquilo.
Me dirigí a mi dormitorio para acostarme y, aunque parezca extraño, no tuve pesadilla alguna. La desesperación tiene sus momentos de tranquilidad.
31 de mayo.
Esta mañana, al despertar, se me ocurrió sacar algunas hojas y sobres de mi maleta, y guardarlos en mi bolsillo para poder escribir en caso de que se presentara una oportunidad, pero me esperaba una sorpresa, ¡una gran sorpresa!
Había desaparecido todo rastro de papel, junto con todas mis notas y memorandos relacionados con el ferrocarril y los viajes, mi carta de crédito y, de hecho, todo lo que pudiera serme útil una vez fuera del castillo. Me senté y reflexioné por un momento, entonces se me ocurrió buscar en mi baúl y en el guardarropa donde había puesto mi ropa.
El traje que llevaba puesto durante el viaje había desaparecido, así como mi abrigo y mi frazada. No encontré rastros de ellos por ningún lado. Todo esto parecía un nuevo plan infame del conde.
17 de junio.
Esta mañana, mientras estaba sentado en la orilla de mi cama, absorto en mis pensamientos, escuché afuera el sonido de un látigo y el golpeteo de cascos de caballos en el camino de piedras más allá del patio. Corrí lleno de alegría a la ventana y vi entrar en el patio dos enormes carretas de carga, cada una de ellas tirada por ocho robustos caballos y dirigida por unos eslovacos, ataviados con sus anchos sombreros, sus enormes cinturones tachonados de clavos, sus sucias pieles de cordero y sus botas altas. Tenían también dos largas varas en la mano. Corrí hacia la puerta, tratando de bajar las escaleras para unirme a ellos en el vestíbulo principal, pues creí que tal vez estaría abierto para que pudieran entrar. Pero me esperaba otra sorpresa: mi puerta estaba cerrada por fuera.
Corrí entonces hacia la ventana y empecé a gritarles. Voltearon hacia arriba y me miraron estúpidamente mientras me señalaban. Pero en ese momento salió el “atamán” de los gitanos, y al verlos señalando hacia mi ventana, dijo algo que hizo reír a todos.
A partir de ese momento, ninguno de mis intentos, ningún grito lastimero o ruego agonizante los hizo voltear nuevamente. Se dieron la vuelta y se alejaron decididamente. Las carretas de carga llevaban grandes cajas cuadradas, con agarraderas hechas de gruesa cuerda. Era evidente que las cajas estaban vacías debido a la facilidad con que los eslovacos las levantaban, y por el ruido que producían cuando las movían bruscamente.
Cuando terminaron de descargarlas y de acomodarlas en una de las esquinas del patio, el gitano les dio algo de dinero a los eslovacos, quienes, luego de escupir sobre él para la buena suerte, regresaron perezosamente cada uno a su carreta correspondiente. Al poco tiempo, escuché los golpes de sus látigos desapareciendo en la distancia.
24 de junio.
Anoche el conde se retiró temprano y se encerró en su propia habitación. En cuanto reuní el valor suficiente, subí rápidamente por la escalera de caracol y miré por la ventana que da hacia el sur. Pensé que debía vigilar al conde, pues tenía la impresión de que algo estaba sucediendo. Los gitanos montaron su campamento en algún lugar del castillo y están haciendo algún trabajo. Lo sé, porque de vez en cuando, escucho muy a lo lejos, ruidos ahogados de picos y palas. Sea lo que sea, debe tratarse de alguna villanía despiadada.
Llevaba poco menos de treinta minutos en la ventana, cuando vi algo saliendo de la habitación del conde. Retrocedí, observé cuidadosamente y lo vi salir completamente por la ventana. Me sorprendí enormemente cuando descubrí que el conde llevaba puesto el traje que yo había utilizado durante mi viaje hacia este lugar y que de su hombro colgaba la terrible bolsa que había visto a las mujeres llevarse. No cabía la menor duda de lo que planeaba hacer, ¡y además con mi ropa puesta! Esto quiere decir que se trata de un nuevo plan malévolo.