DIEZ
El mundo es la misma jungla en todas partes, pero Nueva York es su destilado más puro. Lo que es útil en cualquier otro lado es vital en la gran ciudad. Ves a cuatro tipos agrupados en una esquina esperándote, o bien corres como el demonio en dirección opuesta sin titubeos o bien sigues andando sin reducir ni acelerar la velocidad ni detener el paso. Miras al frente con una neutralidad estudiada, inspeccionas sus caras, miras para otro lado, como si estuvieras diciendo ¿eso es todo lo que tenéis?
Lo cierto es que es más inteligente correr. La mejor pelea es la pelea a la que no das lugar. Pero nunca he dicho que fuera inteligente. Solo obstinado, y en ocasiones de mal carácter. Algunos matan gatos a patadas. Yo sigo andando.
Los trajes eran todos azul nocturno y parecían provenir del tipo de tienda que tiene encima de la entrada el nombre de una persona extranjera. Los hombres dentro de los trajes parecían competentes. Como suboficiales. Muy al tanto de cómo son las cosas, orgullosos de su habilidad para cumplir con su trabajo. Eran ciertamente exmilitares, o ex fuerzas de seguridad, o ex ambas cosas. Eran la clase de personas que habían dado un paso hacia arriba en lo que respecta al salario y un paso al lado en lo que respecta a las reglas y las regulaciones, y consideraban ambos movimientos igual de valiosos.
Se separaron en dos parejas cuando yo estaba todavía a cuatro pasos de distancia. Dejaron espacio para que pasara si quería, pero el tipo de delante a la izquierda levantó un poco ambas palmas y acarició el aire, en una especie de gesto doble propósito por favor pare y no somos una amenaza. El paso siguiente lo usé para decidir. No puedes permitirte quedarte atrapado en medio de cuatro tipos. O te detienes antes o te abres paso a través. En ese momento mis opciones estaban todavía abiertas. Fácil detenerse, fácil seguir adelante. Si cerraban filas mientras yo estaba todavía en movimiento iban a caer como bolos. Peso ciento quince y me estaba moviendo a seis kilómetros por hora. Ellos ni tenían ese peso ni se movían.
A dos pasos, el que estaba al mando dijo:
—¿Podemos hablar?
Me detuve. Dije:
—¿De qué?
—Usted es el testigo, ¿no es así?
—¿Pero quién eres tú?
El tipo contestó llevando hacia atrás la solapa de la chaqueta del traje, de manera lenta y no amenazante, no mostrando nada más que un forro de raso rojo y una camisa. Ningún arma, ninguna funda, ningún cinturón. Puso los dedos de su mano derecha en el bolsillo interno izquierdo y los sacó con su tarjeta de presentación. Se inclinó hacia delante y me la alcanzó. Era un producto barato. La primera línea decía: Cierto y Seguro, Inc. La segunda línea decía: Protección, Investigación, Intervención. La tercera línea tenía un número de teléfono, con un código de área 212. Manhattan.
—Kinko’s es un lugar maravilloso —dije—. ¿No? Quizás me haga unas tarjetas en las que ponga John Smith, Rey del Mundo.
—La tarjeta es fiable —dijo el tipo—. Y nosotros somos legales.
—¿Para quién trabajan?
—No se lo podemos decir.
—Entonces no les puedo ayudar.
—Mejor que hable con nosotros antes que con nuestro jefe. Podemos mantener las cosas civilizadas.
—Ahora de verdad tengo miedo.
—Solo un par de preguntas. Eso es todo. Ayúdenos. Somos simples trabajadores, intentando que nos paguen. Como usted.
—Yo no soy un trabajador, soy un caballero del ocio.
—Entonces mírenos desde las alturas de su elevada posición y ténganos piedad.
—¿Qué preguntas?
—¿Ella le dio algo a usted?
—¿Quién?
—Usted sabe quién. ¿Recibió usted algo de ella?
—¿Y? ¿Cuál es la siguiente pregunta?
—¿Ella dijo algo?
—Dijo de todo. Estuvo hablando todo el viaje de Bleecker a Grand Central.
—¿Diciendo qué?
—No escuché mucho de lo que decía.
—¿Información?
—No escuché.
—¿Mencionó nombres?
—Puede que sí.
—¿Dijo el nombre Lila Hoth?
—No que yo escuchara.
—¿Dijo John Sansom?
No respondí. El tipo preguntó:
—¿Qué?
—Escuché ese nombre en algún lugar —dije.
—¿De ella?
—No.
—¿Ella le dio algo?
—¿Un algo de qué tipo?
—Cualquier cosa.
—Dígame qué importa.
—Nuestro jefe quiere saberlo.
—Dígale que venga a preguntarme en persona.
—Mejor hablar con nosotros.
Sonreí y seguí andando, por el callejón que habían formado. Pero uno de los tipos de la derecha dio un paso al lado e intentó hacerme retroceder. Le di con el hombro en el pecho y lo saqué girando de mi camino. Me vino a buscar de nuevo y me detuve y seguí y amagué a la izquierda y a la derecha y me puse detrás de él y le empujé fuerte por la espalda para que se tropezara delante de mí. Su americana tenía una sola abertura central. Sastrería francesa. Los trajes británicos tienden a las aberturas laterales y los trajes italianos tienden a la ausencia de aberturas. Me incliné y agarré un faldón con cada mano y tiré y rompí las costuras de abajo arriba a lo largo de la espalda. Después le volví a empujar. Se tropezó hacia delante y giró bruscamente hacia la derecha. La americana le colgaba del cuello. Desabotonada por delante, abierta por atrás, como una bata de hospital.
Después corrí tres pasos y me detuve y me di la vuelta. Habría tenido mucho más estilo simplemente seguir andando despacio, pero habría sido también mucho más tonto. La despreocupación es buena, pero estar preparado es mejor. Los cuatro quedaron atrapados en un momento de verdadera indecisión. Querían venir a buscarme. Eso estaba claro. Pero estaban en la calle 35 Oeste al amanecer. A esa hora prácticamente todo el tráfico serían policías. Así que al final simplemente me miraron mal y se fueron. Cruzaron la 35 en fila india y se dirigieron hacia el sur en la esquina.
Ya terminó.
Pero no había terminado. Me di la vuelta para irme y un individuo salió de la comisaría del distrito y corrió hacia mí. Camiseta gris arrugada, pantalón deportivo rojo, pelo canoso desparramado para todos lados. El miembro de la familia. El hermano. El policía de un pueblo pequeño de Jersey. Llegó hasta donde estaba y me agarró fuerte del codo y dijo que me había visto dentro y que había imaginado que yo era el testigo. Después me dijo que su hermana no se había suicidado.
ONCE
Llevé al individuo a una cafetería en la Octava Avenida. Hace mucho tiempo me mandaron a un seminario de la Policía Militar de un día en Fort Rucker, para aprender sensibilidad en torno a las personas en duelo. A veces los policías militares tienen que llevar malas noticias a los parientes. Los llamamos mensajes de la muerte. Se admitía ampliamente que mis capacidades eran deficientes. Yo solía entrar y simplemente decirles. Pensaba que eso era lo natural de un mensaje. Pero aparentemente estaba equivocado. Así que me mandaron a Rucker. Aprendí cosas importantes ahí. Aprendí a tomarme las emociones en serio. Por sobre todas las cosas aprendí