Miré a la mujer. No había manera de acercarse a ella. Yo estaba a diez metros de distancia. Su pulgar estaba ya listo en el botón. Los contactos de lata baratos estaban quizás separados por tres milímetros, y esa separación diminuta quizás se angostaba y se ensanchaba fraccional y rítmicamente con los latidos de su corazón y los temblores de su brazo.
Ella estaba lista para partir, y yo no.
El tren se balanceaba hacia delante, con su característica sinfonía de sonidos. El aullido de las ráfagas de aire en el túnel, el golpeteo y el repiqueteo de las juntas bajo las ruedas de hierro, el raspado del colector de corriente contra el riel electrificado, el chirrido de los motores, los chillidos secuenciales cuando los vagones se sacudían uno detrás de otro en las curvas y las pestañas de las ruedas agarrándose a las vías.
¿Adónde iba la mujer? ¿Por debajo de qué pasaba la línea 6? ¿Se podía derribar un edificio con una bomba humana? Pensé que no. ¿Entonces cuáles eran las grandes masas de gente que todavía seguían reunidas después de las dos de la mañana? No muchas. Clubes nocturnos, quizás, pero a la mayoría ya los habíamos dejado atrás, y de cualquier forma no la dejarían pasar del otro lado de una cuerda de terciopelo.
La seguí mirando.
Demasiado fijo.
Lo sintió.
Giró la cabeza, despacio, suave, como un movimiento preprogramado.
Me devolvió la mirada.
Nuestros ojos se encontraron.
La cara de ella cambió.
Ella sabía que yo sabía.
CUATRO
Nos miramos fijamente durante casi diez segundos. Entonces me puse de pie. Forcejeé contra el movimiento y di un paso. Iba a morir estando a diez metros de distancia, sin ninguna duda. No iba a terminar más muerto por estar más cerca. Pasé a la mujer hispana a mi izquierda. Al individuo con la camiseta de la NBA a mi derecha. A la mujer de África Occidental a mi izquierda. Sus ojos seguían cerrados. Iba pasando con las manos de una barra de agarre a la siguiente, izquierda y derecha, balanceándome. La pasajera número cuatro me miró durante todo mi recorrido, asustada, jadeando, murmurando. Las manos dentro de la mochila.
Me detuve a dos metros de ella.
—De verdad que quiero estar equivocado acerca de esto —dije.
No respondió. Sus labios se movieron. Sus manos se movieron por debajo de la tela gruesa negra. El objeto grande dentro de la mochila cambió un poco de posición.
—Necesito verle las manos —dije.
No respondió.
—Soy policía —mentí—. La puedo ayudar.
No respondió.
—Podemos hablar —dije.
No respondió.
Me solté de las barras de las que estaba agarrado y dejé caer mis manos a los lados. Así resultaba más pequeño. Menos amenazador. Tan solo un semejante. Me quedé tan quieto como me lo permitía el tren en movimiento. No hice nada. No tenía opción. Ella necesitaba una fracción de segundo. Yo necesitaba más que eso. Salvo por el hecho de que no había absolutamente nada que yo pudiera hacer. Podría haber cogido la mochila e intentado quitársela. Pero la tenía colgada alrededor del cuerpo y la correa era una banda ancha de algodón grueso. El mismo tejido que una manguera de incendios. Estaba prelavado y pregastado y preenvejecido como vienen ahora las cosas nuevas pero aún así sería muy fuerte. Habría terminado sacándola del asiento y tirándola al suelo.
Salvo por el hecho de que nunca podría haberme acercado a ella. Ella habría apretado el botón antes de que mi mano estuviera a mitad de camino.
Podría haber intentado tirar de la mochila hacia arriba y barrer por detrás con mi otra mano para arrancar de las terminales el cable detonante. Salvo por el hecho de que, en beneficio de su movilidad, habría tanto cable de más que yo habría necesitado tirar de él haciendo un arco gigante de sesenta centímetros antes de encontrar alguna resistencia. Momento para el cual ella ya habría accionado el botón, aunque solo fuera como consecuencia de un shock involuntario.
Podría haber cogido su abrigo e intentado desconectar algunos otros cables. Pero entre los cables y yo había unas gruesas acumulaciones de plumas de ganso. Un recubrimiento resbaloso de nylon. Ninguna percepción, ninguna sensación.
Ninguna esperanza.
Podría haber intentado incapacitarla. Golpearla fuerte en la cabeza, noquearla, un puñetazo, instantáneo. Pero por más veloz que yo siga siendo, un swing decente desde una distancia de sesenta centímetros habría tardado casi medio segundo. Ella tenía que mover el pulgar menos de medio centímetro.
Ella habría llegado primero a su objetivo.
—¿Me puedo sentar? ¿Al lado suyo? —pregunté.
—No, no se acerque —dijo.
Una voz neutral, inexpresiva. Ningún acento obvio. Americano, pero ella podría haber sido de cualquier parte. De cerca no parecía muy perturbada o trastornada. Solo resignada, y seria, y asustada, y cansada. Me miraba con la misma intensidad con la que había estado mirando la ventana de enfrente. Parecía completamente alerta y consciente. Me sentí completamente analizado. No me podía mover. No podía hacer nada.
—Es tarde —dije—. Debería esperar a la hora pico.
No respondió.
—Seis horas más —dije—. Ahí va a funcionar mucho mejor.
Sus manos se movieron, dentro de la mochila.
—No ahora —dije.
No dijo nada.
—Solo una —dije—. Muéstreme una mano. No necesita las dos ahí dentro.
El tren frenó fuerte. Me tambaleé hacia atrás y volví a ir hacia delante y me estiré hacia arriba para alcanzar la barra cerca del techo. Mis manos estaban húmedas. El acero se sintió caliente. Grand Central, pensé. Pero no. Miré por la ventanilla esperando luces y azulejos blancos y en cambio vi el brillo de una tenue lámpara azul. Nos estábamos deteniendo en el túnel. Mantenimiento, o señalización.
Me di la vuelta.
—Muéstreme una mano —volví a decir.
La mujer no respondió. Me estaba mirando la cintura. Con las manos en alto se me había levantado la camiseta y la cicatriz en la parte baja de la tripa quedaba a la vista por encima del pantalón. Piel blanca en relieve, dura y rugosa. Puntos grandes y crudos, como un dibujo animado. Esquirlas, de un coche-bomba en Beirut, mucho tiempo atrás. Estuve a cien metros de la explosión.
Estaba noventa y nueve metros más cerca de la mujer en el asiento.
Miraba fijamente. La mayoría de la gente pregunta cómo me hice la cicatriz. No quería que ella me preguntara. No quería hablar de bombas. No con ella.
—Muéstreme una mano —dije.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—No necesita tener dos ahí dentro.
—¿Entonces a usted para qué le sirve?
—No lo sé —dije. No sabía exactamente qué era lo que estaba haciendo. No soy un negociador de rehenes. Solo estaba hablando por hablar. Lo cual no es característico. Por lo general soy una persona callada. Habría sido estadísticamente muy poco probable para mí morir en medio de una frase.
Quizás por eso estaba hablando.
La mujer movió las manos. La vi pasar dentro de la mochila a un agarre de una sola mano con la derecha y sacó la izquierda despacio. Pequeña,